Temor.
Mi abuelo, Don Vittorio Lombardi, es uno de los hombres más temidos de Italia. No por la crueldad de sus acciones, sino por la precisión con la que decide cuándo ser despiadado y cuándo mostrarse como un hombre de paz. Su palabra pesa más que cualquier decreto del Estado. Cuando habla, los demás callan; cuando ordena, se obedece sin dudar.
Durante la última guerra entre los rusos y los griegos, todos esperaban que eligiera un bando, pero él no lo hizo. “Solo los hombres desesperados buscan la guerra”, dijo aquella noche en el salón principal, con un whisky en la mano y los ojos clavados en el fuego. Y así fue: Italia no intervino. Su decisión salvó cientos de vidas… pero también le ganó enemigos en ambos lados.
Yo crecí viendo ese respeto teñido de miedo, ese poder que se hereda con la sangre y se mantiene con el silencio.
Mi abuelo tuvo dos hijos: Domeniko, el mayor, un hombre brutal y ambicioso, y Dante, mi padre, más reservado y sensato. En la familia se sabe que cuando el Don fallece, el hijo mayor toma el control.
Mi padre solo tuvo dos hijas: Lorena y yo. Ella, la mayor, siempre fue la perfecta heredera del carácter Lombardi: elegante, prudente y obediente. Yo, en cambio, era la más pequeña, la que todavía creía en los finales felices… hasta que él murió.
Tenía apenas diez años cuando lo perdimos, y ese día mi infancia terminó. Desde entonces, mi madre, mi hermana y yo nos mudamos a la mansión Lombardi, el corazón del poder de la familia. Aquella casa, enorme y silenciosa, se convirtió en una prisión disfrazada de lujo.
Mi abuelo, Don Vittorio, ya estaba muy enfermo. Pasa la mayor parte del tiempo en su habitación, vigilado por médicos y por el miedo de todos los que esperan su último suspiro. Mi tío Domeniko apenas disimula su impaciencia; se comporta como si el viejo ya estuviera muerto, contando los días para ocupar su lugar.
Su esposa, en cambio, vive pendiente de las apariencias: fiestas, cócteles, cenas de caridad… una fachada vacía para una casa que se sostiene sobre secretos.
Ninguno de ellos me preocupa.
Los verdaderos peligros de esta familia no siempre gritan; a veces observan en silencio… y sonríen.
En este momento me encuentro jugando con Salvatore, el más joven de la familia. Apenas tiene once años, pero posee una inteligencia y una dulzura que no he visto en ningún otro Lombardi. Su cabello castaño siempre se despeina con el viento del jardín, y sus ojos, una mezcla entre marrón y gris, reflejan una inocencia que en esta casa parece prohibida.
Es, sin duda, lo único puro que queda en esta familia.
Me gusta pensar que he influido en él, que mi presencia ha servido para que no se convierta en otro Lombardi miserable, lleno de ambición y desprecio. Lo cuido desde que tenía tres años, y con el tiempo se ha convertido en algo más que un niño de la familia: es mi refugio, mi pequeño consuelo en medio de tanto silencio y veneno.
—Hoy volverá mi hermano Santiago… —me dice Salvatore mientras juega con una canica entre los dedos, sin apartar la vista del suelo.
—Sí, cariño… —respondo, inclinándome hacia él para besarle la mejilla—. Pero yo siempre seré tu favorita, ¿verdad?
Él sonríe, esa sonrisa limpia que todavía no ha aprendido a fingir. Asiente con la cabeza, sin comprender del todo lo que significa la vuelta de Santiago, ni el nudo que se forma en mi estómago cada vez que escucho su nombre.
Ojalá pudiera mantener a Salvatore lejos de todo eso… lejos de la oscuridad que pronto volverá a llenar esta casa.
No veo a Santiago desde hace años. Cuando se marchó a estudiar a la universidad, yo apenas tenía trece. Recuerdo que, incluso entonces, había algo en su mirada que me helaba la sangre. Siempre fue cruel con los empleados, autoritario con los niños y arrogante con todo aquel que no podía servirle. Mi primo es, sencillamente, odioso.
