6. Mucama curiosa -2

2203 Words
Michael hizo aquella pregunta en un timbre que involucraba advertencia, pero también inquietud. Jacob se percató del cambio súbito en la compostura recelosa de Layla cuando escuchó la voz. Su palidez se acentuó, agachó la cabeza y sus manos se aferraron más a los productos de limpieza que llevaaba. No hacía falta expresarlo con palabras para saber que le tenía un profundo pavor a aquel sujeto. Jacob se dio vuelta con solemnidad hacia el hombre que habló con autoridad, sin sobresalto ni apremio, solo con una afilada indiferencia. Jacob sobrepasaba la altura de Michael por unos cuantos y notorios centímetros, así que su mirada se dirigía ligeramente hacia abajo y con preponderancia. Del mismo modo desvió la vista a los centinelas que lo acompañaban, robustos y armados. «Por supuesto, no es de extrañarse. Así cualquier pendejo es valiente.» Dedujo. De igual manera, no se intimidó. —¿Es usted el gerente o el dueño del circo? —preguntó desdeñoso. Los hombres de Michael adoptaron una posición defensiva. Jacob tampoco se inmutó, aunque tuviera todas las de perder. —¿Qué hacemos? —susurró uno de ellos. El rostro bronceado y triangular de Michael se había tornado rojo ante la carencia de respeto del sujeto; sin embargo, su expresión cambió cuando se percató del tattoo que llevaba Jacob en su pecho. Resopló una leve sonrisa. —No pasa nada... —contestó en un timbre de serenidad forzada. Jacob leyó fácilmente el motivo de su cambio, lo hizo como si lo conociera. Evidentemente reconoció su marca. Desconocía cómo, de dónde o por qué, pero tampoco dejó ver que pudiera incomodarle que lo hiciera. «Estúpido lamebotas.» Consideró que era el típico sujeto que buscaba sacar beneficios de lo que fuera. Antes de dirigirse a Jacob, Michael observó a Layla rápidamente, comprobó que continuaba tan retraída como le gustaba verla. No parecía que hubiera tenido oportunidad de hablar con el hombre. Se sintió complacido de su sumisión y ensanchó su sonrisa aparentemente amistosa. —Buenas tardes, señor, soy el dueño de La Maison Saphir, Michael Urriaga —extendió su mano en dirección a Jacob—. Un gusto, y bienvenido. Por un momento, Jacob observó su mano y luego regresó la mirada a su rostro de facciones toscas. No la estrechó. —Pagué por la discreción y completa privacidad que ofrecieron —dijo con notorio descontento, al mismo tiempo que empezaba a abotonarse la camisa. Ignorando su mano extendida—. ¿Y qué pasó? Cinco minutos después, me percato de que su mucama sordomuda espiaba desde el baño. Layla alzó su rostro y sus ojos destellando enojo se clavaron en él. —No es cierto… —objetó sin pensar, pese a que, de un modo u otro, podría ser cierto. Michael levantó su mano de forma amenazante con una señal de advertencia para que callara. —¡Ah! Es que si habla… interesante… —dijo asomando una sonrisa que resultaba desconcertante para Layla y que rasgaba en la perversidad. Había algo que para Michael era prioridad, y era la comodidad de los clientes que ingresaban a esa ala. Tenía en cuenta lo conveniente que era tener de su lado a personas adineradas y poderosas. Para estar ahí debían haber pasado por el análisis silencioso de algunos empleados para agregarlo a su lista de “cliente VIP”, basándose en su consumo sin objeción de los costos, propinas jugosas, auto de marca de lujo, accesorios y prendas caras. Jacob reunía el perfil a la perfección, a lo que se le agregaba el tatuaje que lo colocaba en un estatus mucho más alto. —Lamento su incomodidad, señor… —C. Nada más. —Señor C… probablemente hubo una equivocación cuando repartieron las llaves de las suites, le pido disculpas. Esto no volverá a suceder. Y le puedo asegurar que ninguna de mis chicas sacará información de este lugar… somos totalmente herméticos. Layla se sorprendió al escuchar a su tío hablar, nunca lo había oído tan cordial o pedir disculpas. —¿Qué hay de la pelirroja fisgona? —preguntó observando a Layla indiferente. —No volverá a verla por estos lares. Me encargaré de ella. Layla sintió un escalofrío que la estremeció, teniendo la completa certeza de que tendría un castigo. Por otro lado, la irritación hacia Jacob crecía en su interior. —Como compensación le ofrezco un servicio completo, con todo lo que quiera consumir… —continuó Michael— incluyendo a cuantas chicas quiera escoger y… todos los estímulos exclusivos que le provoque —sonrió triunfante, nadie despreciaba esos ofrecimientos— es un servicio que no le ofrecemos a todos los clientes. Jacob siguió inexpresivo. A Michael le desconcertó que el hombre no mostrara algún gesto victorioso como cualquier otra persona. Hubo una pausa incómoda. —De acuerdo, tal parece que sabe usted muy bien cómo tener a los clientes contentos. Acepto ese servicio, pero no es necesario tanto… una noche con la pelirroja curiosa bastará —dijo con determinación. «Una noche con la pelirroja curiosa.» Layla se quedó congelada con el eco de aquella frase resonando en su cabeza. Ella los ojos abiertos desmesuradamente y observó a su tío, con la esperanza de que hubiera escuchado mal. Y si fuera el caso de que hubiera escuchado bien, con esa misma mirada suplicaba que no lo hiciera. Vender su cuerpo era lo que faltaba para destruir su espíritu en su totalidad. Michael rio como si le hubiesen contado el chiste más gracioso en mucho tiempo. —Disculpe, señor C. ¿Escuché bien? —preguntó en un timbre burlón. Jacob ladeó la cabeza con el entrecejo fruncido, como si su pregunta hubiese sido una insolencia. —Escuchó perfectamente —contestó secamente—. ¿Cuánto por la pelirroja? Si vale mucho más que las demás no tengo problema en pagarlo. Lo primero que pasó por la cabeza de Michael fue reaccionar impulsivamente y hacer a un lado su faceta amable, pero recordó que acababa de interrumpir una reunión en donde le habían mostrado sus números en declive y una deuda reciente. No podía darse el lujo de desperdiciar un solo cliente, mucho menos a este que parecía venir de una familia poderosa y altamente peligrosa. Era de cuidado. Se reservó el descontento y cuánto le incomodó la idea de que Layla estuviera en manos de alguien más. —Señor, ella no reúne el perfil para pertenecer al grupo elite de las mujeres que ofrecen sus servicios en este lugar. Si le gustan las pelirrojas, le puedo traer a la mejor de todas. Buen cuerpo, rostro hermoso y perfecto, ojos azules… —Pagaré únicamente por la mucama pelirroja —interrumpió tajante. —¡No es agraciada! ¿No lo ve? —estalló impacientándose al mismo tiempo que sacudía la mano apuntando a Layla. Layla se sobresaltó con su grito repentino. Esa tarde, más que nunca se sintió como un objeto insignificante. —¡Son mis malditos gustos y yo decido en dónde poner mi v***a! —también elevó su voz, irritado, y lo apuntó con el dedo— Y eso no debería ser su jodido problema. Los hombres de Michael volvieron a adoptar un gesto amenazante, pero él les hizo un ademán para que retrocedieran, aunque se sintiera bastante indignado. Layla sintió el estómago revuelto, repulsión. Se mordió los labios, impotente, experimentaba unas ganas sofocantes de reñir por su dignidad, pero no podía. Antes debatía con Fabricio que dudaba de la bondad del médico que él tanto admiraba, ahora estaba completamente segura de que no la tenía. Confirmaba que era vil y soberbio, nada acorde con su perfil de médico respetado, allá en el mundo exterior. —Verá, señor C… —inició después de tomar algo de paciencia con una bocanada de aire— soy un hombre de negocios y, le habría sacado mucho provecho a este jugoso ofrecimiento si se tratara de otra persona, pero ella es mi querida sobrina, mi único familiar y la he criado como mi hija desde que era solo una niña —habló con una bondad teatral, lo cual también sonó repugnante para Layla—. No está a la venta. Ella está aquí para aprender del negocio desde todos los ángulos, después de todo, algún día ella será la dueña de todo esto —alzó sus brazos hacia los lados. Jacob pareció relajarse, pero también decepcionarse ante la confesión del hombre. —Ah… es eso —chascó su lengua y retrocedió hacia los sillones de cuero— es una gran pena. Es usted un sujeto familiar. ¿Quién lo diría? No parece de ese tipo —dijo tan teatral como Michael. Jacob se colgó la funda con el arma y luego el saco que la escondía. Dejaba claro que no iba a continuar con el servicio adquirido e interrumpido si no se le