Un refugio entre melodías y sombras

1877 Words
Mabel abrió la puerta de su habitación con una mezcla de cansancio y curiosidad, y lo que encontró al otro lado la dejó sin aliento. Todo estaba dispuesto con una precisión casi ceremonial. Las colchas nuevas brillaban como seda recién tejida sobre la cama, y sobre la mesa reposaban varios regalos envueltos en papel fino, adornados con lazos cuidadosamente atados. Había un aire de bienvenida sincera, como si el espacio mismo hubiera estado aguardando su regreso. Pero lo que realmente capturó su atención fue el piano antiguo que descansaba en la esquina, majestuoso y silencioso. Su madera de caoba reflejaba la luz cálida del atardecer que se colaba por los ventanales, dándole una presencia viva, como si esperara que alguien lo despertara de un largo sueño. Se acercó con pasos lentos, casi reverentes. Deslizó la yema de los dedos por las teclas, dejando escapar una nota suave que flotó en el aire como un suspiro contenido. Hacía años que no tocaba un piano en aquella casa, y sin embargo, el gesto le resultó íntimamente familiar. Era como reencontrarse con un viejo amigo del que nunca se despidió del todo. Junto a la ventana, colocados con igual esmero, estaban sus pinceles y lienzos. Mabel sonrió con dulzura. Manrique y Dafne la conocían demasiado bien. Sabían que ella no necesitaba solo una cama o un armario; necesitaba un espacio donde pudiera refugiarse, donde pudiera verter su alma en cada trazo de pintura y en cada nota musical. Un rincón que le recordara quién era, incluso cuando el mundo intentaba hacerlo olvidar. Sumida en sus pensamientos, apenas escuchó cuando la puerta se abrió con un golpe enérgico. Dafne irrumpió con esa energía desbordante que parecía acompañarla siempre, como una ráfaga de viento cálido que arrastraba consigo alegría y afecto. —¡Hola, cuñada! —exclamó, y sin darle tiempo a reaccionar, la envolvió en un abrazo apretado y sincero—. No iba a dejar que pasaras tu primera tarde aquí sin un saludo como Dios manda. Mabel rió entre sus brazos, dejando que la calidez del momento la envolviera. —Te he echado tanto de menos, Dafne. Y a tus comidas también —añadió con una sonrisa traviesa. Dafne se apartó solo lo justo para mirarla de arriba abajo, con esa expresión mezcla de ternura y regaño que tanto la caracterizaba. —Estás hermosa, como siempre. Pero más delgada… ¿te estás alimentando bien? —Claro que sí —mintió Mabel con una sonrisa evasiva, sabiendo que Dafne no creería del todo su respuesta. Sin insistir, Dafne le tomó las manos con firmeza. —Sabes que esta casa es tuya, ¿verdad? Aunque pasen los años, aunque cruces océanos, aquí siempre tendrás un lugar. Siempre. Las palabras, dichas con esa convicción tan propia de Dafne, tocaron algo profundo dentro de Mabel. Sintió cómo un nudo que llevaba semanas anidado en su pecho comenzaba a deshacerse. —Dafne… he estado pensando —dijo al fin—. Quiero quedarme. No solo unos días. Quiero quedarme de verdad. La expresión de su cuñada se iluminó de inmediato. Un brillo de felicidad auténtica invadió sus ojos. —¿En serio? ¿No volverás a Nueva York? —No. Pero necesitaré tu ayuda para traer a Derek. No puedo dejarlo allá. La sorpresa pasó fugaz por el rostro de Dafne, pero fue reemplazada por una sonrisa determinada. Se acercó de nuevo y la abrazó con más fuerza. —Lo traeremos. No te preocupes por nada. Haré lo que sea necesario. Te lo prometo. El gesto, simple y potente, hizo que Mabel parpadeara para retener las lágrimas. En ese instante supo que, por primera vez en mucho tiempo, estaba volviendo a construir un hogar. Minutos después, sacó dos pequeñas cajas de su maleta. —Tengo algo para ustedes —dijo mientras le entregaba a Dafne los obsequios. El primero era un reloj de arena de cristal con detalles en bronce, delicadamente tallado, perfecto para el despacho de Manrique. El segundo, una gargantilla de oro fino con un colgante de ópalo azul que destellaba como un pedazo del cielo encerrado en piedra. —¡Mabel, es preciosa! —murmuró Dafne al abrir la caja—. ¿Estás segura? —Más que segura. Prométeme que la usarás esta noche. —¡Claro que sí! Me aseguraré también de enviarte el vestido perfecto —dijo, guiñándole un ojo antes de marcharse. Sola nuevamente, Mabel se recostó en la cama. Por primera vez desde su llegada, el peso de los recuerdos no dolía. La nostalgia se transformaba en algo más suave, más llevadero. Cerró los ojos solo por unos minutos, pero fue despertada por el sonido delicado de una percha al ser colocada en la puerta. Se levantó y, al abrirla, encontró un vestido de seda negra que colgaba con elegancia. Tenía un corte sutil que acariciaba la silueta, y caía con una gracia que hablaba de buen gusto. Sonrió. Dafne no se equivocaba nunca. Después de una ducha relajante, se vistió con calma. Se recogió el cabello en un moño bajo, dejando algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro. Un maquillaje sobrio, con labios rojos como el vino, completó el conjunto. Bajó las escaleras con paso firme. El salón estaba lleno de gente, luces cálidas y música suave. Manrique y Dafne saludaban a los invitados con sonrisas impecables, moviéndose como anfitriones experimentados. Ella avanzó entre rostros conocidos y otros desconocidos, pero su mirada fue atraída de nuevo hacia el piano. El de la sala, más grande y majestuoso que el de su habitación, se encontraba iluminado