El cielo lucía despejado, un azul perfecto que contrastaba con la brisa juguetona que insistía en arrebatarle el sombrero. Mabel lo sujetó con una mano mientras contemplaba el horizonte, permitiendo que el viento la envolviera en su abrazo refrescante. La primavera había llegado con su promesa de renovación y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez esa promesa también era para ella.
El silbato del barco anunció su anclaje con un sonido profundo que resonó en su pecho. Su corazón se alivió. Estaba allí, finalmente de regreso en casa, y lo más importante: a tiempo para el cumpleaños de su hermano, Manrique.
Descendió con paso seguro. Su equipaje era ligero, pero su pecho iba cargado de emociones encontradas. Sus ojos escudriñaron el entorno con una mezcla de familiaridad y asombro: la actividad del puerto era vibrante, los turistas se entremezclaban con los locales, y el aire traía consigo el aroma salobre del mar fundido con notas de café recién hecho.
Roma. Su hogar.
Durante el trayecto en taxi, Mabel se permitió perderse en la vista desde la ventanilla. La ciudad eterna la recibía con ese bullicio que solo ella sabía hacer encantador. Sin embargo, al adentrarse en Aventino, todo cambiaba. El ritmo se volvía más pausado, casi contemplativo. Las calles estaban enmarcadas por jardines cuidados con esmero y antiguas edificaciones que parecían susurrar secretos del pasado.
Después de media hora, el taxi se detuvo frente a la imponente mansión que alguna vez había sido el hogar de sus padres. Allí estaba, tan majestuosa como en sus recuerdos, con su fachada bañada por la luz dorada del mediodía. Mabel descendió del vehículo y el crujir de la grava bajo sus zapatos le trajo de golpe memorias olvidadas. El aire olía a tierra húmeda y rosas frescas. Durante un instante, la casa pareció inclinarse hacia ella, como saludándola. Pero en su interior, una pregunta se alzó: ¿le pertenecía aún aquel lugar? ¿O era solo un vestigio de quien había sido?
Respiró hondo. Había pasado años convenciéndose de que marcharse había sido lo correcto. Que al alejarse de esos muros podría escapar de las sombras de todo lo que perdió: a sus padres, a su infancia… y a Leónidas. Sin embargo, ahí estaba, esperanzada de que tal vez todavía quedara algo para ella entre aquellas paredes.
Caminó con paso firme hasta la entrada. Un joven vigilaba la reja principal, con expresión atenta.
—Hola, soy Mabel, la hermana de Manrique —dijo con voz serena.
El guardia, que al principio la observó con recelo, cambió su expresión al instante.
—¡Niña Mabel! —exclamó con una sonrisa cálida—. ¡Don Fox, abra la reja!
Desde el jardín, el viejo mayordomo interrumpió el riego de las plantas. Cuando sus ojos se posaron en ella, su rostro se transformó. Pasó de la sorpresa a una ternura contenida que le humedeció los ojos.
La reja se abrió con un leve chirrido y Mabel cruzó el umbral. Fox avanzó hacia ella con los brazos abiertos.
—¡Mi hermosa niña! —exclamó con voz temblorosa—. Qué alegría verte. Manrique estará encantado.
La calidez de su recibimiento le arrancó una sonrisa genuina, una que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.
—Por ahora no le digas nada, ¿de acuerdo? Quiero sorprenderlo.
El anciano asintió con complicidad y la guió hacia el interior.
Nada parecía haber cambiado. Las paredes aún estaban adornadas con retratos familiares, las estanterías rebosaban con los libros favoritos de su padre, y el ambiente seguía impregnado del inconfundible aroma a madera pulida y flores frescas. Cada rincón susurraba fragmentos de una vida que había creído perdida.
Sus pasos la llevaron, casi por instinto, hasta el estudio. Allí donde su padre solía pasar horas absorto entre partituras y pensamientos. Se detuvo frente a la puerta, con la mano sobre el pomo, respirando hondo.
Entonces lo oyó.
El piano.
Cerró los ojos, dejando que la melodía la envolviera. Era él. Manrique.
Abrió la puerta con suavidad y lo encontró de espaldas, sentado frente al instrumento, sus dedos deslizándose con naturalidad sobre las teclas. La luz del sol entraba por los ventanales, pintando su figura con tonos dorados.
