Durante esos meses que Layla llevaba cautiva por su propio tío, la cordura de Jacob vivía bajo la amenaza de ese monstruo al que le habían abierto la celda. Aquel que se liberó luego de hacerle creer que se había esfumado.
Después de todo lo que sucedió el día de su boda, Jacob decidió exiliarse por algunos días en una apartada cabaña rentada en un pequeño pueblo agrícola de clima frío, muy lejos de la capital. Esperaba aclarar su mente, domar en la soledad eso que se acababa de desatar con fuerza. Su orgullo pedía hacerlo a su manera, aún sabiendo que lo más sensato era recurrir con urgencia a todo lo que abandonó cuando se enamoró de Serena. A sus psicoterapias y al psiquiatra con sus píldoras.
Un par de semanas más tarde volvió a la capital. Su casa lucía como nueva y parecía que nunca hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, pero sabía que las paredes guardaban los secretos dantescos que también habitaban en su perfecta memoria. Tan pronto puso un pie en lo que una vez fue su lugar seguro, comprendió que no sería tan fácil cambiar los hechos con una buena limpieza y su ausencia durante un puñado de días.
Regresó a su consultorio médico y atendió pacientes, queriendo retomar una normalidad a pesar de que no se sentía cómodo en su propia casa ni en ningún lugar. Necesitaba una rutina. Su paranoia por ser encontrado aumentó a un nivel exponencial, ella también había despertado después de más de una década en reposo. Deducía que, si Isaac dio con él, otros más podían hacerlo, o probablemente, compartió esa información; pero de lo que sí estaba completamente seguro era que a los oídos de su padre todavía no había llegado información sobre su paradero.
Por seguridad, empezó a tomar por costumbre salir acompañado de un arma oculta, tal y como hacían estuvo bajos las alas de su padre, e incluso, atendía pacientes con ese acompañante letal bajo su impecable bata blanca. Sus conclusiones eran acertadas. Los hombres de Isaac lo buscaban.
Por unos días intentó hacer a un lado lo que tuvo con Serena, pero su ambiente laboral le recordaba a quien una vez fue su paciente y en donde todo empezó. Su tormento interno se aprovechaba de esa debilidad y le susurraba que debía ir por ella. Le decía que no podía perder de esa forma tan estúpida. No había una voz profesional que le diera un destello de sabiduría en medio de la fragilidad cuando la oscuridad lo abrazaba. Obedeció.
Se acercó con las mejores intenciones de dar una explicación. Sus demonios intervinieron, hablaron y actuaron por él. La lastimó, también al hombre con el que ella se casó. Cada acción, cada palabra de Jacob marcaba un abismo entre los dos e imposible de cruzar. Era una historia de amor que jamás volvería a ser gracias a esos secretos sobre los que se edificó, pero ese mal que consumía al Jacob sensato y determinado se reusaba a entenderlo. Estaba a la deriva, desbordado e inestable con sus conductas erróneas y sin límites guiándolo. Estaba causando mucho daño.
…
Aquella tarde, fue una de las tantas ocasiones en las que Jacob visitó La Maison Saphir durante los últimos meses, pero esa vez había sido diferente, no estaba ahí solo por un trago como acostumbraba. Llegó desde temprano con la intención de perderse en el alcohol, después de que Serena decidió ponerle fin a esa serie de acciones que habían ido demasiado lejos. Era tiempo de parar.
«—No te haré daño, Serena.
—Las últimas veces que nos hemos visto, has dicho exactamente lo mismo y mírame...
Jacob pasó su mirada a las muletas que la ayudaban a mantener su estabilidad.
—Tu caída fue un accidente y te pido que me perdones —demandó con melancolía.
—Sé que no quisiste hacerlo, pero minutos antes, si me hubieses tenido a tu alcance no sé qué hubieras hecho. Te desconozco... estás enfermo, Jacob, debes aceptarlo y buscar ayuda —sonó suplicante, pero comprensiva a la vez.»
