Jacob salió del estacionamiento de La Maison Saphir conduciendo su deportivo, dejando atrás a la pelirroja. El rostro demacrado de Layla se tatuó en su memoria y por ello, una punzada de remordimiento le iba incomodando. El asunto lo llevaba bastante distraído. Consideró que la situación de la chica era visiblemente penosa, aunque el sujeto que decía ser su tío se pintara como un familiar abnegado. No le creyó una sola palabra.
«¿En qué lío estará metida? ¿Cómo rayos llegó ahí?» Se preguntó detenidamente.
Repentinamente, Jacob frenó en medio de la autopista. Se dio cuenta de que conducía sin un rumbo fijo, tal y como el día de su boda. Los conductores lo empezaron a sobrepasar tocando las bocinas y lanzando insultos al mismo tiempo. Rápidamente buscó orillarse y aparcar. Miró hacia todos lados con paranoia previendo que nadie lo estuviera siguiendo. Los hombres de Isaac ya le habían hecho pasar algunos malos ratos.
Una vez que estuvo seguro de que nadie lo seguía y no sucedía nada fuera de lo normal, apagó el motor y dejó caer su cabeza del respaldo del asiento mientras soltaba un suspiro y miraba hacia el exterior a través del parabrisas. Oscurecía y unas gotas de agua provenientes de alguna nube pasajera empezaban a caer sobre el vidrio.
«Tienes suficientes problemas, no puedes ni con tu propia basura. No eres policía, ni investigador criminal, tampoco un religioso que hace caridades. No tienes porqué meterte en donde no te llaman.» Sentenció cruelmente.
—Eres todo lo opuesto... —susurró decepcionado.
Recordó sus imprudencias durante los últimos meses: hostigamiento, intento de asesinato e incluso, una amenaza contra un niño inocente, aunque fuera pura palabrería suya y no pensara hacerle daño realmente. Se asqueó de sí mismo.
«Eso estuvo mal, terriblemente mal. ¿Quién soy? ¿En quién me he convertindo?» Cuestionó todavía más decepcionado de sí mismo.
Se inclinó hacia adelante, puso su frente sobre el volante y también lo apretó con ambas manos. Respiró hondo, contuvo la respiración por unos segundos. No hubo un solo sonido viendo de él, únicamente se oían las gotas cayendo sobre el auto y los neumáticos de otros vehículos pasando por el lado. De repente estalló. Gritó y empezó a golpear salvajemente el volante como si éste tuviera la culpa de cualquiera de sus acciones.
Una vez que su ira contenida mermó, volvió a sostener el volante con ambas manos, lo apretó con mucha fuerza mientras regresaba la mirada al frente, sudoroso, la mandíbula tensa, una respiración irregular y su cabello normalmente bien peinado estaba hecho un completo desastre. Sentía las manos palpitando por los golpes desmedidos. Sus pensamientos se fueron aclarando lentamente, pero todos sus problemas los sentía estancados en el pecho, en la garganta, en su conciencia, intoxicándolo, sofocándolo, ni siquiera los gritos eran capaces de sacarlos.
Volvió a encender el auto, como si no acabara de soltar aquel ataque desprendido de la cordura. Cuando estuvo a punto de poner el vehículo en marcha, recordó que no sabía a donde ir. Quería estar lejos de esa casa que refrescaba buena parte de sus pesadillas, también de su trabajo; sin embargo, tuvo en cuenta que tenía una agenda abarrotada de pacientes como para volver a exiliarse por semanas apartado del mundo.
Soltó una risita áspera y carente de gracias, burlándose de sí mismo.
—Al menos mis pocas neuronas estables mantienen la responsabilidad —murmuró con ironía.
Se quedó quieto de nuevo. La palabra “estabilidad” paseaba en su memoria como un fantasma. La conciencia le siseó que una vez la tuvo durante todos los años en los que cumplió al pie de la letra con sus tratamientos y sesiones de psicoterapia sin interrupciones.
Desempolvó las memorias de su terapeuta poco ortodoxa, con la que nació una relación más personal que cruzaba la línea ética de un especialista en salud mental, pero ella lo ayudó a mantenerse en el camino de la sensatez por más de una década. Había perdido contacto con aquella mujer desde que decidió abruptamente suspender sus terapias, como si cortar con ese vínculo fuera a desvanecer su padecer y su pasado mismo.
