Entre el Deber y el Deseo

2039 Words
Elena Guzmán estudió a Alexander con ojos que, aunque debilitados por la enfermedad, seguían siendo agudos. —Así que tú eres el hombre que se casó con mi hija sin siquiera pedirme permiso —dijo con voz suave pero firme. Alexander, quien nunca se intimidaba ante nada ni nadie, pareció momentáneamente desconcertado. —Señora Guzmán, yo... —Mamá, por favor —interrumpió Valeria—. No es el momento. —¿No es el momento? Mi hija aparece casada de la noche a la mañana con un hombre que nunca mencionó, ¿y no es el momento de hacer preguntas? Elena tosió, y Valeria inmediatamente le acercó un vaso de agua. Alexander se puso de pie, dándoles espacio pero sin salir de la habitación. —Señora Guzmán —dijo con voz respetuosa—, tiene razón. Todo fue muy rápido. Pero le juro que mi única intención es cuidar de su hija. Elena lo miró largamente. —¿La amas? El silencio que siguió fue ensordecedor. Valeria contuvo la respiración. Alexander sostuvo la mirada de la mujer mayor sin pestañear. —Estoy aprendiendo a hacerlo. No era una declaración de amor. Pero era honesto. Y de alguna manera, eso significaba más. Elena asintió lentamente. —Esa es la respuesta más honesta que he escuchado en mucho tiempo. La mayoría de los hombres habrían mentido. —Miró a su hija—. ¿Y tú, mi niña? ¿Eres feliz? Valeria sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No podía mentirle a su madre. Nunca había podido. —Estoy... aprendiendo a serlo. Elena sonrió débilmente y tomó la mano de Valeria con una suya y la de Alexander con la otra, uniéndolas. —Entonces les deseo suerte a ambos. El amor no siempre llega primero. A veces hay que construirlo. Valeria sintió las lágrimas picar sus ojos. Alexander apretó su mano suavemente. Pasaron la siguiente hora con Elena, hablando de cosas triviales, evitando mencionar las amenazas o el peligro. Por un momento, Valeria pudo fingir que todo era normal. Cuando Elena se quedó dormida, salieron de la habitación. Dos guardias de seguridad ya estaban apostados en el pasillo. —Nadie entra sin mi autorización directa —le dijo Alexander al jefe de seguridad—. Ni médicos nuevos, ni enfermeras, ni visitantes. Nadie. —Entendido, señor Voss. En el ascensor, Valeria finalmente dejó que el agotamiento la venciera. Se recargó contra la pared, cerrando los ojos. —Gracias —murmuró. —¿Por qué? —Por los guardias. Por venir. Por... lo que le dijiste a mi madre. Alexander se giró hacia ella. —No le mentí. Cada palabra fue verdad. Valeria abrió los ojos y lo encontró mirándola con una intensidad que le robó el aliento. —Alexander... —No digas nada —la interrumpió él—. No ahora. Estás cansada, asustada, y yo no quiero que digas algo que no sientas solo porque estás vulnerable. —¿Y si lo siento? El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron al estacionamiento. Alexander le tendió la mano. —Entonces dímelo cuando estés segura. El viaje de regreso fue en silencio. Pero era un silencio diferente. No incómodo. Cargado de posibilidades. Cuando llegaron a la penthouse, eran casi las nueve de la noche. Ninguno había comido nada en todo el día. —Voy a pedir comida —dijo Alexander, aflojándose la corbata. —Yo puedo cocinar algo —ofreció Valeria. Alexander arqueó una ceja. —¿Sabes cocinar? —No soy chef, pero sobreviví años cocinando para mi madre y para mí. Algo puedo hacer. —Está bien. Te ayudo. Trabajaron juntos en la cocina, un baile silencioso y sorprendentemente sincronizado. Valeria preparó pasta con salsa de tomate casera mientras Alexander cortaba verduras para una ensalada. —¿Dónde aprendiste a cocinar? —preguntó Valeria, revolviendo la salsa. —Mi abuelo insistía en que aprendiera. Decía que un hombre que no puede alimentarse a sí mismo es un hombre inútil. —Tu abuelo tiene opiniones muy