**ELARA**
Y entonces, lo hizo. Se hundió en mí hasta el fondo, en un único movimiento profundo y poderoso que me llenó por completo. El placer me envolvió de inmediato en una sola sensación abrumadora que me robó el aliento. Se quedó allí, dentro de mí, sin moverse, dejando que mi cuerpo lo deseara. Con un movimiento urgente, casi implorante, moví las caderas con desesperación. Cada balanceo era una súplica silenciosa para mantener viva esa corriente eléctrica que me recorría de pies a cabeza. No quería que se desvaneciera la sensación embriagadora, la energía vibrante que me llenaba por dentro, así que persistí en mi danza frenética, buscando prolongar ese instante electrizante a través del movimiento continuo.
—Eres impaciente.
—Me torturas.
Una sonrisa cruel, un destello de dientes en la penumbra, fue su única respuesta. —La tortura —dijo, su voz—, un gruñido bajo que vibraba dentro de mí— es la mitad del placer.
Y entonces se movió. Pero no como yo quería. Se retiró lentamente, casi por completo, una retirada tan exquisitamente dolorosa que un gemido de pura agonía se escapó de mis labios. Me dejó vacía, temblando en el borde del abismo, solo para volver a hundirse con la misma lentitud tortuosa. Una vez. Dos. Cada embestida era una lección de paciencia, una demostración de poder que me volvía loca.
Mis caderas se elevaron para encontrarlo, para acelerar el ritmo, pero sus manos se posaron firmemente en ellas, inmovilizándome con una fuerza que me impuso su voluntad. Yo no mandaba aquí. Él era el director de esta sinfonía de dolor y éxtasis, y yo era solo el instrumento.
—Julián, por favor… —susurré, mi voz rota, un ruego que no sabía si era para que se detuviera o para que no parara nunca.
Él se inclinó, su boca junto a mi oído, su aliento caliente y su olor a hombre y a mi propia excitación. —Por favor, ¿qué? —siseó—. ¿Por favor, más? ¿O, por favor, menos? Dime qué quieres, Waldina. Dímelo.
Su nombre en sus labios, dicho así, con ese tono de dominación, fue lo que me rompió. La ira, la frustración, el deseo, todo se fusionó en un grito silencioso.
—¡Más! —grité, mis uñas clavándose en su espalda, arañando la piel—. ¡Más, maldita sea! ¡Fóllame!
La palabra, cruda y violenta, se colgó en el aire entre nosotros. Y fue el interruptor que había estado buscando.
La lentitud desapareció. La paciencia se hizo trizas. Comenzó a moverse con una fuerza brutal, con un ritmo salvaje y sin piedad que me golpeó contra el sofá una y otra vez. Cada embestida era profunda, poderosa, una reclamación que llegaba hasta el fondo de mi ser. El sofá crujió bajo nosotros, un testigo mudo de nuestra batalla.
No había pensamientos, no hay nombres, no hay resentimiento. Solo existía el cuerpo de Julián, la fuerza con la que me tomaba, el sonido de su respiración entrecortada junto a mi oído, el peso de él sobre mí que me aplastaba y me liberaba al mismo tiempo. Era una violencia gloriosa, una destrucción necesaria.
Sus labios se encontraron con los míos de nuevo, un beso caótico y desesperado donde nuestros dientes chocaban y nuestras lenguas luchaban. Mis piernas se enroscaron en su cintura, mis talones clavándose en sus glúteos, empujándolo más profundo, exigiendo más. Quería que me rompiera, que me llenara hasta el punto de la explosión, que me borrara por completo.
Sentí que su ritmo se volvía más errático, sus embestidas más desesperadas. Su respiración se convirtió en un jadeo ronco, y su mano se deslizó entre nosotros para encontrar mi clítoris, frotándolo con una presión brutal y circular. Fue la última gota. El universo explotó en mil fragmentos de luz. Un grito, mi grito, se perdió en su boca mientras un orgasmo devastador me sacudía con una violencia que nunca había experimentado. Mi cuerpo se convulsionó, una marioneta cuyas cuerdas él había cortado, mientras una oleada de calor me recorría de pies a cabeza.
Unos segundos después, él se hundió en mí una última vez con un gruñido profundo, y sentí el calor de su eyaculación llenarme, una marca final, un sello sobre nuestro pacto de locura.
Se quedó sobre mí, pesado, sin moverse, nuestros corazones latiendo desbocadamente el uno contra el otro, un único tambor de guerra en el silencio de la sala. El olor al sexo y al sudor llenaba el aire. Y yo, mientras el temblor de mi cuerpo se calmaba, supe con una certeza aterradora y emocionante que nada volvería a ser igual. Habíamos roto algo, pero en su lugar, habíamos creado algo mucho más peligroso. Habíamos encendido un fuego que ni él ni yo sabríamos cómo controlar.
Era el momento de que Julián regresara a casa, y yo lo miraba como si estuviera viendo una telenovela de esas que pasan a la hora de la comida. El pobre parecía atrapado en un guion que no había elegido. ¿Cómo había llegado a esta situación? Fácil: yo y mi mirada. Siempre me dicen que mis ojos parecen rayos X, y me divierte ver cómo desarman su lógica con apenas una sonrisa o un levantamiento de ceja. Misterios de la vida… o del poder femenino.
Lo vi meterse al baño con la firme intención de aclarar sus ideas. Yo, desde la sala, imaginaba la escena. Julián hablaba solo frente al espejo empañado, convenciéndose de que todo estaba bajo control. “Eres un hombre correcto, correctísimo”, seguro se repetía. Y yo, desde aquí, riéndome por dentro, porque sabía que su reflejo lo traicionaba.
Cuando salió, parecía un héroe medieval listo para la batalla. Camisa bien abotonada, cinturón ajustado, zapatos relucientes… todo un caballero armado contra la rutina. Pero yo sabía que esa armadura no lo protegía de mí.
Me acomodé con mi taza de café, como si no tuviera nada mejor que hacer que desordenarle la vida emocional. —¿Estás seguro de que no quieres que te lleve? —preguntó con tono casual, sabiendo perfectamente que esa cuestión me ponía nerviosa. Pero claro, nada dice “soy inocente”, como aparecer en casa en el auto del cuñado que le quita el sueño.
—No, gracias —respondí con una sonrisa tensa, más parecida a un calambre que a un gesto amable. Yo me encogí de hombros, pero mi mirada le dijo lo que no dije en voz alta: “Tú sabrás, genio”.
Lo vi salir del apartamento como un espía en misión secreta. Revisó el pasillo, miró hacia ambos lados, como si las paredes pudieran chismear. Me reí en silencio. ¡Qué gracioso era verlo, actuar como si todo el mundo estuviera a punto de descubrirlo!