Y antes de que pueda seguir con mi sermón, me empieza a besar. Fuerte. Profundo. Como si mi rabia fuera gasolina para su fuego. Y yo… cedo otra vez. Porque mi cuerpo lo estaba esperando. Mis manos se agarran de su camisa, mis labios lo muerden sin darme cuenta. Estoy tan enojada, tan confundida, tan excitada, que ya no sé qué siento. Lo único que sé es que lo quiero. Cuando se separa apenas para respirar, me dice, con la frente pegada a la mía: —Vamos. Ellos ya entraron. No te preocupes. Yo lo miro con los labios húmedos, jadeando. —¿En serio quieres…? Él arquea una ceja. —¿Quieres que diga que no? Suelto una risa sarcástica, esa que uso cuando no quiero admitir la verdad. —Si nos cruzamos con ellos, ¿qué vas a decir? ¿Eh? ¿Cómo piensas explicarlo? Él sonríe, con una maldad deli