Jacob recordaba con aflicción aquella última conversación. Recordaba todo como un bucle que se reproducía una y otra vez. Empinó su bebita y vació todo el contenido de un solo sorbo. Arrugó la cara cuando sintió cómo el líquido le hizo arder la garganta y luego pasó como lava por su esófago. Inmediatamente le pidió a barista que volviera llenar su vaso.
«—Si vuelves conmigo, a ellos no les pasará nada... —en medio de su desespero, dijo en tono amenazante.
Serena suspiró y negó con la cabeza. Había decepción en su expresión.
—Eso que tu sientes por mí ya no es amor, no sé lo que sea, pero amor no lo es... vine con la intención de que reaccionaras de la manera más sensata y pacífica; por aquello que fuiste para mí, por lo que una vez hubo entre nosotros, pero veo que prefieres hundirte tú mismo —hizo una pausa—. No quería que resultaran así las cosas, pero con todo mi pesar, a partir de ahora habrá acciones legales en tu contra si no paras, Jacob…»
A pesar de las advertencias legales que Serena le dio a Jacob, esa mañana en la que se reunieron él seguía rehusándose a aceptar que se había acabado, hasta que ella se vio en la necesidad de usar una carta que no quería poner en juego y que él nunca vio venir.
«—¿Prefieres buscar ayuda y dejarnos en paz, o prefieres que te entregue a tu padre?»
Ella lo sabía todo. Lo que él le contó a medias, pero también mucho más allá. Lo investigó por su cuenta, a él lo tomó por sorpresa. Esa era la advertencia de una despedida sin tregua. Después de varios meses de acciones terriblemente equivocadas era tiempo de aceptar que la había perdido.
Con un trago de consuelo más en su mano, recordaba que durante ese encuentro ya no existía un solo destello de aquello que una vez hubo entre los dos, pero sí reinaba la decepción y preocupación. Después de eso llegaba a la conclusión de que una relación que involucrara sentimientos no se debía repetir, no había nacido para eso.
«¿Qué pensabas? No puedes volver a aspirar a ser una persona normal, común.» Se reprendió crudamente.
Luego de un rato más meditando con su bebida, una mujer se acercó a él para ofrecer los servicios exclusivos de los que disponía la discreta ala de La Maison Saphir, los de sus chicas y los de ella misma si él lo prefería. Era la tercera vez que intentaba persuadirlo. La primera vez no le sorprendió en lo absoluto que hubiera un anexo clandestino, había acompañado a su padre a una decena de lugares como esos desde los 16 años, con el propósito de cerrar algún trato turbio. Lo llevaba a todos lados para que “aprendiera”. En aquel entonces se sentía más como su secretaria.
—… y usted califica para ser parte de nuestros clientes VIP… —anunció la mujer. Una vez más. Parecía recitar algún libreto.
Jacob no mostró signos de entusiasmo, ni deseo, solo apatía con los ofrecimientos entusiastas de la mujer. No era el tipo de hombres que regularmente pagara por esos servicios; sin embargo, accedió. Pensó que, quizás, algunas horas de sexo con una desconocida le ayudaría a distraerse por un rato. Lo necesitaba. Tomó su último trago, dejó una jugosa propina como las veces anteriores, se puso de pie y siguió a la voluptuosa rubia de sonrisa ensayada a través del reluciente pasillo zafiro que conectaba ambas alas. Él mantenía su compostura imponente, pero sus pasos empezaban a ser menos firmes debido a los efectos del alcohol, aunque su lucidez estuviera intacta.
Cinco chicas hermosas con escasa y sensual ropa desfilaron frente a él, esperando que seleccionara alguna. La música proveniente del escenario con la danza erótica le pareció ruidosa, molesta, así que, con la misma indiferencia apuntó con el dedo al azar indicando su elección.
