Capítulo 3
El trayecto hasta la mansión fue silencioso, demasiado silencioso para mí, Estaba acostumbrada al ruido constante de la ciudad, al bullicio de vendedores callejeros gritando sus precios, al rechinar de los buses destartalados, al murmullo de radios encendidos en las tiendas de esquina. Dentro de aquel auto n***o el silencio era tan espeso que parecía tragarse mis pensamientos, solo interrumpido por el leve zumbido del motor y el golpeteo de la lluvia contra los vidrios polarizados.
El chofer, un hombre mayor de cabello gris y gesto serio, apenas me dirigió un par de miradas a través del espejo retrovisor. Noté sus ojos amables, como si quisiera hacerme sentir tranquila, pero no sabía cómo.
—¿Primera vez aquí? —preguntó de pronto, con un tono cordial que me sorprendió.
Asentí, tragando saliva antes de contestar.
—Primera vez en un lugar como este, sí.
—No se preocupe —añadió—, al principio todo parece demasiado, pero uno se acostumbra.
Quise reírme, pero me contuve. Yo no quería acostumbrarme. Esa palabra me sonaba a rendición, a aceptar que estaba entrando en un mundo que no era mío y que quizá nunca me pertenecería.
Cuando el portón de hierro se abrió, sentí que el corazón me golpeaba con fuerza, porque no era solo un portón, era un límite, una línea que separaba mi vida anterior de lo que venía. Los árboles se inclinaban a los lados del camino, las luces del jardín se encendían a medida que avanzábamos, como si estuvieran dando la bienvenida a alguien importante, aunque yo me sentía más como una intrusa.
El auto se detuvo frente a la entrada principal y por un instante dudé en bajar, el estómago se me encogió y las manos me temblaban mientras apretaba el bolso contra el pecho. El chofer abrió mi puerta y me extendió la mano con un gesto respetuoso.
—Bienvenida, señora —dijo, y esa palabra me atravesó como un cuchillo.
—No me llames así, por favor —respondí en un murmullo apenas audible, y él frunció el ceño, aunque asintió con un respeto silencioso que me dejó aún más incómoda.
Subí las escaleras de piedra que llevaban a la puerta principal, y al cruzarla me recibió un vestíbulo que parecía sacado de un museo: el suelo de mármol reflejaba las luces de una lámpara de cristal colgante que brillaba como si tuviera su propio sol atrapado en cada gota, las paredes estaban adornadas con molduras doradas y cuadros de hombres y mujeres con rostros serios que me observaban desde siglos pasados, y un perfume a flores frescas impregnaba el aire con una suavidad que me resultaba casi insoportable, porque me recordaba lo lejos que estaba de mi mundo de olores a café quemado, ropa húmeda y pan barato.
Una mujer apareció desde el pasillo lateral, su cabello recogido en un moño impecable, el uniforme gris perfectamente planchado, y su sonrisa cordial, aunque distante, me hizo sentir aún más pequeña.
—Señora, bienvenida —dijo inclinando ligeramente la cabeza—, soy Clara, el ama de llaves, me encargaré de que no le falte nada durante su estancia aquí.
“Señora”. Otra vez. Esa palabra se me clavaba como una espina.
—Gracias —respondí con una voz más seca de lo que pretendía—, pero no me acostumbro a que me llamen así.
Clara me observó unos segundos, como si no entendiera, o quizá como si lo entendiera demasiado bien, y finalmente sonrió apenas, esa sonrisa profesional que usan quienes trabajan para gente como él, una sonrisa que no busca agradar, sino cumplir.
Me condujo por un pasillo interminable, el taconeo de mis zapatos resonaba en el mármol como si anunciara mi intrusión, y yo no podía dejar de comparar cada detalle con lo que había dejado atrás: las alfombras gruesas bajo mis pies frente a la baldosa agrietada de mi apartamento, los ventanales que dejaban ver jardines perfectos frente a la ventana rota de mi cocina cubierta con cinta adhesiva, las flores frescas en cada esquina frente al aroma agrio de la humedad que nunca podía quitar de mis paredes.
—Aquí está su habitación —anunció Clara al abrir una puerta doble que dejaba ver un cuarto enorme, más grande que todo mi hogar.
Me quedé paralizada unos segundos antes de entrar. La cama era inmensa, cubierta con sábanas blancas que parecían de seda, el tocador brillaba bajo la luz cálida de una lámpara de mesa, las cortinas de terciopelo azul se extendían pesadas hasta el suelo y un ventanal abría la vista hacia un jardín privado donde las luces parecían flotar entre los arbustos.
—Si necesita algo, cualquier cosa, puede pedírmelo a mí o a cualquiera del personal —explicó Clara antes de retirarse con pasos silenciosos.
Cuando quedé sola me acerqué a la cama y dejé caer mi bolso sobre ella, un bolso barato de cuero falso que parecía una mancha grotesca sobre tanta perfección. Abrí la maleta pequeña que traía conmigo, y cada prenda que coloqué en el armario me pareció ridícula: camisetas gastadas, un par de jeans, mis zapatos más decentes pero aún con la suela desgastada. Al lado de aquel lujo, todo lo mío parecía sacado de otro mundo, uno más real, más humano, aunque más doloroso.
Me miré en el espejo del tocador. El reflejo me devolvió a una mujer agotada, con las ojeras hundidas, la piel pálida y el cabello enredado por el viaje. Sonreí con amargura, probando en voz baja esa palabra que me habían repetido varias veces.
—Señora —susurré, y la risa me salió sola, amarga, rota—, señora de nada.
No tuve valor de salir a explorar, así que cené en la habitación. Un camarero joven me llevó una bandeja con sopa caliente, pan recién horneado y un jugo natural tan fresco que por poco lloré al primer sorbo, porque después de semanas de sobrevivir con lo justo, esa comida me supo a gloria y a condena al mismo tiempo.
—¿Le traigo algo más? —preguntó el muchacho al verme terminar con rapidez.
—No, está perfecto, gracias —respondí, aunque mi voz se quebró porque la gratitud me dolía más que la necesidad.
Cuando me quedé sola, me senté en la cama con las piernas cruzadas, observando el techo alto que parecía observarme de vuelta, como si la casa misma quisiera recordarme que ya no había marcha atrás.
—¿De verdad vendiste seis meses de tu vida por esto? —me pregunté en voz baja, cubriéndome el rostro con las manos, y la respuesta fue un silencio tan pesado que me hundió en las sábanas.
Esa noche no dormí bien. El colchón era demasiado suave, las sábanas demasiado limpias, las almohadas demasiado mullidas. Estaba rodeada de todo lo que la gente podría desear, pero dentro de mí solo había un vacío que me carcomía, un recordatorio de que la riqueza no borraba la desesperación, que cada detalle de esa mansión era un recordatorio cruel de lo que había perdido en el camino y de lo que estaba a punto de perder aún más.
Y aunque todavía no lo había visto, aunque él se mantenía como una sombra distante en alguna parte de la casa, sabía que tarde o temprano tendría que mirarlo de frente y entonces todo, absolutamente todo, se volvería más real de lo que estaba preparada para soportar.