Valeria no durmió esa noche.
Cada vez que cerraba los ojos, veía las luces apagándose en la gala, sentía el agarre protector de Alexander, escuchaba sus palabras: *"¿Y si no estuviera fingiendo?"*
A las seis de la mañana se rindió, se puso ropa deportiva que encontró en el armario y bajó. Necesitaba moverse, quemar la ansiedad que le recorría las venas.
Para su sorpresa, Alexander ya estaba en la sala de ejercicios que había en el segundo nivel de la penthouse. Sin camisa, con solo unos shorts negros, levantando pesas con una concentración absoluta.
Valeria se quedó paralizada en la puerta.
Había visto a Alexander en traje, en esmoquin, incluso en ropa casual. Pero esto... esto era diferente. Cada músculo de su torso se marcaba con el esfuerzo, una fina capa de sudor haciendo que su piel bronceada brillara bajo las luces. La cicatriz en su ceja tenía una gemela: otra línea blanca que le cruzaba las costillas del lado izquierdo.
—¿Vas a quedarte ahí mirando o vas a entrar? —preguntó él sin dejar de levantar las pesas.
Valeria sintió que se le subían los colores.
—Yo... no sabía que estabas aquí.
—Esta es mi casa. Suelo estar aquí.
Alexander dejó las pesas y tomó una toalla, secándose el sudor del cuello mientras se giraba hacia ella. Sus ojos grises la recorrieron de pies a cabeza.
—No dormiste —dijo. No era una pregunta.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienes ojeras. Y porque yo tampoco dormí.
Se miraron en silencio tenso.
—¿Por la amenaza? —preguntó Valeria finalmente.
—Entre otras cosas.
Alexander se acercó, y Valeria tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no retroceder. O para no acercarse más. No estaba segura de cuál impulso era más peligroso.
—Hablé con seguridad esta mañana —dijo él—. La amenaza fue específica. Mencionaba tu nombre.
Valeria sintió un escalofrío.
—¿A mí? Pero nadie me conoce. Hace dos semanas era una don nadie.
—Eres mi esposa. Eso te convierte automáticamente en un objetivo.
—Genial. Justo lo que necesitaba.
—Valeria...
—No —lo cortó ella, la frustración finalmente explotando—. No me digas que todo va a estar bien. No me digas que me vas a proteger. Esto no estaba en el maldito contrato, Alexander. Firme para ser tu esposa falsa, no para ser un blanco.
—Lo sé.
—¿Y? ¿Eso es todo lo que vas a decir?
Alexander pasó una mano por su cabello, un gesto de frustración que Valeria estaba empezando a reconocer.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que lo siento? ¿Que si hubiera sabido que esto pasaría nunca te habría metido en esto?
—¿Es verdad?
—No lo sé —admitió él con honestidad brutal—. Porque incluso sabiendo todo esto, creo que volvería a elegirte.
El corazón de Valeria dio un vuelco.
—¿Por qué?
Alexander se acercó más, hasta que quedaron a centímetros de distancia.
—Porque eres real, Valeria. En un mundo de máscaras y mentiras, tú eres brutalmente real. Y eso es... adictivo.
Valeria tragó saliva.
—Esto es solo el contrato hablando.
—Sigue diciéndote eso.
El teléfono de Alexander sonó, rompiendo el momento. Él maldijo en voz baja y contestó.
—¿Qué? —Su expresión se endureció—. ¿Cuándo? ... Voy para allá.
Colgó y se giró hacia Valeria.
—Tengo que ir al hospital. Mi abuelo despertó.
—¿Qué? Eso es... ¿bueno?
—No lo sé todavía. Vístete. Vienes conmigo.
—Alexander, tal vez deberías ir solo...
—Eres mi esposa. Si esto fue por el testamento, necesita verte.
Veinte minutos después estaban en el coche, camino al hospital privado más exclusivo de la ciudad.
Alexander iba tenso, con la mandíbula apretada y los nudillos blancos sobre el volante.
—¿Estás bien? —preguntó Valeria suavemente.
—Mi abuelo es... complicado.
—¿Complicado cómo?
Alexander suspiró.
