**JULIAN**
Extendió hacia mí un guante de cuero n***o. Me quedé mirando esa mano ofrecida. Yo, el hombre que jamás permitía que nadie me tocara sin mis términos, estaba frente a una elección que la ciudad entera parecía contener la respiración para presenciar.
Nueva York se detuvo a observar el choque de nuestros mundos. Yo, Julián Thorne, sentí que el mío estaba a punto de inclinarse hacia el caos, y la sensación era, para mi eterna vergüenza, electrizante.
Elara me miraba con una expresión que era una mezcla de burla y promesa. Su mano enguantada se mantenía extendida, un guantelete n***o y brillante que invitaba al desorden. Sabía que si rechazaba la invitación, ella se reiría y me humillaría con una facilidad que no podía permitirme. Pero si aceptaba, estaba cediendo mi control, mi dignidad y, posiblemente, mi vida.
Solté un suspiro helado que solo sirvió para tensar aún más la mandíbula.
—Esto es inaceptable, Vega. No es profesional.
—Profesional es garantizar que mi activo —dijo, haciendo un movimiento con la cabeza que me incluía a mí y al imperio detrás de mí— esté seguro. Y ahora mismo, mi activo necesita ser transportado. ¿Vas a subir, o prefieres ser noticia en todos los tabloides mañana?
El chantaje era bajo, pero efectivo. La idea de mi rostro rígido, esperando un taxi mientras la mujer en látex se burlaba, era insoportable. Con un movimiento forzado que se sintió como romper un juramento sagrado, di el paso hacia la moto.
El olor del cuero, la gasolina y el perfume especiado de Elara me golpearon como una bofetada. Subirse a esa máquina agresiva era un acto de fe. Ella ni se inmutó. Cuando mis rodillas rozaron sus muslos envueltos en látex, un escalofrío de alarma, deseo y terror me recorrió la columna vertebral.
—Sujétate fuerte, Thorne —dijo ella, con una advertencia en la voz que no era amabilidad, sino una promesa de velocidad.
Y entonces, todo el cálculo se esfumó. Elara condujo como una demencia elegante, como si la ley y la física fueran sugerencias educadas. Aceleró con un rugido violento, filtrándose entre el tráfico estancado de Manhattan como una sombra negra y brillante. La cabeza me daba vueltas, y el traje de Savile Row, mi armadura, se sentía ridículamente endeble.
Me agarré a su cintura como si mi vida dependiera de ello. En realidad, sí dependía de ello. El contacto era íntimo, devastador. Mis manos se cerraron sobre su abdomen bajo el corsé de látex, sintiendo la firmeza de sus músculos tensos. El material era frío al tacto, pero el cuerpo debajo estaba ardiendo, irradiando un calor que se filtraba hasta mis palmas. ¿En qué diablos estaba pensando al montarme en la moto? Era la pregunta que gritaba en mi mente mientras apoyaba mi mejilla, sin querer, en la curva de su hombro.
Era humillante, era peligroso y era la dosis más pura de vida que había experimentado en una década.
La carrera infernal duró diez minutos eternos. De repente, Elara redujo la velocidad con un gruñido metálico que sacó chispas imaginarias del asfalto. Se detuvo con precisión quirúrgica.
Levanté la cabeza, tratando de recuperar mi aliento y mi compostura, esperando un callejón oscuro o un edificio underground que encajara con su estética de hacker. En su lugar, el faro de la motocicleta iluminó la entrada de The Astra, uno de los complejos residenciales más exclusivos y blindados de Upper East Side, un lugar donde los precios de los apartamentos comenzaban en ocho cifras. Senti un leve mareo de no estar acostumbrado a este tipo de transporte.
—¿Tu alojamiento, Vega? —pregunté con incredulidad, señalando el portero que venía a recibirnos.
Elara se quitó los guantes lentamente, dejando un rastro de látex crujiente en el aire. Sus ojos azules se fijaron en los míos, cargados de un secreto que acababa de explotar en mi cara.
—Tú dijiste que el trabajo exigía proximidad 24/7, Julián —respondió ella, saltando de la moto. El sonido del látex al deslizarse me hizo apretar los puños—. Y el trabajo me requiere aquí.