cumplía el capricho. Michael no quería perder ese cliente. —Podría conseguirle a alguien con características similares —propuso. —No, gracias… Jacob sacó una tarjeta y una pluma de un bolsillo interior del saco e hizo una anotación. Caminó con arrogancia, escaneado con descaro y esa expresión tan inescrutable a la desgastada chica por última vez. Layla lo seguía con unos ojos vidriosos, cargados de rabia. Jacob sostuvo la tarjeta entre sus dedos delante de Michael. —Sé que es su queridísima sobrina —su voz arrastraba sarcasmo en ella—, pero aquí tiene mi número por si algún día cambia de opinión… y no se trata de un chiste ridículo. Suelo tener gustos particulares. La avaricia de Michael rebasó su posesividad y cogió la tarjeta como si se tratara de una que estuviera recubierta de oro puro. —¿Cuándo vendrá nuevamente? Porque... ¿Volverá, no es así? —Mi decepción no creo que me permita volver a esta ala, a menos que me ofrezca lo que pido. Con pasos seguros, Jacob rodeó a Michael, pero el par de hombres de Michael bloqueaba la entrada como estatuas, uno de ellos era tan fornido que daba la impresión de que sus músculos harían estallar el traje que usaba. Inmediatamente, Layla se imaginó que ese escenario no pintaba nada bien y no quería ser testigo de otra desgracia, aun cuando el doctor Cooper no fuera de su agrado. —¿Le importaría quitar a su pila de… músculos de en medio? —agregó Jacob sin una pisca de intimidación. —Oh, mil disculpas. Mis hombres son muy serviciales —movió la tarjeta en el aire—. Me gustaría que nos volviera a visitar. Prometo que será el cliente mejor atendido. Jacob enarcó una ceja, sospechando que tenía algún vacío de dinero, pero no contestó, en cambio, mostró cierta irritación en sus ojos por la demora en los hombres abrirle paso. Michael hizo un ademán con su cabeza y ellos se apartaron. No estaba entre sus planes cometer alguna estupidez con ese sujeto, ya tenía suficientes problemas. Jacob no era alguien que hubiera visto antes, pero tenía un talante imperativo bastante inquietante, todavía más marcado que el de muchas autoridades oscuras con las que hacía negocios. Y esa marca de los ojos de un águila bastante elaborado, con alas abiertas y una corona sobre su cabeza, en el centro de su pecho, confirmaba que no era un adinerado cualquiera. Michael recordó un viaje de negocios que hizo unos años atrás, en el que asistió al Belmont Stake en Nueva York. Estaba rodeado de personas de la élite y amantes de las carreras de caballo. A Michael le llamó la atención que uno de los espacios VIP estaba acordonado por muchos hombres, todos ellos tenían aquel símbolo del águila tatuado en diferentes partes visibles del cuerpo. —¿Quiénes son? —preguntó a un conocido. —Son los Thomas. Son los que mandan aquí en Nueva York —señaló disimulamente entre algunos de los custodios—. ¿Ves al hombre que tiene el águila con la corona en el dorso? Es Leopold Thomas. Esa corona encabeza la jerarquía. Sin meditarlo, Michael se levantó dispuesto a acercarse. Tener ese tipo de trato con una persona de ese nivel sería una fortuna. —¿Estás loco? ¿Qué haces? —preguntó su compañero, alarmado. Michael lo ignoro y se encaminó hacia allá. El hombre remilgado fumaba un habano y estaba atento a sus caballos en la carrera. A su derecha estaba un niño y al lado de él una mujer joven. Sus hombre cerraron el espacio por donde podía pasar. —El señor Thomas no quiere ser molestado. ... Jacob salió de la suite, cerró la puerta tras él y empezó a alejarse, consciente de que estuvo frente a un hombre peligroso, pero hambriento de dinero. Con la completa certeza de que estuvo a punto de meterse en problemas y con gran desventaja, por una chica algo insolente que ni siquiera era de su agrado. Cuando estuvo algunos pasos lejos de la puerta escuchó un golpe seco seguido de un llanto ahogado, se detuvo. Observó hacia atrás por encima del hombro a la puerta cerrada, dudoso. Con una punzada de remordimiento. «No es tu asunto.» Se reprendió volviendo el rostro al frente. «Ni siquiera puedes contigo mismo.» Escuchó la puerta abrirse de golpe y continuó su camino. «Lo intentaste.»
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