—Es la única persona en el mundo que realmente me importa. Me crió después de que mi padre muriera. Mi madre estaba demasiado ocupada siendo una socialité para preocuparse por un niño de ocho años. Él me enseñó todo: negocios, supervivencia, a no confiar en nadie.
—Suena encantador.
—No fue una infancia feliz. Pero me hizo fuerte.
Valeria lo miró de perfil, viendo por primera vez al niño que había sido bajo la armadura del hombre que era ahora.
—¿Y por eso el testamento? ¿Por eso la condición de casarte?
—Mi abuelo cree que un hombre sin familia es un hombre sin anclas. Peligroso. Impredecible. Quería asegurarse de que yo tuviera... algo que perder.
—Pero nuestro matrimonio es falso.
Alexander la miró por un segundo antes de volver la vista al camino.
—Él no lo sabe. Y no puede saberlo.
Llegaron al hospital. Alexander rodeó el coche y le abrió la puerta, ofreciéndole la mano.
Valeria la tomó, y él entrelazó sus dedos con los de ella.
—Pase lo que pase ahí dentro —dijo él en voz baja—, no sueltes mi mano.
—¿Por qué?
—Porque así sé que no estoy solo.
Las palabras fueron tan inesperadas, tan vulnerables, que Valeria solo pudo asentir.
Subieron al piso de cuidados intensivos. Isabelle ya estaba ahí, junto a Sofía y, por supuesto, Marcus.
—Por fin llegas —dijo Isabelle con tono cortante—. Tu abuelo está despierto y preguntando por ti.
—¿Cómo está?
—Lúcido. Furioso. Ya sabes, lo normal en él.
Alexander respiró hondo y empujó la puerta de la habitación.
El hombre en la cama era pequeño, consumido por la enfermedad, pero sus ojos... sus ojos eran idénticos a los de Alexander. Grises como el acero, afilados como cuchillas.
—Así que por fin decidiste venir —dijo con voz rasposa pero firme.
—Abuelo.
—No me vengas con sentimentalismos. ¿Quién es ella?
Alexander atrajo a Valeria hacia adelante.
—Mi esposa. Valeria.
Los ojos grises del anciano la escanearon de arriba abajo.
—Acércate, muchacha.
Valeria se acercó a la cama, obligándose a no mostrarse intimidada.
—Es un placer conocerlo, señor Voss.
—¿Placer? Lo dudo. ¿Cuánto te pagó mi nieto para que te casaras con él?
Valeria sintió que se le helaba la sangre.
—Abuelo —advirtió Alexander.
—Cállate. Le estoy hablando a ella. —Los ojos grises volvieron a Valeria—. Bueno, ¿cuánto?
Valeria levantó la barbilla, negándose a dejarse amedrentar.
—Nada. Me casé con él porque lo amo.
El anciano la estudió en silencio que pareció eterno. Luego, para sorpresa de todos, sonrió.
—Mientes bien. Eso es bueno. Vas a necesitarlo en esta familia.
—No estoy mintiendo.
—Claro que sí. Puedo ver el miedo en tus ojos. Pero también veo otra cosa. Fuego. Espina dorsal. —Se giró hacia Alexander—. Me gusta más que la otra. La Sandoval era hermosa pero vacía. Esta tiene sustancia.
—Gracias... creo —murmuró Valeria.
—No fue un cumplido. Fue una observación. —El anciano tosió, su cuerpo frágil sacudiéndose—. Ahora todos fuera. Quiero hablar con mi nieto a solas.
—Pero...
—¡Fuera!
Valeria salió junto con los demás. En el pasillo, Isabelle la miró con algo que podría haber sido respeto.
—Sobreviviste a tu primer encuentro con Richard Voss. Impresionante.
—No fue tan malo.
—Eso es porque le caíste bien. Créeme, cuando no le caes bien, lo sabes.
Sofía se acercó y enlazó su brazo con el de Valeria.
—Ven, te invito un café. Los hombres van a estar hablando horas.
En la cafetería del hospital, Sofía pidió dos capuchinos y se sentaron en una mesa junto a la ventana.
