Capítulo 2

1249 Words
Capítulo 2 El aire frío de la noche me golpeó apenas crucé la puerta del edificio, sentí que mis pulmones se llenaban de humo y asfalto, de voces que se mezclaban en un murmullo constante, de bocinas que se superponían al paso apresurado de la gente, y yo, con el contrato recién firmado guardado en el bolso, caminé como una sombra entre todos ellos, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en una serie de decisiones desesperadas. No siempre fui así, no siempre tuve que medir cada moneda antes de entregarla en la tienda, ni fingir que estaba satisfecha con un café rancio y un pan duro como desayuno, hubo un tiempo en el que todavía podía soñar, en el que la palabra “mañana” no sonaba como una amenaza. Pero esa época se sentía lejana, borrosa, y ahora todo lo que tenía eran cuentas acumuladas y un reloj que corría en mi contra. Recuerdo con claridad la primera vez que el médico me habló de los costos de la operación de mi madre, sus labios se movían con calma, como si repitiera un guion aprendido de memoria, pero cada cifra que salía de su boca era como un golpe directo en el estómago. —La cirugía es compleja —me explicó con voz grave—, necesitamos intervenir lo antes posible, pero el seguro cubre solo una parte mínima, el resto… —¿Cuánto es el resto? —pregunté sin rodeos, apretando la libreta que llevaba en las manos como si fuera a apuntar números y no una sentencia. Él mencionó la cifra y mi mente se nubló, el bolígrafo se me cayó de entre los dedos, sentí que me faltaba el aire, como si me hubieran arrancado el suelo bajo los pies. —Entiendo que no es fácil —añadió, con ese tono compasivo que detestaba—, pero es la única manera de garantizar su recuperación. Lo único que logré responder fue un murmullo que ni yo entendí, porque en ese momento supe que ni trabajando día y noche, ni endeudándome con cada banco de la ciudad, lograría reunir ese dinero. Los días siguientes fueron un infierno, y yo intentaba mantener la calma frente a mi madre, sonreír cuando ella despertaba y me preguntaba con esa voz débil si todo iba a estar bien. —Claro que sí, mamá —le decía, acariciándole la mano, sintiendo sus dedos fríos—, ya verás, pronto estarás en casa, te voy a preparar tu sopa favorita y vas a regañarme por no ponerle suficiente sal. Ella sonreía apenas, con una dulzura que me partía en dos, porque sabía que estaba mintiendo y aun así me dejaba sostener esa mentira, como si quisiera protegerme incluso desde su cama. Pero apenas salía del hospital la realidad me golpeaba con toda su fuerza, los cobradores esperándome en la puerta de mi edificio, cartas de notificación acumulándose bajo la puerta, llamadas insistentes que me despertaban en la madrugada con voces frías recordándome lo que debía. —Señorita, necesitamos una respuesta —me decía una mujer desde la compañía de energía—, ya van tres meses de retraso, si no paga esta semana procederemos a cortar el servicio. —No tengo el dinero ahora —contestaba yo, tratando de que mi voz no sonara quebrada—, pero lo voy a conseguir, lo prometo. —Las promesas no encienden las luces, señorita —respondía ella antes de colgar, dejándome con el teléfono pegado a la oreja y los ojos ardiendo de impotencia. Era la misma historia con el banco, con la renta, con las tarjetas, todos repitiendo que entendían mi situación pero que sus manos estaban atadas, todos recordándome que el tiempo corría y que mi deuda crecía como una sombra interminable. Y en medio de todo, estaba yo, trabajando jornadas dobles en la cafetería, sirviendo cafés que no podía pagar para mí, limpiando mesas mientras mi mente solo repetía una y otra vez la cifra que el médico me había dicho, esa cifra que parecía imposible, esa cifra que se había convertido en el monstruo que me perseguía incluso en sueños. Una noche, exhausta, me dejé caer en la silla de la cocina de mi pequeño departamento, las paredes desconchadas, la nevera vacía, el zumbido molesto de la lámpara parpadeante encima de mi cabeza, y frente a mí, la montaña de facturas apiladas como un recordatorio cruel de lo poco que valía mi esfuerzo. Me puse a hablar sola, con las manos cubriéndome el rostro. —¿Cómo voy a lograrlo? —susurré—, ¿cómo voy a salvarte, mamá? El silencio fue mi única respuesta, un silencio pesado que se mezclaba con las lágrimas que me corrían por las mejillas, y fue justo entonces cuando sonó el teléfono. La voz al otro lado era firme, demasiado firme, un abogado que decía haber trabajado con mi padre en el pasado, un hombre que hablaba de mí como si conociera mi situación mejor que yo misma. —Sé que necesita dinero —me dijo, sin rodeos—, y sé que lo necesita con urgencia. —¿Quién es usted? —pregunté con la respiración entrecortada, más por el susto que por la curiosidad. —No importa quién soy —replicó con calma—, lo que importa es la oportunidad que puedo ofrecerle. Se trata de un contrato, un acuerdo legal, un matrimonio temporal. A cambio, usted recibirá una suma que no solo cubrirá la operación de su madre, sino también todas sus deudas. Me quedé en silencio, con el corazón acelerado, apretando el teléfono contra la oreja como si en cualquier momento fuera a explotar. —¿Un matrimonio? —repetí, como si al decirlo en voz alta pudiera sonar menos absurdo. —Sí —confirmó él—, seis meses, nada más. Piense en ello como un negocio, señorita. Usted gana, él gana, todos contentos. Quise reírme, quise decirle que estaba loco, que yo no era ese tipo de mujer, pero la palabra “dinero” resonaba demasiado fuerte en mi cabeza, y entonces recordé los ojos de mi madre, pálidos, cansados, rogándome sin decirlo que no la dejara morir allí. —¿Y qué pasa si digo que no? —pregunté con un hilo de voz. —Entonces perderá la oportunidad de resolver todo de una vez —contestó sin titubear—. No habrá otra oferta. Esa noche no dormí, caminé de un lado a otro, mordí mis uñas hasta hacerme daño, abrí la nevera una y otra vez como si en lugar de botellas de agua y un cartón de leche casi vacío pudiera encontrar una respuesta. Y al amanecer, agotada, con los ojos hinchados de llorar, supe que no tenía opción, que lo que me ofrecían era inmoral, humillante, pero era también la única salida. A veces pienso que la desesperación tiene un olor, un sabor, una textura áspera que se mete en la garganta y no te deja respirar, porque eso era lo que sentía cuando acepté, una mezcla de vergüenza y alivio, como si me hubieran arrancado un pedazo de dignidad y a cambio me hubieran dado una cuerda para sostenerme. Ese fue el verdadero inicio de todo, no la firma en la sala de juntas, sino ese momento en el que entendí que estaba dispuesta a vender mi tiempo, mis principios, incluso mi libertad, con tal de salvar a la única persona que me quedaba en el mundo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD