LENGUAS SIN CONTROL

1154 Words
**ELARA** El beso no fue un beso. Fue una violación. Sus labios se estamparon contra los míos con una fuerza que me hizo retroceder, pero su otro brazo rodeó mi cintura, aprisionándome contra él. No hubo suavidad, ni exploración. Fue una invasión, una batalla campal donde nuestras lenguas luchaban por el dominio, donde sus dientes se clavaron en mi labio inferior no para lastimar, sino para marcar, para reclamar. El sabor metálico de mi propia sangre se mezcló con el sabor de su boca, y la herida fue una bendición, un bautismo de fuego. Mis manos no eran pasivas. Se enredaron en su pelo con ferocidad, tirando de las raíces, obligándolo a inclinar la cabeza para profundizar el ataque. Quería que me doliera. Quería que el dolor borrara la frustración, que la violencia me llenara el vacío que él mismo había creado. Su cuerpo era un acero ardiente contra el mío, y cada músculo que sentía a través de la ropa era una promesa de la tormenta que estaba por venir. Con un movimiento brusco, me levanté del suelo como si no pesara nada. Mis piernas se enroscaron instintivamente en su cintura, y me arrojó de espaldas sobre el sofá de cuero. El golpe me robó el aliento, pero no me dio tiempo a recuperarlo. Cayó sobre mí su peso, un ancla glorioso que me clavaba en los cojines. Su boca abandonó la mía para bajar por mi cuello, y no besó. Devoró. Sus labios y sus dientes eran una tormenta de succiones y mordiscos que dejaban un rastro de fuego, marcas que serían mapas de esta batalla al día siguiente. Sus manos eran desesperadas, torpes y urgentes. Arrancaron el cierre de mi vestido, y la tela cedió con un sonido de desgarro que me excitó más que cualquier caricia. El aire frío sobre mi piel fue un shock, pero fue reemplazado al instante por el calor de su boca, que se cerró sobre mi pezón erecto a través del encaje del sostén. Un grito ahogado se escapó de mi garganta. Su mano libre se deslizó bajo mi falda, subiéndose por el interior de mi muslo con una lentitud tortuosa que me volvía loca. —Julián… —susurré, su nombre, un ruego y una maldición. Él no respondió. En cambio, sus dedos encontraron el borde de mi ropa interior, y se deslizaron dentro, sin preámbulos. Sentí su dedo, áspero y seguro, recorrer mi humedad, y mi cadera se elevó para encontrarlo, un movimiento instintivo de pura necesidad. Me introdujo un dedo, y luego otro, y comenzó un ritmo lento y profundo que me deshacía por dentro. Su pulgar encontró mi clítoris y comenzó a frotarlo con una presión que me hizo ver estrellas. Mi mente se puso en blanco. Ya no pensaba en mi familia, ni en la frustración. Solo existía su mano entre mis piernas, su boca en mis pechos, el peso de su cuerpo sobre el mío. El mundo se redujo a ese punto de presión, a esa ola de placer que crecía y crecía, amenazando con ahogarme. Me estaba follando con los dedos, lentamente, con una precisión cruel, y yo estaba a punto de explotar. Y en ese momento, supongo con una certeza absoluta que esto no era solo sexo. Esta era una guerra. Y estábamos decididos a quemarlo todo hasta los cimientos. El orgasmo me golpeó como una ola de fuego, una convulsión violenta que sacudió mi cuerpo desde el núcleo. Un grito ronco y desgarrador se escapó de mi garganta, un sonido de rendición total. Mi espalda se arqueó en un arco imposible, mis piernas temblaron sin control, y por un instante cegador, el universo se contrajo hasta convertirse en el punto de éxtasis donde sus dedos me poseían. Pero él no me permitió caer en la quietud. Antes de que la última ola de placer me abandonara, sentí cómo se retiraba, dejándome vacía y temblando. El aire me golpeó la piel húmeda y sensible, y un gemido de protesta se escapó de mis labios. Abrí los ojos, vidriosos y perdidos, y lo vi arrodillarse frente al sofá. Sus ojos ardían con una intensidad feroz, una mezcla de triunfo y un hambre que no estaba satisfecho. Con un movimiento brusco y dominante, agarró mis tobillos y me tiró hacia él, hasta que mis caderas quedaron al borde del sofá, completamente expuestas. La posición era vulnerable, salvaje, y me envió otra oleada de deseo que me dejó sin aliento. Se inclinó, y no fue hacia mi boca. Su cabeza desapareció entre mis muslos, y sentí el aliento caliente contra mi centro, todavía palpitante del orgasmo que acababa de darme. Luego, su lengua. No fue tierna. Fue una reclamación. Un trazo ancho y plano desde mi entrada hasta mi clítoris, que me hizo estremecerme de pies a cabeza. Me lamió con una ferocidad glotona, como un hombre sediento en un oasis, devorando mi sabor, mi humedad, mi esencia. Mis manos se enredaron en el pelo del sofá, mis uñas arañando el cuero, buscando un anclaje en el torbellino de sensaciones que me asolaba. Cada movimiento de su lengua era un ataque, una provocación deliberada que empujaba mi cuerpo más allá de sus límites. Cuando su boca se centró en mi clítoris, succionando con un ritmo insistente y brutal, sentí que el mundo se rompía en pedazos. Otro orgasmo, más violento que el anterior, me sacudió como un terremoto. Esta vez, no pude gritar. Solo pude jadear, un sonido ronco y desesperado, mientras las lágrimas de placer se me escapaban por las comisuras de los ojos. Él no se detuvo. Siguió lamiéndome suavemente, prolongando mi éxtasis, hasta que mi cuerpo se relajó, rendido y tembloroso. Solo entonces se levantó, su pecho subiendo y bajando, su mirada fija en mí. Se desabrochó el cinturón con un chasquido metálico que resonó en el silencio. Bajó la cremallera de sus pantalones, y su m*****o, duro y grueso, se liberó. Mi cuerpo, agotado y satisfecho, reaccionó con una última chispa de anhelo. Se colocó entre mis piernas, y con las manos, me las abrió, aún más, una posesión absoluta. No entró en mí de golpe. Apoyó la cabeza de su erección en mi entrada, húmeda e hinchada, y se frotó lentamente, una tortura deliberada que me hizo arquearme de nuevo. Me miraba a los ojos, desafiándome, y en su mirada vi la pregunta. *¿De veras quieres esto?* Elevé la pelvis ligeramente, un movimiento calculado que ofrecía más que mostraba, una silenciosa petición, una súplica que emanaba del cuerpo en lugar de las palabras. Era una invitación tácita, un ofrecimiento de intimidad sin necesidad de expresarlo verbalmente. En esos momentos de vulnerabilidad, cuando el deseo se manifiesta con tanta claridad, a veces, la conciencia moral irrumpe de repente, como un recordatorio inesperado de las convenciones y las posibles consecuencias. Esa moralidad, a veces latente, se alza como un muro repentino en medio de la pasión.
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