Cuando entraron a la suite, su estética llamó la atención de Jacob, aunque no lo reflejara en sus expresiones. No porque fuera algo que no hubiera visto antes, sino por el hecho de que tanta elegancia perteneciera a un club de ese tipo. Parecía los aposentos de algún adinerado excéntrico. El piso era de mármol y en él se reflejaba la iluminación de un candelabro de cristal colgando en el techo; la cama imperial con dosel de terciopelo azul reposaba sobre una alfombra persa; a su izquierda estaba a la disposición un bar bien equipado, a su derecha, una chimenea decorativa también elaborada en mármol con ornamentos en relieves, y frente a ella, un par de sillones de cuero camel y una mesa baja en medio de los dos, pero entre la chimenea y los sillones estaba lo que desencajaba totalmente con todo el estilo impecable: una barra de pole dance, que rememoraba al tipo de sitio en el que se encontraba.
Jacob optó por escoger uno de los sillones de cuero. Se quitó el sacó y lo tiró sobre el otro sillón. Se descolgó la funda de hombro con el arma que le acompañaba y la colocó sobre la mesa baja, quedaba lo suficientemente cerca en caso de necesitarla.
—Sírveme un trago —ordenó.
La mujer le sonrió y se contoneó cuando iba por su trago.
—¿Qué te sirvo?
—Lo que sea… fuerte, muy fuerte.
Jacob se tiró sobre el sillón y al poco tiempo ella estaba frente a él con su bebida. En seguida, ella se sostuvo de la barra de baile adoptando una pose erótica, exhibiendo su pequeño vestido de mucama francesa. El arma que reposaba sobre la mesa no le impresionó en lo absoluto, había tenido clientes que portaban peores cosas.
—¿Qué se te apetece? —ronroneó y dejó salir una risita atontada— ¿Cómo te llamas y cómo deseas llamarme hoy?
Giró alrededor del tubo metálico con la misma sensualidad, pero su cabeza bamboleaba como si costara mantenerla fija.
«Hmmm, por lo visto escogí a la que estaba más pasada de porro.» Se lamentó observándola con dureza mientras bebía de su vaso.
—Hay reglas —advirtió ignorando su pregunta—: uno, nada de besos. Dos, nunca toques mi rostro. Tres, jamás hagas preguntas personales, ni siquiera mi nombre, yo no quiero llamarte de ninguna manera, no me interesa —dejó el vaso a la mesita—. Solo pronuncia lo estrictamente necesario y cuando te lo pida.
Ella se mordió el labio inferior y sonrió haciendo que resaltaran sus dietes blancos entre el tono rojo intenso del pintalabios.
—De acuerdo… —volvió a hablar bajo con el mismo timbre seductor.
Dio unos pasos adelante y se detuvo entre sus piernas. Jacob no se inmutó mientras sus ojos recorrían su piel de porcelana con curvas perfectas en ese diminuto traje.
—De rodillas —demandó firme.
Ella lo hizo. Con travesura, se inclinó hacia adelante y empezó a soltar los botones de la camisa de Jacob, mientras observaba con lascivia su rostro frío. Él distinguió más de cerca las pupilas dilatadas en sus iris grises, lo cual confirmaba que estaba bajo los efectos de algún estupefaciente; sin embargo, admitió que su belleza era indudablemente embriagadora, su cabello ébano lucía perfecto haciendo resplandecer su piel pálida, sus facciones eran finas y delicadas, parecía una peligrosa vampiresa con rostro de ángel. Él pensó que, en definitiva, se esmeraban en escoger a las mujeres que ofrecían.
La mujer abrió la camisa de Jacob y dejó expuesta la parte frontal de su torso, exponiendo el sello familiar que llevaba impreso en la piel del centro de su pecho desde los 12 años, por imposición, y que tenía pensado hacer borrar con sesiones de láser. Sin titubeos y con la misma travesura, ella descendió con sus uñas de esmalte rojo por el torso desnudo de Jacob hasta llegar a su entrepierna, en donde apretó y masajeó. No demoró en sentir su dureza bajo el pantalón. Con premura le soltó el cinturón y luego el botón, bajó la cremallera y sacó su m*****o endurecido como si se tratara de un regalo que hubiera esperado por años. Sonrió una vez más, maravillada ante la voluminosa revelación de aquel hombre rígido y de mirada severa a pesar de la evidente erección.