—Giana, baña a Salvatore. —me ordena la voz aguda de mi tía Karla desde la entrada del jardín.
—Sí, tía. —respondo con la obediencia automática que todos esperan de mí.
Ella avanza con su perfume caro llenando el aire, los tacones resonando sobre las baldosas, y una sonrisa forzada pintada en los labios.
—Hoy regresa mi hijo y quiero todo perfecto. —dice mientras ajusta un anillo en su dedo, sin mirarme realmente, como si yo fuera parte del mobiliario de la casa.
Me dediqué a duchar a Salvatore con el cuidado de siempre. El baño se llenó del aroma a jabón y del eco de su risa, una risa tan limpia que parecía ajena a esta casa cargada de secretos. Le puse un traje pequeño, color marfil, con una corbata que insistía en quitarse a cada instante. Al final, cuando estuvo impecable, le revolví el cabello con los dedos y dejé un beso en su frente.
—Ti amo, piccolo —le susurré con una sonrisa.
Él rio, mostrando esos hoyuelos que me derriten el alma, y respondió en su italiano torpe pero adorable, intentando imitar la pronunciación de los mayores.
Luego subí a mi habitación. El aire olía a flores secas y perfume antiguo, como todo en esa casa. Abrí el armario y escogí uno de los vestidos que mi madre había preparado para mí: un azul suave, sencillo pero elegante. Me lo puse con calma, intentando que nada en mí llamara la atención, aunque sabía que en esta familia incluso la discreción podía ser juzgada.
Dejé mi cabello pelirrojo suelto, con ondas que caían libres sobre mis hombros, y observé mi reflejo en el espejo. Mis ojos cafés me devolvieron la mirada, cansados, pero todavía firmes.
Entonces la puerta se abrió y entró Lorena, mi hermana, riendo con esa ligereza suya que siempre roza la burla.
—Tienes un cuerpo bonito para ser una mojigata —dijo con sorna.
No pude evitar soltar una carcajada.
—Eres una maldita serpiente —le respondí entre risas.
—Giana la perfecta. —repitió ella, con un gesto teatral.
—No quiero ser perfecta, Lorena —dije sin dejar de sonreír—. Solo quiero largarme de aquí. En unos meses cumpliré dieciocho… y el abuelo ya me ha dado permiso para estudiar. Quiero ser maestra, tener una vida normal… lejos de todo esto.
Por un instante, el silencio llenó la habitación. Afuera, la mansión seguía respirando con su habitual tensión. Pero en ese reflejo, frente al espejo, creí ver una chispa de esperanza.
Cuando Lorena y yo estuvimos listas, bajamos juntas por las escaleras principales. La casa estaba impecable: las luces del salón encendidas, los criados en silencio, el aroma del vino mezclado con el de las flores recién cortadas. En la sala ya esperaban mi madre, mis tíos y el pequeño Salvatore.
Entonces, se escuchó el sonido del motor en el exterior, y un instante después, Santiago cruzó la puerta principal.Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado hacia atrás y sus ojos marrones, casi negros, se movían con la misma frialdad de siempre. Había crecido, sí, pero su mirada seguía teniendo ese brillo de superioridad que tanto detestaba.
—Hijo, finalmente has regresado. —le dijo mi tío Domeniko, estrechándole la mano con una sonrisa orgullosa.
Santiago lo saludó con respeto medido, luego se volvió hacia su madre, que lo recibió con besos y lágrimas exageradas. Yo permanecí en silencio, un paso detrás de todos, con Salvatore a mi lado aferrando mi mano.
Y entonces, él se acercó.
Santiago se inclinó a la altura del niño, con esa falsa calidez que siempre usa cuando hay testigos. Pero sus ojos… no miraron a Salvatore.
Sus ojos se deslizaron hacia mis piernas, lentos, descarados, como si el tiempo se detuviera a su alrededor.
Sentí cómo el estómago se me encogía.
No había pasado ni un minuto desde su regreso, y ya recordaba exactamente por qué le temía tanto.