fuertes sobre todo. —No tienes idea. —¿Por qué la condición del matrimonio? En el testamento, quiero decir. Alexander dejó el cuchillo y se recargó contra la encimera. —Porque cuando mi padre murió, mi abuelo vio cómo mi madre se desmoronó. Ella era joven, hermosa, estaba acostumbrada al lujo. Sin mi padre, se perdió. Mi abuelo juró que ningún Voss volvería a estar tan solo. Familia era todo para él. —Pero nos obligó a casarnos con una mentira. —No lo ve así. Para él, el matrimonio es un contrato primero, y el amor viene después. Si es que viene. Valeria sirvió la pasta en dos platos. —¿Y tú? ¿Qué crees tú? Alexander tomó los platos y los llevó a la mesa del comedor. —Antes de ti, creía lo mismo que él. El amor era una debilidad. Una distracción. —¿Y ahora? Alexander la miró a los ojos. —Ahora ya no estoy tan seguro. Comieron en un silencio confortable. La comida estaba simple pero deliciosa, y por primera vez en días, Valeria sintió algo parecido a la paz. Después de la cena, Alexander se levantó. —Tengo que hacer unas llamadas. Sobre la amenaza. —¿Puedo quedarme? Quiero saber qué está pasando. Alexander vaciló, luego asintió. —Ven. Lo siguió a su oficina privada, una habitación que nunca había visto antes. Era masculina, elegante, con paredes de libros y una vista espectacular de la ciudad. Alexander hizo tres llamadas, cada una más tensa que la anterior. Valeria escuchó en silencio. Cuando terminó, se sirvió un whisky. —¿Quieres? —le ofreció. —Por favor. Le sirvió uno y se sentaron juntos en el sofá de cuero frente a la ventana. —¿Y bien? —preguntó Valeria. —El investigador privado que contraté encontró algo. Las amenazas vienen de una cuenta offshore vinculada a una empresa fantasma. Todavía están rastreando, pero... —¿Pero? —Pero todo apunta a Marcus. Solo que necesitamos pruebas. —¿Qué hace tu tío en Voss Enterprises? —Es vicepresidente de operaciones. Mi abuelo le dio el puesto hace años, antes de que yo estuviera listo para tomar control. Marcus siempre pensó que la empresa sería suya. Cuando mi abuelo me nombró heredero, nunca lo perdonó. —¿Y la cláusula del matrimonio? —Era su última esperanza. Si yo no me casaba, el control pasaría a un consejo directivo... del cual Marcus es m*****o principal. No tendría todo, pero tendría suficiente. —Entonces nuestro matrimonio arruinó sus planes. —Exacto. Y hombres como Marcus no toman bien la derrota. Valeria tomó un sorbo de whisky, sintiendo el calor bajar por su garganta. —¿Crees que fue él quien amenazó a mi madre? —No tengo dudas. Pero hasta que tenga pruebas, no puedo acusarlo abiertamente. Marcus es listo. Cubre sus huellas. —Entonces, ¿qué hacemos? Alexander se giró hacia ella, sorprendido por el "hacemos". —¿Nosotros? —Estoy en esto también, Alexander. Es mi madre la que está en peligro. Quiero ayudar. Alexander dejó su vaso y tomó la mano de Valeria. —No quiero ponerte en más peligro del que ya estás. —Ya es tarde para eso. Se miraron en silencio. La ciudad brillaba abajo, indiferente a su drama personal. —Hay algo que necesito decirte —dijo Alexander finalmente—. Sobre Victoria. Valeria sintió una punzada de algo que se negó a llamar celos. —No tienes que... —Sí tengo. Porque si vamos a hacer esto, si de verdad vamos a ser un equipo, no puede haber secretos entre nosotros. Valeria asintió, preparándose. —Victoria y yo estuvimos comprometidos hace tres años. Fue un compromiso arreglado entre nuestras familias. Empresas poderosas uniéndose. Pero una semana antes de la boda, la encontré en la cama con uno de mis socios de negocios. Valeria contuvo el aliento. —Alexander... —No la amaba. Ni siquiera me dolió personalmente. Pero el golpe a mi orgullo, a mi reputación... eso sí dolió. Cancelé la boda. La eché de mi vida. Pensé que había terminado. —Pero ella no lo