—Entonces —dijo Sofía con una sonrisa traviesa—, ¿cómo es realmente estar casada con mi hermano?
—Complicado.
—Esa es la respuesta diplomática. Quiero la verdad.
Valeria suspiró.
—¿Quieres la verdad? Es frustrante, confuso, y no tengo idea de qué estoy haciendo la mitad del tiempo.
—Suena a matrimonio normal.
—Pero el nuestro no es normal.
Sofía tomó un sorbo de su café.
—¿Puedo decirte algo? Alexander nunca trae mujeres a casa. Nunca. Y nunca, jamás, las hubiera llevado a conocer al abuelo. El hecho de que lo hiciera contigo significa algo.
—Solo está cumpliendo con el testamento.
—Sigue diciéndote eso —dijo Sofía, haciéndose eco de las palabras de Alexander.
Antes de que Valeria pudiera responder, su teléfono sonó. Número desconocido.
—¿Diga?
—Señora Voss. Qué placer finalmente hablar contigo.
La voz era masculina, distorsionada, amenazante.
—¿Quién es?
—Alguien que tiene mucho interés en ti. Y en tu madre.
Valeria se puso de pie de golpe.
—¿Qué dijiste?
—Tu madre. Elena Guzmán. Paciente en la Clínica San Rafael. Habitación 304. Sería una pena que algo le pasara.
—Si le tocas un pelo...
—Entonces mantente alejada de Alexander Voss. Esto es tu única advertencia.
La línea se cortó.
Valeria corrió hacia los ascensores, el corazón latiéndole en los oídos. Sofía corrió detrás de ella.
—¡Valeria! ¿Qué pasa?
—Mi madre. Tengo que ir con mi madre. ¡Ahora!
Llegó a la habitación del abuelo y empujó la puerta sin golpear. Alexander y su abuelo dejaron de hablar abruptamente.
—Valeria, ¿qué...?
—Tenemos que irnos. Ya.
Alexander vio el pánico en sus ojos y no preguntó más. Se levantó inmediatamente.
—Abuelo, hablamos después.
En el coche, Valeria le contó todo con voz temblorosa. Alexander conducía como poseído, su mandíbula tensa, sus nudillos blancos.
—Debí preverlo —masculló—. Debí poner seguridad en tu madre desde el principio.
—¿Quién haría esto?
—Marcus. Tiene que ser Marcus.
Llegaron a la Clínica San Rafael en tiempo récord. Valeria corrió por los pasillos hasta la habitación 304.
Empujó la puerta y...
Su madre estaba ahí. Dormida. A salvo. Con una enfermera revisando sus signos vitales.
—¿Señora Voss? —preguntó la enfermera sorprendida.
Valeria se dejó caer en la silla junto a la cama, las lágrimas rodando por sus mejillas.
—Está bien. Está bien.
Alexander entró detrás de ella, ya hablando por teléfono con su jefe de seguridad.
—Quiero guardias las 24 horas. Nadie entra sin autorización. Nadie. —Pausa—. Me importa un carajo lo que cueste. Hazlo.
Colgó y se arrodilló frente a Valeria, tomando sus manos.
—Está a salvo. Te lo prometo.
—No puedes prometer eso.
—Sí puedo. Porque voy a destruir a quien hizo esto. Sea quien sea.
Valeria lo miró a través de las lágrimas.
—¿Por qué? ¿Por qué haces todo esto?
Alexander le apartó un mechón de cabello del rostro, sus dedos acariciando su mejilla.
—Porque dejaste de ser solo un contrato hace mucho tiempo. Y yo fui demasiado cobarde para admitirlo.
Antes de que Valeria pudiera procesar sus palabras, su madre se movió en la cama.
—¿Valeria? —murmuró con voz débil.
—Mamá. Estoy aquí.
Elena Guzmán abrió los ojos. Estaba pálida, frágil, pero sonreía.
—Mi niña. ¿Y quién es este guapo joven?
Valeria miró a Alexander, quien le devolvió la mirada con algo suave en sus ojos.
—Mamá —dijo Valeria con voz temblorosa—, él es Alexander. Mi esposo.
Y por primera vez al decir esas palabras, sintió que podrían ser verdad