Jacob puso el auto en marcha, pero a algunos metros su orgullo lo hizo detenerse de nuevo. Estaba seguro de que lo reprendería y le haría escuchar infinidad de verdades que no quería escuchar y le haría ver realidades que ignoraba. Tenía la certeza de que ella no tendría la desfachatez de gritarle al oído lo que no quisiera oír y le abriría los ojos con sus propios dedos si se negaba a ver. Así era ella con él.
—Es eso, o seguir nadando en tu propia mierda… —murmuró después de tragar grueso.
Finalmente se decidió a seguir, pasando por encima del orgullo enviado por su mismo monstruo.
…
Jacob cruzó la ciudad y se alejó de ella, se adentró en zonas menos pobladas en donde los edificios y el ruidoso tráfico eran sustituidos por vastos y silenciosos campos de hortalizas abrazados por un clima más agradable y fresco. Después de viajar por casi dos horas y avanzar por una calle menos transitada, llegó a la propiedad que buscaba. Ingresó por un ancho portón abierto hecho de tablones verticales, condujo despacio a través de un camino de tierra flanqueado por plantas silvestres floreadas. La temperatura descendía, pues, se había hecho de noche y la niebla empezaba a difuminar la vista, a pesar de las farolas encendidas a los costados del camino.
Todo lucía igual a la última vez que Jacob visitó a aquella mujer en su pequeña hacienda, en ese entonces le dijo que se iría a vivir allá definitivamente, ya no soportaba la escandalosa ciudad. Ver todo igual era indicativo de que ella continuaba ahí y eso le reconfortó.
Cuando Jacob descendió del auto se podía escuchar la melodía de la naturaleza nocturna, le pareció bastante agradable y tranquilizante en cierto modo. De pronto, unos ladridos amortiguados se mezclaron con la estridulación de los insectos. Observó receloso a los alrededores, eso sí era nuevo para él. Hasta donde recordaba, ella no tenía mascotas.
La casa era pintoresca, estilo chalet con vigas de madera a la vista y techo inclinado, como la mayoría de la arquitectura en ese pueblo. Tenía un porche rodeado de barandales de aproximadamente un metro de alto decorados con macetas de barro, algunas otras improvisadas, y helechos colgando. Muy descacio, Jacob cruzó el pórtico y la madera del piso crujió cuando se paró frente a la puerta, se distrajo con el sonido bajo sus pies, luego, recorrió con la vista el desolado alrededor. De nuevo. No era más que una manera de alargar el anuncio de su visita. Dudó en llamar a la puerta. Su orgullo volvió a aparecer ordenándole que no lo hiciera y que estaba a tiempo de marcharse sin ser visto.
«Es de noche y ella acostumbra a dormir temprano. Vendré otro día.» Se dijo dando un paso hacia atrás.
La puerta se abrió de pronto hasta la mitad.
Jacob se detuvo. Trató de recomponerse rápidamente, adoptando su semblante apático habitual al ser descubierto. Se asomó un rostro conocido, una mujer de unos cuarenta y tantos años, regordeta, de aspecto amable y cabello corto. Una de las empleadas. Jacob supuso que el crujido del piso servía de timbre si alguien se hallaba en la sala.
—¿Jacob? ¿Eres tú? —preguntó con extrañeza. Su voz era particularmente aguda y desencajaba con su complexión.
—Iris… cuánto tiempo —forzó una sonrisa que no se vio nada natural—. Pasaba por aquí y… pues, quise saludar a Alicia.
Iris terminó de abrir la puerta, pero luego le lanzó una mirada cargada de sospecha. No necesitaba ser psicóloga para saber que mentía, la hacienda estaba bastante apartada de la vialidad principal como para tratarse de solo un “pasaba por aquí”, pero se reservó cualquier opinión. No acostumbraba a meterse abiertamente en donde no la invitaban.
—Adelante, está enfriando allá afuera… —le hizo un ademán con la mano para que ingresara—. Toma asiento.
Jacob ingresó despacio, escuchó sus propios pasos pesados resonando en el piso de madera, ruidosos en esa casa tan silenciosa.
—Iré a ver si Alicia todavía está despierta.
—Te lo agradecería...