Cuando levantó la vista y la vio, sus ojos se abrieron con incredulidad. Durante un segundo pareció congelado. Luego, la emoción lo invadió.
—¡Mi querida Mabel! —exclamó, poniéndose de pie de inmediato—. Mi ópalo... esto sí que no me lo esperaba. ¿Cómo estás?
—Sana y salva —respondió ella, sonriendo—. Veinte días en barco, pero valió la pena.
Él frunció el ceño, divertido.
—¿Barco? Señorita Bianchi, ¿acaso no sabe que existen los aviones? ¡Estamos en el siglo XXI!
—Lo sé, pero en el barco puedo pintar y tocar en paz. Además, así vuelvo con historias que contar.
Su risa resonó, franca, como un bálsamo.
—Déjame verte bien —dijo ella, rodeándolo—. Estás muy guapo, Manri. ¿Dónde está tu esposa? Quiero saludarla.
—Dafne está en la cocina, en su elemento. Ya sabes cómo es… siempre queriendo tenerlo todo bajo control.
Mabel asintió con una sonrisa de complicidad. Recordaba perfectamente el carácter meticuloso de su cuñada.
—Pero dime, ¿cómo has estado realmente? —preguntó él, tomándola de las manos con ternura—. Te extrañaba tanto.
—Yo también te extrañaba —susurró ella—. Estar aquí me hace feliz. Pero ahora quiero comprobar algo... ¿sigues siendo tan bueno como dices?
Él alzó una ceja con fingida ofensa.
—¿Dudas de mí? Vamos, compruébalo.
Ambos se sentaron frente al piano. Manrique colocó una partitura familiar sobre el atril. Era una de las favoritas de su padre. Mabel sintió un leve temblor en los dedos. Aun así, comenzó a tocar, dejándose llevar por la música.
La habitación se llenó de una melodía que hablaba de tardes doradas, de risas infantiles, de una madre que escuchaba atenta. Cuando terminaron, una lágrima rodaba por la mejilla de Manrique.
—Es evidente que has mejorado —dijo con voz entrecortada—. Estoy tan orgulloso de ti.
—Gracias. Esta noche tocaré algo especial para ti.
Él se iluminó.
—¡Eso será todo un espectáculo! Invitaré a Elijan.
Mabel ladeó la cabeza con curiosidad.
—¿Y quién es Elijan?
—Un vecino. Nos conocimos hace unos meses. Es reservado, pero muy talentoso con el piano. Te agradará.
Ella cruzó los brazos, divertida.
—Ya veremos si está a tu altura.
Manrique rió y recogió algunas partituras.
—Ve a descansar. Dafne ha preparado tu habitación. Nos veremos esta noche, mi ópalo.
Mabel subió las escaleras con paso lento, acariciando con la yema de los dedos la baranda de madera. Cada crujido bajo sus pies le hablaba del pasado. A medida que ascendía, inevitablemente comparó aquella casa con su vida en Nueva York, una vida envuelta en el ruido de una ciudad que nunca duerme, pero en la que ella vivía en absoluto silencio.
Después de la muerte de Leónidas, solo la soledad la acompañaba. Bueno… la soledad y un ave. Una pequeña compañera de alas tristes que, hasta ahora, no había traído consigo. La dejó atrás al subir al barco, como si dejarla fuera también dejar una parte de su luto.
Tomó la decisión de volver tras una llamada inesperada de Dafne. Su cuñada le habló con voz serena pero cargada de súplica. Le dijo que Manrique estaba distinto, apagado. Que quizás la tristeza lo visitaba con más frecuencia porque ya no tenía más familia cerca, salvo. Mabel, quien seguía viviendo al otro lado del océano.
Y es que, en el fondo, Mabel siempre había pensado en volver. Nunca dejó de hacerlo. Se había marchado de aquella casa apenas se casó con Leónidas. Tenía miedo. Temía que la muerte la encontrara allí, en ese castillo heredado por sus padres, como si aquel lugar estuviera maldito. El mar se los había llevado a ellos, y ella no quería perder también a su esposo bajo ese mismo techo.
Pero la muerte es un misterio, pensó. Un enigma que se desliza sin permiso, sin importar los mapas ni las fronteras. A veces te persigue... incluso cuando no te toca.