POSEIDOS POR LO DESTRUCTIVO

1161 Words
**ELARA** Han pasado ya dos semanas desde que llegué al apartamento de Julián. La verdad, no pensé que me sentiría tan bien aquí. Es un espacio pequeño, pero tiene algo que me hace sentir en paz. Quizá sea el silencio, o tal vez sea él. Julián siempre ha tenido esa energía tranquila, como si nada pudiera alterarlo. Y eso, en medio del caos que era mi vida antes de venir, es un alivio enorme. Cuando llegué, estaba hecha un desastre. No solo físicamente, con ese tobillo torcido que me obligó a pedirle ayuda, sino también mentalmente. Mi casa era un torbellino constante: las discusiones con mi madre, los comentarios pasivo-agresivos de mi padre y esa sensación de que nunca hago nada bien. Aquí, en cambio, todo es diferente. No hay gritos, no hay miradas de desaprobación. Solo está Julián, con su insaciable apetito s****l. Al principio me sentía un poco culpable por quedarme tanto tiempo. Después de todo, Julián es el hermano de mi esposo. Bueno, exesposo, si queremos ponernos técnicos. Pero él no parece molesto con mi presencia. Al contrario, creo que hasta le gusta tener compañía. Cocinamos juntos algunas noches, vemos películas que ninguno de los dos termina porque siempre nos quedamos dormidos a mitad. Y aunque no hablamos mucho sobre temas profundos, siento que hay una conexión ahí, algo que no puedo explicar del todo. Mi madre llama todos los días. Sin falta. Al principio contestaba porque sentía que era lo correcto, pero ahora dejo que las llamadas vayan al buzón de voz. Sus mensajes son siempre los mismos: “¿Cuándo vas a regresar?”, “No puedes seguir escapando de tus responsabilidades”, “Eres una inmadura”. Ya ni siquiera me afectan como antes. Creo que estoy aprendiendo a dejar de cargar con sus expectativas. Lo curioso es que ella cree que sigo dependiendo económicamente de ellos. Pero no es así. Hace meses que conseguí un trabajo remoto que me permite mantenerme por mi cuenta. No es un sueldo enorme, pero es suficiente para pagar mis cosas y sentirme independiente. No sé por qué nunca se lo conté; tal vez porque sabía que no lo entenderían. Para ellos siempre seré la niña caprichosa que no sabe lo que quiere. Sin embargo, aquí, en este lugar pequeño y acogedor, siento que estoy empezando a descubrir quién soy realmente. No sé cuánto tiempo más me quedaré con Julián. No quiero abusar de su hospitalidad ni complicar las cosas más de lo necesario. Por ahora, estoy disfrutando este momento, está pausa en medio del caos. Y sí, sé que mi situación no es perfecta. Sé que la gente podría juzgarme por estar aquí. Pero por primera vez en mucho tiempo, no me importa lo que piensen los demás. Estoy aprendiendo a vivir para mí, a escuchar lo que quiero y necesito. Y eso, creo yo, es lo más cercano a la libertad que he sentido en años. El vino se deslizaba por mi garganta como si fuera un actriz de telenovela, entrando dramáticamente a una escena. Tibio, reconfortante, como un abrazo de esos que te da la abuela cuando quiere que comas más tamales. Afuera, la ciudad seguía con su ruido, sus bocinas y su gente gritando por cualquier cosa, pero aquí dentro todo era diferente: paz, tranquilidad y una sensación de que, si el mundo explotaba, yo estaría cómodamente sentada en el sofá con mi copa de vino en la mano. Me levanté del sofá con una elegancia que solamente el vino puede darte (o al menos eso pensé yo). Caminé descalza por el apartamento, sintiéndome como una diva en su palacio. Cada rincón ya me resultaba familiar, aunque quince días atrás había entrado aquí con más miedo que un gato en una tienda de perros. Este lugar se había convertido en mi refugio secreto, mi escondite. Y lo mejor de todo: nadie en mi familia tenía la menor idea. Eso me hacía sonreír como villana de película barata. Las palabras de mi madre seguían rondando mi cabeza como un mosquito en una noche de verano: “inmadura”, “descarada”, “irresponsable”. ¡Ay, mamá! Siempre tan creativa con sus insultos. Pero yo sabía la verdad. Sabía que lo que había hecho era todo menos inmaduro. Bueno, tal vez un poquito descarado, pero ¿qué sería la vida sin un poco de descaro? Ellos nunca sospecharían lo que estaba tramando. Que me llamen lo que quieran; yo ya no necesito ni sus opiniones ni sus sermones de domingo. Me acerqué a la ventana, observando las luces de la ciudad. Pensé en Julián. ¡Ah, Julián! Ese hombre era como el chocolate: irresistible, pero peligroso si te atrevías a comer demasiado. Lo prohibido que era todo esto me daba un toque extra de adrenalina, como cuando comes tacos al pastor sabiendo que probablemente te van a caer mal después. ¿Y lo peor? Julián era el novio de mi hermana. Sí, ya sé, no soy precisamente un modelo a seguir, pero ¿qué quieren? La vida es corta y las reglas están hechas para romperse (o al menos para doblarse un poquito). Sonreí frente a la ventana, esa sonrisa traviesa que me sale cuando sé que estoy haciendo algo que no debería. Que hablen, que critiquen, que se desgasten intentando entenderme. Yo ya había elegido mi camino: uno lleno de vino, secretos y un poco de caos. Porque si algo he aprendido en esta vida es que las historias aburridas no valen la pena contar. Y yo pienso escribir una historia que deje a todos con la boca abierta… o al menos con ganas de más vino. El sonido de sus pasos en el pasillo no fue un simple eco; fue el latido de mi propio corazón anticipándose a la carnicería. Cada sonido era una cuenta regresiva. No fingía calma; era la calma antes de la tormenta, la serenidad de una depredadora que sabe que la presa está a punto de entrar en su guarida. La copa de vino tinto en mi mano no era un accesorio; era el símbolo de mi sangre, cálida y lista, mientras esperaba. Y entonces estuvo allí. Julián. No apareció en el marco de la puerta; lo ocupó. Su silueta cortó la luz, y el aire se espesó, cargado de electricidad y de un deseo tan denso que casi podía saborearlo. No hubo palabras. No las necesitábamos. El silencio era nuestro idioma, y en él se decía todo: el deseo, la lujuria, la necesidad desesperada de destruirnos para poder sentirnos vivos. Se cruzó la habitación en dos zancadas, no con prisa, sino con la deliberación de un verdugo. Dejé la copa en la mesa con un chasquido seco, el único sonido antes de la explosión. Me levanté, y sus manos se clavaron en mi brazo, no con violencia, sino con una posesión que me hizo gemir antes de que sus labios siquiera me tocaran.
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