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Blurb

SU CONTRATO EXPIRA EN SEIS MESES. SU PACIENCIA, MUCHO ANTES.

Isabella Rossi no tiene miedo a las cifras, pero sí a la desesperación. Para salvar la vida de su madre, se casa con Alexander Black, el rey de las finanzas que cree que todo tiene un precio. Su matrimonio es un acuerdo simple: firmas, reglas, y la promesa de no interferir en la vida del otro.

Pero Alexander es un hombre que necesita controlar hasta el aire que respira, y la rebeldía silenciosa de Isabella es un desafío constante. El juego de la apariencia se rompe cuando él intenta marcar su territorio con un beso brusco, desatando en ella una furia que no conocía.

Para vengarse, Isabella comete el error más peligroso: busca refugio y diversión en Sebastian, el carismático primo de Alexander. La audacia de la traición es un golpe directo al orgullo de su esposo.

Ahora, mientras Sebastian la tienta con la promesa de la libertad y el sol, Alexander se consume en unos celos que no puede nombrar. Él no le ofrece el amor que ella necesita, sino la complejidad que la hace sentir viva. En un mundo de papel y tinta, Isabella descubrirá que el único riesgo real es enamorarse del hombre que está haciendo todo mal para mantenerla a su lado.

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Capítulo 1
Capítulo 1 El eco de mis tacones contra el mármol del pasillo era tan fuerte que sentía que todo el edificio estaba escuchando mi llegada, cada golpe era un recordatorio de lo que me había prometido antes de entrar: no mostrar miedo, no dejar que notara cuánto necesitaba esto, no permitir que ese millonario frío y arrogante pensara que me tenía en sus manos. Aun así, mis palmas estaban húmedas dentro de mi bolso, los dedos apretados alrededor de la cremallera como si fuera un salvavidas, y en mi pecho el corazón retumbaba con la misma cadencia que mis pasos, descontrolado, insistente, como si también quisiera huir. El asistente de él, un hombre flaco, con el cabello perfectamente peinado hacia atrás y un traje tan impecable que parecía sacado de un catálogo de lujo, me abrió la puerta con una sonrisa artificial que no alcanzó a tocar sus ojos, y apenas crucé el umbral lo vi, sentado en el extremo de aquella sala de juntas que parecía sacada de una película donde todo giraba alrededor del poder, los ventanales mostraban la ciudad extendida como un tablero de ajedrez y él estaba justo en el centro, como si fuera la única pieza que realmente importaba. El cuero n***o de las sillas, el brillo de la mesa de caoba, el aire acondicionado demasiado frío que me erizaba la piel incluso bajo mi chaqueta, todo estaba diseñado para intimidar, para hacer sentir a cualquiera pequeño, y la verdad es que funcionaba, pero fingí que no me importaba mientras avanzaba hacia él con la espalda recta, sosteniendo la mirada como si no me temblaran las rodillas. Él no levantó la vista de inmediato, sus dedos pasaban páginas en una carpeta con esa calma calculada de quien sabe que el tiempo de los demás siempre le pertenece, y solo cuando habló supe que me había sentido desde el primer instante. —Llegas tarde. Su voz era grave, profunda, y resonó en la sala con un eco que me hizo tragar saliva. Yo respiré hondo y solté la primera respuesta que se me cruzó, porque quedarme callada era regalarle la victoria. —Y tú demasiado temprano, supongo que eso pasa cuando tu vida es tan aburrida que lo único que puedes controlar son relojes y personas. Él levantó la vista despacio, con esa lentitud insoportable que parecía diseñada para probar mi paciencia, y entonces me encontré con sus ojos, grises, metálicos, tan intensos que me hicieron sentir desnuda, no en el sentido sensual, sino como si mis defensas fueran inútiles, como si pudiera ver todos mis secretos de un vistazo. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero no aparté la mirada, no iba a darle ese placer. —No estoy aquí para discutir trivialidades —dijo al fin, dejando la carpeta sobre la mesa y entrelazando los dedos frente a él, como si su sola postura marcara el final de la conversación—. El contrato es claro: seis meses de matrimonio, apariencias impecables, y a cambio recibirá lo suficiente para resolver sus… problemas financieros. No pude evitar reír con amargura, porque la manera en la que lo dijo me sonó a que estaba hablando de una transacción cualquiera, como si yo fuera una cifra más en sus balances. Me senté frente a él y dejé caer mi bolso sobre la mesa, el golpe sonó ridículo, fuera de lugar en esa sala perfecta, pero me dio cierto placer romper la armonía de su mundo impecable. —Mis problemas, como los llamas, no son asunto tuyo —repliqué, clavando la mirada en él—, pero sí, necesito el dinero y lo aceptaré, aunque me resulta fascinante que un hombre con tanto poder y dinero tenga que comprar a su esposa como si fuera un coche de lujo. Su expresión no cambió, ni un parpadeo, ni una arruga nueva en su frente, pero lo vi, el movimiento casi invisible de sus dedos crispándose apenas contra la mesa antes de volver a relajarse, un gesto mínimo que me confirmó que lo había tocado, aunque jamás lo admitiría. —Llámelo como quiera —dijo con esa voz fría, contenida, que parecía hecha para ordenar y no para conversar—, pero no se equivoque, yo no busco compañía, no busco cariño, mucho menos amor, busco cumplir con la última voluntad de mi abuelo y usted es… adecuada para el papel. Esa palabra, adecuada, me atravesó como un golpe disfrazado de formalidad, y la risa me brotó sola, una carcajada breve que sonó demasiado fuerte en el silencio solemne de la sala, como si mi voz estuviera decidida a romper el ambiente estéril que él tanto protegía. —Adecuada —repetí, inclinándome hacia adelante, dejando que mi perfume de vainilla y cítricos flotara entre nosotros—, qué palabra tan romántica, voy a grabármela para cuando tenga dudas de lo que soy en tu vida. Y tranquilo, no voy a enamorarme de ti, si eso es lo que temes. Él me sostuvo la mirada en silencio, y en ese silencio hubo algo extraño, algo que no debería haber estado allí, como una chispa que ninguno de los dos reconoció, pero que ambos sentimos, flotando en el aire como una amenaza. Tomé el bolígrafo que él me había acercado, mis dedos temblaban un poco, no de miedo sino de rabia y de impotencia, y firmé sin dudar, cada trazo de mi nombre era un recordatorio de que estaba vendiendo seis meses de mi vida, pero también de que era lo único que podía hacer para salvarme. Al empujar el contrato hacia él, nuestros dedos se rozaron, apenas un instante, apenas un roce, pero fue suficiente para que mi respiración se agitara, como si el aire se hubiera vuelto más denso de golpe, cargado de algo que no quería reconocer. Él firmó con la calma implacable de quien está acostumbrado a ganar siempre, y al cerrar la carpeta levantó la vista hacia mí con esa seguridad que parecía inquebrantable. —Créeme, sabrán creerlo, yo me encargaré de eso. Me recosté en la silla, crucé los brazos y sonreí con ese humor sarcástico que me mantenía en pie, porque si no me reía me iba a derrumbar. —Perfecto —contesté—, entonces felicidades, ya tienes esposa, aunque me cueste creer que alguien vaya a tragarse esta farsa. Él me observó con esos ojos grises que parecían diseccionar cada parte de mí, y aunque sus labios apenas se curvaron en algo que no alcanzaba a ser una sonrisa, en sus ojos vi un destello distinto, un brillo que me revolvió el estómago y me hizo preguntarme si realmente entendía en qué demonios me estaba metiendo. Me levanté, recogí mi bolso y caminé hacia la puerta, pero antes de salir volví la cabeza, lo encontré todavía mirándome, esa expresión que no lograba descifrar clavada en mí, y sentí que ese momento era el verdadero inicio de todo, la línea que había cruzado y de la que ya no había vuelta atrás.

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