Iris se perdió de vista. Jacob prefirió quedarse de pie, observaba con curiosidad el interior de la casa con decoración campestre, desde el piso hasta el techo como si fuera la primera vez que entraba ahí. Se desplazó lentantamente por la sala, mientras toqueteaba algunos objetos decorativos como niño inquieto. Estaba nervioso, advertía su palpitar retumbando en sus oídos. Esa mujer conocía hasta sus más oscuros pensamientos y gestos desde que llegó a ese país. Quiso reprimir esa inquietud deteniéndose en medio de la sala cruzado de brazos para no tocar nada más.
—¿Por qué carajos tarda tanto? —murmuró sin parar de mirar alrededor.
En un rincón había una mesita cubierta con un mantel tejido, encima estaba abarrotado de fotografías familiares, recordó que, en ocasiones le gustaba verlas, admiraba la familia que tuvo Alicia. En vista de que todavía no aparecía se dirigió allá. Se inclinó manteniendo los brazos cruzados, la primera fotografía que observó fue la de ella con su difunto esposo. Sonrió al rememorar a aquel sujeto amable. Luego, sus ojos se pasearon por la del lado y las de más atrás, hasta que se posaron en una familiar. Se quedaron estáticos. Tomó la fotografía velozmente y se la acercó exageradamente como si padeciera de una miopía avanzada. Arrugó el entrecejo y sus ojos se volvieron vidriosos. Soltó esa imagen y sostuvo otra más en donde aparecieran las mismas personas más de cerca. Estaba perplejo.
Jacob desvió su atención inesperadamente hacia detrás de él al escuchar unos extraños pasos ligeros, pero demasiado apresurados dirigirse a él. Para su sorpresa, un enorme y amenazante perro n***o dejó salir unos ladridos feroces cuando estaba a pocos metros de distancia de él. La reacción de Jacob fue tirar la fotografía a un lado y encaramarse en la mesita repleta de más fotos, aunque no representara nada para el animal. Causó un completo caos entre los marcos de madera crujiendo al pisarlos y algunos vidrios de los portarretratos estallando al impactar contra el piso.
El perro montó sus patas en el borde de la mesa y acorraló a Jacob contra la pared, sus ladridos eran temibles al igual que su formidable cuerpo, su baba espesa y blanca se deslizaba por las comisuras de la boca. Jacob estaba impactado y aterrado por tan enorme criatura, no recordaba haber visto en su vida a un perro tan grande y robusto. Lo imaginó arrancándole un trozo de carne con tan solo una mordida. Intentaba trepar de espaldas por la pared lisa contra la que estaba cercado.
—¡Minnie, basta! —ordenó una voz pausada y y ligeramente temblorosa.
El animal calló, bajó sus patas y retrocedió con calma, moviéndole la cola a su ama.
—Alterarte no es bueno para ti, nena —le dijo dulcemente al can. La acarició.
Minnie se sentó a su lado, obediente, cariñosa.
Cuando Alicia Urdaneta hizo su aparición, Jacob estaba inmóvil y pálido, con sus brazos abiertos de lado a lado y las manos en forma de garra como si se fueran a incrustar en la pared. Alicia se veía casi igual, salvo por su cabello totalmente blanco y el bastón que usaba para apoyarse, pero seguía siendo la misma anciana menuda, ligeramente encorvada y parecía usar las mismas gafas con montura de metal con mucho aumento de hacía tres años atrás. Sin embargo, la imagen que Jacob tenía frente a él le pareció demasiado disparatada: una anciana frágil acariciando y hablándole a un poderoso animal que sobrepasaba su cintura, como si fuera un bebé chihuahua. Lo más impactante era que le obedecía.
—¿Q-qué es eso? —articuló Jacob.
Alicia adoptó un gesto más serio y lo observó severamente, todavía pegado a la pared como una telaraña en el rincón.
—Es niña, Minnie. No es un “eso”.
La mesita sobre la que estaba Jacob rechinó y de repente, se fue abajo con él encima, incapaz de soportar más su peso. Cayó estrepitosamente sobre los portarretratos estropeados y vidrios rotos.
