Los hilos invisibles del destino
Siempre me ha fascinado la idea del destino. Esa corriente silenciosa que, sin pedir permiso, nos arrastra hacia los lugares, las personas, y los momentos que nos cambiarán para siempre. Como si en algún rincón del universo ya estuviera escrito aquello que nos aguarda, con nombres, fechas, y miradas marcadas con fuego invisible. Y por más que corramos, por más que intentemos burlar lo escrito, el destino encuentra el modo de alcanzarnos.
En mi caso, fue una melodía la que me atrapó. Una melodía que surgió desde un salón bañado en luces cálidas, donde los rostros se perdían entre copas de vino y perfumes caros. Pero esa noche, no fue la música lo que me transformó… fue quien la tocaba.
Aunque para entenderlo, debo regresar un poco más atrás. Al principio de todo. Al lugar donde el tiempo no es más que un eco.
Mi nombre es Elijan Greco, y desde hace más de un siglo camino entre los hombres con un cuerpo que no envejece, con ojos que han visto guerras, imperios caer, y amores extinguirse como estrellas moribundas. Fui hombre antes de ser sombra. Fui corazón antes de volverme niebla. No elegí este destino, pero tampoco luché contra él. Me convertí en silencio. En rumor. En un mito que los vivos comentan a media voz.
Durante años, mi existencia fue un bucle de amaneceres repetidos. Leía, cabalgaba, apostaba en partidas de póker donde nada se ganaba ni se perdía. Y amaba de vez en cuando, o lo intentaba. Aunque, siendo honesto, hace mucho tiempo que no sentía esa sacudida en el pecho que algunos llaman amor y otros, condena.
Hasta que ella apareció.
Pero no me adelantaré. Antes, permíteme contarte cómo el destino empezó a tejer su red sin que yo lo supiera.
Aquella mañana había amanecido gris. El cielo no prometía lluvia, pero tampoco alegría. Me refugié, como muchas veces, entre los libros antiguos que guardaba en una biblioteca polvorienta del ala sur. Allí encontraba algo parecido a la paz. Leía sobre hombres que, a diferencia de mí, morían. Y en su muerte, encontraban sentido. Siempre me pareció irónico: los mortales se quejan de su efímera existencia, y sin embargo, esa fugacidad les da valor. A mí, en cambio, la eternidad me había robado el riesgo, y con él, el sabor.
Fue en ese letargo de tinta y soledad cuando escuché los gritos de Consuelo. Su voz áspera siempre me sacaba del ensimismamiento.
—¡Elijan! ¡Elijan! ¿Dónde estás? ¡Tienes visitas! ¡Es don Manrique!
Mi viejo amigo Manrique. Un hombre de los pocos que no temía acercarse a mí. Quizá porque me conocía desde antes de que los años me hicieran una leyenda. O tal vez porque su espíritu rebelde encontraba en mí una especie de espejo. Esa mañana vino a invitarme a una fiesta, con una excusa que más parecía una trampa.
—Mi hermana ha vuelto de América. Toca el piano como nadie. Te aseguro que su música conquistará tus sentidos.
Eso dijo, con esa sonrisa cómplice que usaba cuando quería moverme de mi encierro. No supe en ese momento que sus palabras eran más que una invitación; eran una predicción. Un eco de algo que ya estaba escrito.
Porque el destino no grita. El destino susurra.
Acepté ir. No por la fiesta. Ni siquiera por Manrique. Fui porque algo dentro de mí, algo que dormía desde hacía décadas, se removió con solo imaginar la música. Como si esas notas futuras ya me llamaran desde algún rincón del tiempo.
Esa noche, llegamos tarde. Como si el universo hubiera dispuesto que todo ocurriera en el momento exacto, ni antes ni después. La música ya llenaba el salón cuando crucé las puertas, y entonces la vi.
Ella.
Mabel Bianchi.
No sabía su nombre, no conocía su historia, pero su figura al piano parecía esculpida por los sueños. Cada movimiento suyo tenía el ritmo de un secreto. Sus dedos, livianos sobre las teclas, dibujaban emociones que no se podían poner en palabras. Y yo, que lo había visto todo, que había cruzado siglos de indiferencia, me sentí vulnerable ante ella.
No fue solo su belleza, ni su talento, ni siquiera la elegancia con la que parecía pertenecer a otro tiempo. Fue algo más profundo. Como si su alma tocara la mía a través del sonido. Como si, sin saberlo, nos reconociéramos de una vida pasada, de una promesa rota o de un amor olvidado.
Me sentí observado por Yanina, la mujer que me acompañaba esa noche. Una mujer a quien, si soy sincero, nunca amé del todo. Ella representaba la compañía, el cuerpo, la rutina. Pero no el fuego. No la chispa. Al verla mirarme con esa mezcla de celos y resignación, supe que algo en mí había cambiado. Y que ella lo había notado.
Manrique celebraba mi sorpresa con una copa de vino en la mano. Pero yo ya no podía escuchar sus bromas. Toda mi atención estaba anclada en Mabel.
Después del concierto, me acerqué a saludarla. Fue una presentación breve, casi trivial. Intercambiamos pocas palabras. Ella sonrió, agradeció los elogios y luego se marchó hacia el bar, donde coqueteó abiertamente con el barman. Una escena que me habría resultado indiferente en cualquier otro contexto… pero no esa noche.
Esa noche, algo en mi interior ardía.
Y supe, sin poder explicarlo, que esa mujer iba a trastornar mi mundo. Que no había sido casual. Que el destino, ese viejo titiritero, había comenzado a mover sus hilos.
Al final de la velada, me marché sin despedirme. No podía quedarme más tiempo allí. No con la sensación de haber sido alcanzado por algo que no comprendía.
Aquella noche, el sueño me eludió. Me quedé despierto, mirando el techo, repasando mentalmente cada gesto suyo, cada nota de su música, cada palabra. No entendía qué me pasaba. No entendía por qué, después de tanto tiempo, mi alma temblaba.
Ahora, mientras escribo estas líneas, lo sé.
El destino existe. Tiene formas extrañas. A veces es una guerra, un accidente, un beso robado. Otras veces, es una melodía al piano. Y cuando te alcanza, ya no hay vuelta atrás.
Mi nombre es Elijan Greco.
Y esta es la historia de cómo una mujer vino a romper mi eternidad.
De cómo su amor, o su sombra, me devolvió la sensación de estar vivo.
Y de cómo el destino, que parecía dormido, despertó para escribir con nosotros una sinfonía trágica y hermosa.
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