por una lámpara de cristal. Sin pensarlo demasiado, se acercó y se sentó frente a él. Dejó que sus dedos encontraran las teclas, y una melodía melancólica emergió, suave y envolvente. Era una pieza que su padre solía tocar cuando la casa aún tenía la voz de la familia completa, cuando el mundo parecía un lugar seguro. Uno a uno, los murmullos se apagaron. El silencio se instaló como un velo mientras la música llenaba cada rincón. Al finalizar, una pausa reverente fue seguida por un aplauso cálido y sincero. Manrique se acercó al piano, lleno de orgullo. —Señoras y señores, como les dije, les presento a mi pequeña hermana, mi ópalo… Mabel Bianchi. Ella se levantó y lo besó en la mejilla con una sonrisa discreta. —Gracias, hermano. Ahora disfruten de la velada. Caminó hacia el bar y pidió un whisky en las rocas. Necesitaba un momento de calma después de la emoción. Pero antes de que pudiera tomar un solo sorbo, un aroma penetrante y cautivador la envolvió: una mezcla de sándalo, madera y especias oscuras. Giró instintivamente la cabeza, justo cuando Manrique aparecía a su lado. —Ven —le dijo con una sonrisa—. Quiero presentarte a alguien. —¿Ni un trago me dejas probar? —bromeó Mabel, pero ya estaba siendo conducida entre la multitud. Y entonces lo vio. Un hombre alto, de figura elegante, con un porte que irradiaba poder silencioso. Sus ojos verdes parecían observarlo todo con una calma inquietante, como si siempre supiera más de lo que decía. Su cabello castaño caía de forma natural, ligeramente desordenado, y el traje oscuro que vestía delineaba su cuerpo atlético con precisión. Elijan Greco apenas necesitó un segundo para fijar sus ojos en ella. Mabel. Ese nombre retumbó en su mente como un eco suspendido entre realidades. La mujer avanzaba hacia él con una elegancia tranquila, como si flotara en lugar de caminar. La luz dorada del salón jugaba con la seda negra de su vestido, abrazando su cuerpo con una suavidad que parecía hecha a propósito para el deleite de los ojos más exigentes. Pero no eran sus curvas, ni siquiera su belleza serena, lo que a Elijan lo había atrapado. Fue su mirada. Un par de ojos donde danzaban mundos rotos, silencios no contados y una fortaleza que parecía forjada en fuego y lágrimas. —Mabel, te presento a Elijan Greco —dijo Manrique. Ella extendió la mano con naturalidad. Elijan la tomó con firmeza, pero sin fuerza. Su piel era suave, cálida, humana. —Un placer conocerte, Mabel —pronunció, aunque sus palabras sonaron distantes incluso para él. Porque en su interior, una voz que no le abandonaba hacía años se encendió con un tono grave y burlón. “Qué mujer tan hermosa han visto tus ojos, Elijan…” Bastián. Su sombra. Su reflejo. Su conciencia más antigua. Su parte más pura… o la más corrompida. Elijan reprimió un suspiro. No podía permitir que Bastián tomara protagonismo, no ahí, no tan pronto. Y sin embargo, su alter ego insistió, como si hubiera despertado por voluntad propia al sentir la presencia de esa mujer. “Es humana…” murmuró Bastián con desdén. “Solo una humana.” ¿Y qué esperabas? pensó Elijan, sin responder en voz alta. ¿Que encontráramos a otra criatura como nosotros? Pero algo no cuadraba. Algo en ella… vibraba diferente. Como si no perteneciera del todo al plano donde se encontraban. Como si hubiera una puerta invisible entre ambos que solo el tiempo podría abrir. —¿Te gusta la música? —preguntó Mabel, sacándolo del trance. Elijan parpadeó. La voz de ella era como el arrullo del viento entre los árboles. Sutil, hipnótica. —Sí —respondió—. Aunque prefiero observar a quien la crea. Mabel le sostuvo la mirada con un atisbo de sonrisa en los labios. Lo había notado. Había sentido el peso de sus ojos sobre ella durante aquella melodía. —Entonces, observarás seguido si piensas quedarte por aquí. —Tengo la sensación de que me quedaré más de lo que imaginaba —replicó Elijan, sin apartar la vista de su rostro. Mabel desvió la mirada hacia el piano, fingiendo indiferencia, pero sus mejillas traicionaron su calma. Se sonrojó apenas, lo suficiente como para que Elijan lo notara… y Bastián también. “Tiene algo, Elijan. No es solo su belleza. Es lo que oculta debajo. Algo duerme en ella… algo que aún ni ella conoce.” Elijan entrecerró los ojos. Sentía lo mismo. Un pulso antiguo, como si una puerta sellada estuviera a punto de abrirse. Como si sus destinos se conocieran desde antes que ellos mismos. Pero debía tener cuidado. No podía permitirse involucrarse. No otra vez. Él era el Señor del Portal del Cuervo, guardián de pasajes entre mundos, heredero de los secretos más oscuros de los Whitman. Un ángel caído, marcado por la eternidad, con la capacidad de transitar entre formas: hombre, lobo… cuervo. Maldito y bendito a la vez. No podía enamorarse. No debía. Y sin embargo… —¿Te quedarás mucho tiempo en casa de Manrique? —preguntó él, intentando sonar casual. —Todavía no lo sé. Pero no tengo apuro por irme —respondió Mabel, y algo en su tono hizo que su respuesta sonara más íntima de lo que pretendía. “¿Y si es ella, Elijan?”, susurró Bastián con un dejo de provocación. “¿Y si esta humana es la grieta por donde escaparás de tu condena la soledad?” Elijan no respondió. No quería creerlo. No tan pronto. Pero sí supo algo con certeza: había cometido un error al mirarla. Porque ahora no podría dejar de hacerlo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD