—Debemos irnos —dijo June, su voz quebrada por el dolor mientras el incendio finalmente se apagaba.
Las cenizas flotaban en el aire como un lamento silente. El hogar de Elizabeth, sus recuerdos, su familia… todo se había reducido a escombros.
Con el peso de la tragedia sobre sus hombros, Lizzie enterró a sus padres en una ceremonia austera. No hubo lágrimas, solo un vacío helado que se aferraba a su pecho. Poco después, llegó una carta perfumada, cuidadosamente doblada y sellada con cera roja. Provenía del conde Rafielle Usher, un hombre de mediana edad cuya fama como seductor manipulador era tan conocida como su fortuna.
La carta solicitaba una reunión para tomar el té. Lizzie no deseaba ir, pero las normas sociales eran cadenas invisibles. Aceptó, más por obligación que por interés.
Esa misma tarde, Lizzie, acompañada por June, llegó a la mansión del conde. El lujo del lugar resultaba casi obsceno, cada rincón parecía un grito de vanidad. En la sala de té, Usher los esperaba con una sonrisa perfectamente medida.
—Lamento mucho su pérdida, señorita Bass —dijo con voz suave. Pero sus ojos no mostraban compasión. Solo cálculo.
Lizzie bebió con cautela, sintiendo cómo cada palabra del conde deslizaba una capa invisible de incomodidad sobre la conversación. Entonces, sin preámbulos, él habló:
—Quisiera proponerle algo… Vamos a casarnos.
La frase cayó como una piedra. La seguridad en su voz era tan ofensiva como la propuesta misma.
—Sería lo mejor para ambos —continuó con fingida generosidad—. Usted no tiene familia, y su estatus ha quedado en la ruina. Ya ha rechazado a medio imperio, y aunque no soy tonto… haré el sacrificio de tomar su mano.
El descaro era grotesco. Lizzie lo miró con incredulidad, apenas conteniendo la náusea. Él la contemplaba como si su silencio fuese un sí inevitable.
—Puede quedarse aquí a pensarlo. Su doncella también. Ya he hecho traer sus cosas.
Sin más, se levantó y abandonó la sala, dejando tras de sí una atmósfera enrarecida, densa. Cada palabra suya flotaba aún en el aire como veneno.
Lizzie se quedó inmóvil. Intentó levantarse, pero el mundo giró. La presión en su pecho era insoportable. El rostro del conde, su arrogancia, su propuesta… todo se mezclaba con el dolor de su pérdida reciente. Y entonces, la oscuridad cayó sobre ella.
Despertó en una habitación distinta. Más pequeña. Cerrada. Paredes grises, una cama oscura, las cortinas pesadas apenas dejaban filtrar la luz.
No era la sala de té. No era su casa.
Estaba encerrada.
Se incorporó con esfuerzo. Su vestido seguía puesto, arrugado, pero no tenía su espada corta. Buscó una salida: la puerta estaba cerrada con llave. La ventana, bloqueada.
Entonces, un golpeteo suave.
—¿Quién está ahí? —preguntó Lizzie, con voz firme.
—Señorita Bass —respondió la voz de una criada —. El conde ha ordenado que permanezca aquí hasta que acepte su propuesta.
Las palabras calaron hondo. Una prisión disfrazada de cortesía. Una propuesta que no aceptaría jamás.
Y sin embargo… estaba atrapada.
¿Cómo podría escapar de este nuevo encierro cuando el mundo entero parecía haberla abandonado?