Miré de la máquina de lujo que tenía debajo a la mujer que me había sometido al viaje. No era de menos. En ese instante, una pieza perdida de mi mente, que ya estaba perdido en ese cuerpo bien proporcionado que ella poseia. subimos hasta su piso y al entrar a su apartmento la madera fría y áspera de la pared se clavó en mi espalda mientras el cuerpo de Elara se prensaba contra el mío con una fuerza que robaba el aliento. No había nada de delicadeza en sus labios; eran una invasión, una reclamación salvaje y hambrienta. Su lengua, audaz y dominante, se deslizó entre los míos en una danza de poder y deseo que me dejó sin defensas, disolviendo el nudo de nervios en mi garganta y reemplazándolo por una oleada de calor que me recorrió como una descarga eléctrica.
Una de sus manos se enredó con ferocidad en mi pelo, tirando de las raíces justo en el límite del dolor y el placer, inclinando mi cabeza para profundizar el beso. La otra mano bajó por mi pecho, con los dedos extendidos como si quisiera sentir el latido desbocado de mi corazón a través de la tela, hasta posarse en mi cintura. Sus dedos se hundieron en mi carne, no con suavidad, sino con la certeza de quien marca lo que le pertenece. Cada centímetro de mi piel ardía bajo su contacto, un fuego que se alimentaba de la peligrosidad de la situación, del secreto que compartíamos y de la cruda realidad de quiénes éramos.
La adrenalina me golpeaba como un látigo, mezclada con la humillación más corrosiva. Había besado a esta mujer, con un salvajismo que se confundía con una excitación que no quería admitir. Estaba furioso: furioso por haber cedido el control, furioso por sentir lo que siento, furioso porque la mujer que desestabilizaba mi vida con un traje de látex era, en realidad, parte de la misma élite que yo había aprendido a dominar con precisión quirúrgica.
—¡Tú eres una… mentirosa! Dime que me deseas —escupí, mi voz baja, cargada de veneno y deseo, intentando mantener el control mientras ella exploraba con sus besos mi cuerpo. Me acerqué a ella obligándola a retroceder hasta una mesa de mármol.
Elara sonrio ladinamente. El látex crujió como un desafío. Su sonrisa ya no era juguetona; se había endurecido.
—¿Mentirosa, Thorne? Tu cuerpo es muy sincero. Me contrataste para que te diera un poco de emoción, ¿no? —repliqué, repitiendo sus frases anteriores, pero con furia contenida. La acusación estaba clara: una niña rica jugando a ser hacker peligrosa y una mujer sensual.
—Y ya te la di. ¿O es que el traje de látex te molesta, quieres que me lo quite? —ladeó la cabeza, sus ojos brillando con burla—. No sabías si querías montarte en la moto… o montarme a mí, Julián.
Sus palabras, desnudas y brutalmente honestas, impactaron con una fuerza sorprendente. No hubo suavidad ni dulzura en sus besos; en cambio, una verdad directa y sin barnices que resonó profundamente en mi interior. No había anticipado tanta franqueza, y su fuerza fue como un golpe físico. La pura honestidad de su evaluación perforó las capas de autoengaño que había cultivado con tanta diligencia.
Cada palabra, afilada y precisa, se sintió como una hoja minúscula, apuntada con destreza y encontrando su objetivo vulnerable. Podía sentir cómo el edificio cuidadosamente erigido de mi autoimagen, la fachada construida minuciosamente que había pasado años construyendo, ladrillo por ladrillo frágil, comenzaba a fracturarse y desintegrarse bajo el intenso escrutinio de su mirada inquebrantable. El peso de su evaluación era simplemente demasiado para que mis defensas cuidadosamente elaboradas lo soportaran.
Pero no fue solo el impacto de sus palabras lo que erosionó mi resolución. Su toque, aparentemente inocente pero innegablemente persistente, jugó un papel crucial en mi desmoronamiento. Era una caricia juguetona pero insistente, que recordaba a los delicados mordiscos y a las caricias seductoras del afecto de un felino, cada toque disolviendo aún más los últimos vestigios de mi resistencia.
Cada beso, cada caricia prolongada, se sintió como un asalto meticulosamente planeado y ejecutado contra mis emociones cuidadosamente guardadas, derritiendo sistemáticamente las barreras heladas que había erigido deliberadamente alrededor de mi corazón para protegerme de la vulnerabilidad.
El espacio emocional entre nosotros pareció estrecharse, el aire se volvió pesado con deseos tácitos, una tensión palpable que crepitaba y chispeaba como electricidad estática, cargada con una energía que amenazaba con encenderse en cualquier momento.