—Santi, es un gusto verte. —dijo Lorena con una sonrisa encantadora, de esas que siempre usa cuando quiere agradar.
Él se levantó y la saludó con un beso en la mejilla, dedicándole una mirada de aprobación. Luego sus ojos se posaron en mí.
Avanzó despacio, y cuando estuvo frente a mí, inclinó apenas la cabeza.
—Giana. —su voz era más grave de lo que recordaba.
Me rozó la mejilla con los labios, un gesto que parecía fraternal… pero su mirada lo contradijo.
—Ya no eres una niña, Giana. —murmuró, tan cerca que sentí su aliento rozarme la piel.
Contuve el impulso de apartarme.No respondí, solo forcé una leve sonrisa mientras mi corazón latía con fuerza.Porque tenía razón: ya no era una niña, pero él seguía siendo el mismo depredador de siempre, solo que ahora había aprendido a esconderlo mejor.
—La cena está lista —anunció mi madre desde el umbral, y, como en un ritual aprendido, los demás se adelantaron hacia la mesa. Las conversaciones se hicieron más graves, los pasos más medidos; la casa entera parecía contener la respiración.
Ella me echó una mirada rápida, severa. —Deberías haber escogido el vestido largo. —Su voz no admitía réplica; sonó a reproche y a advertencia al mismo tiempo. Dio un paso más cerca, la mano rozando mi brazo con más fuerza de la necesaria. —La próxima vez que le muestres las piernas a tu primo, te volteo la cara de una bofetada.
Durante la cena apenas presté atención a lo que decían. Las conversaciones giraban en torno a negocios, alianzas y viejos nombres que no me importaban. Yo solo escuchaba a Salvatore, que me contaba en voz baja que había aprendido una canción nueva en el piano. Aquello fue lo único que me hizo sonreír esa noche.
En cuanto pude, me excusé y subí a mi habitación. Me dormí con la ropa aún puesta, deseando que la casa entera desapareciera mientras dormía.
A la mañana siguiente, decidí ser más prudente. Escogí un atuendo discreto: un pantalón de tela oscura y una blusa sencilla, sin adornos. No quería darle motivos a nadie para volver a juzgarme.
Tomé aire y salí al pasillo rumbo a la habitación de Salvatore, pero antes de llegar, alguien apareció al doblar la esquina.
Era Santiago.
Su presencia llenó el espacio antes incluso de que hablara. Tenía ese mismo aire arrogante, las manos en los bolsillos y una sonrisa ladeada que jamás significó nada bueno.
—Ya no muestras esas bellas piernas, preciosa... —murmuró, con la voz baja, casi divertida.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Bajé la mirada, contuve el impulso de responder.
—¿Acaso intentas hacerme enfadar? —susurró.
La sonrisa que acompañó a esas palabras no era de diversión, sino de advertencia.
—No... no es lo que quiero —murmuré temblando, y en ese instante su mano se cerró un poco más sobre mi cuello, obligándome a levantar la mirada.
Se inclinó hacia mí, tan cerca que sentí el roce de su aliento en mi mejilla. Aspiró lentamente el aroma de mi cabello, y su voz, ronca.
—Hueles a virgen... —susurró con una sonrisa torcida—. Y eso me encanta.
Me empujó contra la pared y apoyó su peso sobre mí; su mano apretó mi cuello con fuerza. Sentí que el aire me faltaba y el mundo se estrechó a los latidos acelerados de mi corazón.
Sin pensarlo, clavé el talón en su pierna: un puntapié seco que le hizo retroceder lo justo para que soltara la presa. Tosí, agarrándome la garganta con las manos mientras intentaba recuperar la voz.
En ese instante se oyó la puerta principal abrirse de golpe.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó mi madre, la voz cortante y fría como un cuchillo al entrar en el pasillo.
Santiago, que estaba a su lado, señaló hacia nosotros con el rostro duro.
—Es tu hija, Gisela —dijo con desprecio—. Me está provocando y sabes perfectamente que mi tío no nos dejó un duro. Si no quieres que las eche a la calle como perros, dile a Giana que obedezca.
La sala quedó helada. Mi madre clavó la mirada en mí y luego en Santiago, buscando en ambos la verdad. Pude ver la rabia contenida en sus ojos, y al mismo tiempo un miedo que no se atrevía a nombrar.
—¿Esto es cierto? —preguntó ella con la voz baja, peligrosa. No había reproche solo en sus palabras; había una decisión a punto de tomarse.
Yo respiré hondo, aún temblando, y encontré fuerzas para hablar.
—No... —dije—. Él me empujó. Me... me provo-có.
Ella me pegó una bofetada y las lágrimas se acumularon en mis mejillas.
—Respeta a tu primo o por tu culpa quedaremos en la calle, Giana.
Lloré casi toda la tarde. Intenté hacerlo en silencio, para que mi madre no me oyera, pero las lágrimas se me escapaban sin permiso. La única persona que vino a verme fue Salvatore. Se sentó a mi lado, en la orilla de la cama, y me miró con esa dulzura que solo los niños conservan en una casa como la nuestra.
—Estoy bien, cariño —mentí, acariciándole el cabello.
Aun así, mi madre apareció poco después y lo obligó a bajar a cenar con los demás.