…
Un rato más tarde, Iris cerraba un botiquín de primero auxilios para retirarse. Jacob se había hecho algunos cortes superficiales cuando cayó sobre los cristales rotos y se apoyó del codo y el antebrazo. Después de haberle limpiado con alcohol, le cubrió las heridas con apósitos, en total tenía 7 distribuidos por el antebrazo y el codo. Él no estaba tan a gusto con el trabajo de Iris, pero no se atrevió a objetar ni sonar quisquilloso después del desastre que hizo, mucho menos por haberse aparecido después de más de 3 años sin hacer tan siquiera una llamada.
Cuando Iris se retiró, reinó el silencio. Alicia estaba instalada en el extremo del sofá de tres plazas en la sala, con la gran cabeza de Minnie reposando sobre su regazo y el cuerpo ocupando en el resto del sofá. Su pelaje n***o era reluciente, se trataba de una hermosa ejemplar de Mastín italiano. Jacob se halla frente a ellas en un sillón individual con una mesa baja de por medio. Se enrollaba más la manga derecha, aunque no lo necesitara, era su manera de disimular su incomodidad y de evitar los ojos analíticos de Alicia puestos en él, podía sentirlos, escrutándolo sin disimulo. Muchas veces llegó a creer que tenía la capacidad de leer realmente los pensamientos, era demasiado acertada y perceptiva. No podía mentirle.
Finalmente, Jacob respiró hondo, consideró que era tiempo de dejar de evadir lo inevitable. Apoyó el pie sobre su rodilla derecha y se aclaró la garganta para luego hacer contacto visual con Alicia, con un terrible intento de mantener su expresión inescrutable.
—Disculpa lo que acaba de… —se interrumpió, pues, sintió que su talante fuerte se desmoronó como naipes al escuchar su propia voz.
—Iris o Marina se encargarán.
Jacob tamborileó los dedos sobre el reposabrazos del sofá, pensando en qué decir.
—No sabía que te gustaban los perros —agregó repentinamente, después de unos segundos de silencio.
—A estas alturas de mi vida comprobé que ellos no desaparecen sin explicación y son una buena compañía para una vieja solitaria como yo —contestó tajante.
—Ah —frunció sus labios y sacudió su cabeza con una afirmación.
Percibía cierto enfado por haberla ignorado durante todo ese tiempo después de que fueron bastante cercanos. Habló como un ser dolido, no como terapeuta. Después de todo, ella tenía más de 15 años sin ejercer su profesión. Él fue su último paciente.
—¿Alguien vendrá a tumbar la puerta de mi casa con disparos en las próximas horas? —preguntó más neutral.
A Jacob no le sorprendió su pregunta, él todavía llevaba el arma encima y no tenía puesto el saco que la escondía. Sus ojos se enrojecieron de una manera que no podía controlar ante la pregunta. Negó con la cabeza.
—No. Eso creo… —dijo bajo.
—¿Desde cuándo no tomas las píldoras?
—¿Cómo sabes que ya no…? —esa interrogate sí lo tomó por sorpresa.
—Luces terrible… y no me refiero a lo que sucedió hace un rato.
Jacob tragó grueso y miró al piso.
—Pensé que… creí que me había curado —aquello sonó tan ingenuo y frágil.
La mirada de Alicia se suavizó, se hizo más indulgente.
—Tampoco quiero volver a tomarlas porque no me permitirán estar tan atento a mi entorno —continuó—. No puedo bajar la guardia.
—¿Qué hiciste Jacob? —su pregunta arrastró melancolía y genuina preocupación— ¿Qué hiciste contigo? —musitó.
…
Mientras que Jacob avanzaba un paso sobre su orgullo y trataba de volver al lugar en donde una vez fue auxiliado y remendado, Layla se hallaba en su habitación a oscuras. Sus sábanas la cubrían de pies a cabeza y sus manos tapaban sus oídos con fuerza. En los pasillos de la mansión Urriaba había mucho movimiento, se oían los pasos pesados de los guardaespaldas de Michael moviéndose de un lado a otro y a él pegando gritos. Estaba histérico.
Layla no se había salvado de que fuera reprendida por lo ocurrido en el club. Tenía un moretón en el mentón, pero agradeció que no le impusieran un encierro. Consideró que esa vez no fue tan grave, teniendo en cuenta que en otras ocasiones había sido peor por cosas mucho más insignificantes. Fue inusual.
—¡¿6 meses?! ¡6 meses! ¿De dónde mierda saco ese dinero en 6 meses? —Los gritos de Michael se escucharon en cada rincón.