Fue entonces cuando un ruido intervino en el ambiente mayormente silencioso de la suite: Una puerta cerrándose bruscamente, seguido de un sonido más aparatoso y un murmuro femenino. Jacob reaccionó instintivamente y apartó a la mujer de él.
—¿Quién está ahí? —preguntó mientras se ponía de pie y guardaba su virilidad.
La mujer lo observó apenada desde el suelo, sabiendo que los hombres que ahí entraban exigían privacidad y discreción sobre todas las cosas. Jacob puso una mirada feroz en ella y se sintió más diminuta frente a su gran estatura, sin saber qué decirle.
Como resultado de su paranoia, de un zarpazo, Jacob cogió la funda junto con el arma de la mesita.
—¿Quién carajos anda ahí? —volvió a preguntar más gutural.
La puerta del tocador se abrió despacio.
—Lo siento, solo soy la chica de la limpieza —anunció bajo.
Con la misma lentitud con la que se abrió la puerta, una menuda pelirroja salió de espaldas y arrastrando los pies, en silencio, cargando torpemente con el equipo de limpieza mientras hacía malabares para cerrar la puerta después de salir. Jacob devolvió el arma de mala gana a donde estaba.
—No veré nada, saldré de prisa, lo prometo —apenas se escuchó la voz de Layla, temblorosa y con un atisbo de inocencia.
—Maldita cucaracha —murmuró la mujer que apenas se incorporaba. Jacob la ignoró por completo.
Layla se encorvó, tratando de esconder su rostro tanto como pudiera. Se dio media vuelta para salir con apremio, viendo la puerta de la suite como si se tratara de un portal hacia la salvación, estaba segura de que, si su tío se enteraba de que se había topado con algún cliente estaría en problemas. Jacob no dijo nada, pero sus ojos siguieron a la figura pelirroja fijamente, ladeando la cabeza con cierta curiosidad.
—¡Alto! —demandó cuando cruzaba la habitación frente a él.
Layla hizo caso omiso a la advertencia y continuó. Apresuró el paso.
Jacob dio algunas grandes zancadas para adelantarse a ella y se interpuso súbitamente.
—Dije: ¡Alto! —repitió más severo.
Velozmente, la otra mujer intervino e hizo a un lado a Layla como si se tratase de un objeto atravesado.
—Señor, permita que se vaya. Ella es alguien insignificante, solo es la cucaracha que limpia las habitaciones —dijo con nerviosismo—. Esto nos podría traer problemas… enormes problemas.
Más que apenada, parecía estar asustada por el incidente.
Los ojos de Jacob permanecían en la misma dirección en la que estaba Layla, aunque la otra mujer estuviera entre los dos, como si le hubieran asignado un blanco y pudiera ver a su objetivo a través de ella.
—¿En problemas? —preguntó desinteresado y ella asintió insistentemente—. Entonces, deberías ir por tu jefe, me temo que faltaron a la privacidad que tanto profesaron… y hay un cliente muy muuuy descontento —su timbre arrastraba perversidad y su ojos posándose en sobre se sentían mucho peor.
Layla mantenía su cabeza gacha. Suspiró entrecortado, sentía preocupación por el desenlace. La mujer la miró con desdén por encima del hombro y le hizo un ademán a Layla con la cabeza para que fuera por alguien.
—La pelirroja se queda —advirtió Jacob tajante.
—Pero, ella no… —quiso objetar, pero esa mirada de Jacob se hizo más amenazante y perturbadora.
La mujer recordó que él llevaba un arma con él y además tenía unas copas encima, fue como si los efectos de lo que había consumido se hubieran esfumado de repente. Pensó que, si era uno de esos clientes violentos y con tornillos zafados, lo mejor sería salir de su campo visual, sin importar que saliera perjudicada la sobrina del jefe. De igual modo, Layla se lo había buscado. Ella rodeo a Jacob con cautela, abrió la puerta a unos pasos por detrás de él y salió disparada de la suite.