aceptó. —Nunca. Cada pocos meses intenta volver. Dice que fue un error, que me ama, que podemos empezar de nuevo. Y cada vez le digo lo mismo: nunca. —¿Por qué me cuentas esto? Alexander le levantó la barbilla con un dedo, obligándola a mirarlo. —Porque cuando Victoria te vio en la gala, reconocí esa mirada. Va a intentar destruirte. Va a buscar tus debilidades, va a inventar mentiras, va a hacer todo lo posible para separarnos. —Nuestro matrimonio es temporal. ¿Qué más da? —Me da a mí —dijo Alexander con voz ronca—. Porque en algún momento de estas dos semanas, dejaste de ser un contrato y te convertiste en algo más. Y eso la vuelve peligrosa. El corazón de Valeria latía tan fuerte que estaba segura de que Alexander podía escucharlo. —¿Qué soy para ti, Alexander? Él se inclinó hacia adelante, su frente tocando la de ella. —No lo sé todavía. Pero quiero descubrirlo. —¿Y si al final del año todavía no lo sabes? —Entonces te dejaré ir, como prometí. —¿Y si no quiero irme? Alexander cerró los ojos. —No me hagas esperanzas, Valeria. No cuando apenas estoy aprendiendo lo que significan. Valeria levantó la mano y tocó su mejilla. Alexander se estremeció ante el contacto. —¿Y si yo también estoy aprendiendo? Alexander abrió los ojos. En ellos, Valeria vio deseo, miedo, esperanza, todo mezclado. —Esto no estaba en el plan —murmuró él. —Los mejores planes nunca sobreviven el contacto con la realidad. Alexander soltó una risa corta. —¿Quién te dijo eso? —Mi madre. Cuando le pregunté cómo sabía que mi padre era el indicado. Me dijo que no lo sabía. Solo decidió serlo. —Tu madre es una mujer sabia. —Lo es. Se quedaron así, frentes juntas, respiraciones mezclándose, en el borde de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar todavía. El teléfono de Alexander sonó, rompiendo el hechizo. Él maldijo y contestó. —¿Qué? —Su expresión se endureció—. ¿Estás seguro? ... No, hiciste bien en llamarme. Voy para allá. Colgó y se puso de pie. —Tengo que ir a la oficina. El sistema de seguridad detectó un intento de acceso no autorizado a mi computadora. —¿A esta hora? —Marcus trabaja hasta tarde los lunes. Esto es demasiada coincidencia. —Voy contigo. —Valeria... —No discutas. Dijiste que éramos un equipo, ¿recuerdas? Alexander la miró largamente, luego asintió. —Está bien. Pero te quedas en el coche con el chofer. No discutas —agregó cuando vio que iba a protestar—. En esto necesito que confíes en mí. Valeria quería discutir, pero vio la preocupación genuina en sus ojos. —Está bien. Pero si tardas más de treinta minutos, subo a buscarte. Alexander sonrió. —Trato hecho. Veinte minutos después estaban frente al Edificio Voss. A esa hora, estaba casi vacío, solo las luces de algunos pisos superiores encendidas. Alexander se bajó del coche. —Treinta minutos —repitió. Valeria lo vio entrar al edificio y desaparecer en los ascensores. Los minutos pasaron con una lentitud dolorosa. Valeria miraba su teléfono obsesivamente. Veinticinco minutos. Veintiocho. Treinta. Alexander no bajaba. Valeria abrió la puerta del coche. —Señora Voss, el señor dijo... —Han pasado treinta minutos. Voy a buscarlo. Entró al edificio. El guardia de seguridad la reconoció y la dejó pasar. Tomó el ascensor al piso 68. Las puertas se abrieron al área de recepción vacía. Todo estaba a oscuras excepto por las luces de emergencia. —¿Alexander? —llamó. Silencio. Caminó hacia su oficina. La puerta estaba abierta. Cuando entró, su corazón se detuvo. Alexander estaba de pie frente a su escritorio, las manos levantadas. Frente a él, con una pistola apuntándole directamente al pecho, estaba Marcus. —Qué oportuna, querida sobrina política —dijo Marcus con una sonrisa que helaba la sangre—. Justo a tiempo para la fiesta.
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