Cuando finalmente reuní fuerzas para presentarme en el comedor, la mesa estaba llena. Lorena reía con mi tía Karla, mi tío Domeniko servía vino, y Santiago hablaba animadamente con ellos, como si la mañana no hubiese existido. Me senté lo más lejos posible, pero él me hizo una leve señal con la mirada, indicándome el asiento vacío a su lado. Mi madre notó el gesto y me sujetó del brazo con firmeza, susurrando entre dientes:
—Siéntate, no hagas escándalo.
—Tío, estoy muy feliz por mi boda —dijo Lorena, con esa sonrisa ensayada que tanto gustaba a la familia—. Muchas gracias, los Santoro son muy poderosos.
—No es nada, sobrina —respondió Domeniko, complacido—. Hay que unir a la familia, ¿no crees?
Yo no dije nada. Mantuve la vista fija en el plato, intentando ignorar la mano de Santiago que se deslizaba por debajo de la mesa y tocaba mi pierna. Tragué saliva, el corazón me golpeaba en el pecho. Nadie notaba nada, o tal vez nadie quería hacerlo.
—¿Por qué la novia no puedo ser yo? —pregunté, sin pensar.
La frase salió como una provocación o un desafío, no lo sé.
Mi tío levantó la vista, sorprendido, y luego sonrió con cierta ironía.
—Lo pensé también... —dijo.
—Pero ¿quién cuidará de Salvatore? —intervino Santiago con una sonrisa falsa, girando apenas su rostro hacia mí—. Alguien tiene que quedarse en casa, ¿no?
La mesa entera rió suavemente, menos mi madre. Ella solo apretó los labios y me miró con una mezcla de miedo y advertencia.
—Tranquila, prima… —susurró Santiago, inclinándose hacia mí.
Su voz sonaba amable, casi afectuosa, pero conocía demasiado bien ese tono para dejarme engañar.
Dejó un beso en mi mejilla, lento, calculado. Su cercanía me hizo contener la respiración; podía oler el vino en su aliento, el mismo que su padre servía con orgullo. Fingí una sonrisa, rígida, por pura supervivencia.
—No te pongas tan seria, Giana —añadió, con una mueca que pretendía ser una sonrisa.
Yo solo asentí, sin mirarle. Sentía que todos los demás seguían conversando, riendo, sirviéndose más comida… ajenos a la escena, o quizás eligiendo mirar hacia otro lado.
Y en ese instante, entendí algo con absoluta claridad: nadie en esa casa me protegería.
—Tú eres mía, Giana… —susurró Santiago tan cerca de mi oído que sentí un escalofrío recorrerme la espalda—. Nadie te salvará de mí.
Mi cuerpo se tensó, pero antes de poder apartarme, me tomó del brazo y, con una sonrisa fingida, me atrajo hacia él. Me sentó en sus piernas como si todo fuera un juego, una broma familiar.
Las conversaciones cesaron. Mis tíos nos miraron, sorprendidos. Mi madre palideció.
—¿Qué haces, Santiago? —preguntó tía Karla con una risa forzada, intentando disimular el incómodo silencio.
Él se recostó en la silla, manteniendo su brazo alrededor de mi cintura.
—Nada, madre… —respondió con tranquilidad, esa tranquilidad que siempre precedía al miedo
—. Solo le recordaba a Giana cuánto la he echado de menos.
—Santiago… —la voz de Domeniko retumbó con autoridad. No era un grito, pero tenía el peso de una sentencia.
Mi primo giró lentamente el rostro hacia él, sin soltarme de inmediato. Una sonrisa casi burlona se dibujó en sus labios.
—¿Sí, padre? —respondió con fingida inocencia, mientras con la otra mano acomodaba la servilleta sobre la mesa.
—Te dije que midieras tus gestos —dijo Domeniko con frialdad—. Estás comportándote como un crío malcriado.
Santiago soltó una pequeña carcajada, seca, sin humor.
—Solo bromeaba. Giana sabe que la quiero, ¿verdad, prima? —preguntó sin apartar sus ojos de los míos.
Su mirada era intensa, invasiva, como si disfrutara viendo cómo me encogía en el asiento.
—Santiago… —intentó advertir mi madre, pero él la interrumpió con un gesto, sonriendo con esa calma que siempre precedía a sus explosiones.
—Tranquila, tía Gisela —dijo—. No haría nada inapropiado… al menos no aquí.
El aire se volvió helado. Domeniko lo observó en silencio, pero en su expresión había un destello de orgullo perverso.
—A veces me recuerdas a mí cuando era joven —murmuró, y todos rieron con nerviosismo.
—Tía Gisela, quiero tu permiso para que Giana me ayude con algunos asuntos de la empresa —dijo Santiago.
—¿Asuntos de la empresa? —repitió, intentando mantener la compostura.
—Sí, tía —respondió él con una sonrisa que no alcanzaba los ojos—. He notado que Giana es muy… disciplinada. Me vendría bien su ayuda con algunos informes y reuniones.
Mi madre me miró, y yo supe que entendía lo que aquello significaba. Pero, como siempre, el miedo habló por ella.
—Por supuesto, hijo —dijo al fin, forzando una sonrisa—. Si crees que Giana puede serte útil, no veo ningún problema.
—Perfecto —contestó Santiago, levantándose con calma—. Entonces la espero en mi oficina mañana. Que no se retrase