Layla hizo un intento de seguirla, quiso rodear a Jacob por su derecha. Él se interpuso velozmente. Lo intentó por el lado contrario. Igualmente fue un intento fracasado.
—No, no vas a ningún lado.
Layla dejó de insistir. Se sintió como un roedor arrinconado. Por un segundo apretó los ojos, tratando de regular su estremecimiento.
Jacob entrelazó las manos por detrás de su cuerpo y comenzó a caminar despacio cerca de Layla, escrutándola descaradamente mientras carganba con los productos de limpieza. Ella podía escuchar sus pasos rondándola, también olfatear su olor a alcohol mezclado con una colonia amaderada. Layla fue irguiéndose despacio mientras lo seguía con el rabillo del ojo, parecía un profesor cuando se desplazaba entre alumnos en medio de un examen. Estaba segura de que ya la había reconocido. A ella le inquietó, pero no se trataba de miedo de él, era inquietud por no saber qué pretendía. Su tío ya había acaparado todo su temor como para sentirse intimidada por él.
Jacob se detuvo frente a ella después de detallar lo suficiente su notoria delgadez en ese atuendo demasiado ancho y poco favorable. Daba la impresión de que, la forma en que llevaba el cabello recogido, en un tenso moño redondo, acentuaba esa escualidez. Layla alzó su rostro con determinación, pasó rápidamente su vista por lo curioso que había en su pecho y luego lo vio a los ojos. Conservando el semblante inescrutable él apreció sus ojeras bastante margadas con sus ojos apagados detrás de ellas. Aunque intentara verse fuerte, se evidenciaba que recientemente había llorado. Su piel lucía opaca al punto de verse enfermiza. Sus labios resecos y resquebrajados.
Jacob no la había visto tan de cerca anteriormente, ni se había molestado en detallarla, recordaba lo desatacado: pelirroja, con pecas y baja estatura. Sin embargo, estaba completamente seguro de que no lucía así antes.
Él había tenido la oportunidad de estar en algunas ocasiones en el quirófano con Fabricio Risso y lo recordaba como un joven residente bastante aplicado y con ganas de aprender. El chico lo seguía con admiración cada vez que podía, llenándolo con decenas de preguntas, mientras hacía anotaciones. Cuando volvió de sus dos semanas de exilio, leyó y escuchó con pesar sobre el accidente en el que perdió la vida, pero también alcanzó a oír entre los chismes de pasillo que su novia 'la pelirroja' había abandonado los estudios porque no se supo sobreponer de la pérdida. Pero extrañamente, ahí, esa tarde y frente a él, se encontraba lo que quedaba de ella.
—¿Qué es lo que pretende? —preguntó Layla sin poder contenerse más, tan firme como pudo.
—Vaya, me he topado con la estudiante impertinente —contestó en ese tono que ella percibía demasiado arrogante para su gusto—. ¿No se supone deberías estar en una sala de emergencias atendiendo pacientes ahora? —indagó sin aparente interés, ignorante de su situación.
Layla tragó grueso, extrañando sus metas truncadas.
—Vaya, si es el distinguido e intachable doctor quisquilloso —repuso con la misma entonación—. ¿No se supone que usted debería estar saliendo ahora de su consultorio para encontrarse con su esposa? —interrogó también ignorante de lo que sucedía en la vida de Jacob.
El rostro de Jacob ya no se vio imperturbable, se notó cómo tensó la mandíbula y ligeramente frunció en ceño. Se aclaró la garganta y se inclinó levemente hacia ella.
—¿Qué carajos haces en este lugar?
Layla lo observó con recelo y se echó levemente hacia atrás tratando de guardar su cabeza entre sus hombros, como si su instinto la preparara para recibir algún ataque. Pero cuando estuvo a punto de separar sus labios, la puerta de la suite se abrió estrepitosamente.
Michael ingresó rápidamente, como si su vida dependiera de ello, seguido de sus dos gorilas.
—¿Qué está sucediendo aquí? —interrogó Michael inmediatamente.