: El susurro de Bastian

1411 Words
Después de algunas horas de caminar por el salón, Mabel comenzó a sentirse agotada. Había algo en el ambiente que la saturaba: las risas forzadas, las conversaciones vacías, los brindis sin sentido. Sin embargo, su mirada tenía otro foco. Cada vez que Elijan Greco desviaba la vista, ella aprovechaba para observarlo con descarada fascinación. Había en él una presencia imposible de ignorar: era alto, guapo, de rostro serio y mirada profunda, como si llevara siglos de secretos a cuestas. La rubia que no se despegaba de él le arrancaba una ligera mueca de fastidio. La mujer buscaba su atención con caricias sutiles en el hombro, palabras suaves al oído, pero él... simplemente no respondía. Su indiferencia era casi violenta. Y, por extraño que pareciera, esa frialdad lo hacía aún más atractivo a los ojos de Mabel. Suspiró. La música del salón ya no le decía nada. Su violín, que había traído consigo por si se animaba a tocar, seguía guardada, muda como ella. No estaba de humor para agradar. Y mucho menos para compartir. Con paso lento, subió las escaleras y se perdió en el segundo piso. Su mundo era otro, uno que pocos entendían: pinceles, cuadernos, partituras. Refugios donde podía volcar lo que sentía sin necesidad de explicar nada. Mezclarse con las personas no era su fuerte. Nunca lo había sido. En la universidad apenas si cruzaba palabra con sus compañeros. Su vida en Nueva York era un contraste brutal: una ciudad ruidosa, frenética, pero para ella, cada día se sentía igual, como si caminara entre calles sin alma. Ya en su habitación, se despojó de la ropa festiva, se recogió el cabello en un moño desordenado y se sentó frente a su caballete. Los colores se mezclaban sin intención, guiados por impulsos que ni ella comprendía del todo. Pintaba sin rumbo, pero con el alma. En algún rincón de su mente, Elijan seguía ahí. Tal vez porque, como ella, también parecía ajeno a todo. Tal vez porque, en el fondo, lo había sentido. Pero mientras tanto en el salón de fiestas. Elijan Greco contemplaba las cartas que sostenía en su mano, pero su atención estaba muy lejos de la mesa de póker. A su alrededor, los hombres reían, apostaban con ligereza y hablaban de negocios. Sin embargo, él estaba en silencio, ausente, como si se hubiera desconectado del ruido del mundo. Desde el otro extremo de la sala, su mirada se desvió de las fichas y buscó con precisión el punto exacto donde la había visto por última vez. La joven del piano. Su silueta ya no estaba allí, pero su perfume —una mezcla de gardenias y madera— aún flotaba en el aire, como una melodía persistente. Y entonces, ocurrió. Una voz profunda, casi gutural, resonó en su mente con la familiaridad de un viejo amigo y el filo de un enemigo interno. Era Bastian. Su otro yo. Su sombra. —Qué mujer tan hermosa han visto nuestros ojos esta noche debemos acercarnos conocerla… Elijan apretó la mandíbula y cerró los ojos un segundo. Sabía que, tarde o temprano, aparecería. —No empieces, Bastian. —¿No empezar qué? ¿A sentir? ¿A desear? ¿A recordar lo que somos? Porque tú y yo no somos como ellos, Elijan. No somos humanos. Ella lo es. Un error encantador, pero un error al fin y al cabo. Elijan tragó saliva y apartó la mirada de la sala. A veces olvidaba quién era cuando la presencia de Bastian se silenciaba por unos días. Pero bastaba un estímulo —un rostro, una sensación, un peligro— para que despertara y le recordara la verdad. Era el señor del portal del Cuervo, un ángel caído que había cruzado mundos para vivir entre los humanos. Los Whitman lo sabían. Lo protegían, lo temían… y también lo vigilaban. Como él los vigilaba a ellos. —Ella no es como las demás, murmuró en su mente, casi en defensa. —Claro que no. Tiene alma. Y tú… tú eres un lobo vestido de hombre, un cuervo disfrazado de poeta. ¿Qué harás cuando descubra la verdad? ¿Cuando te vea como realmente eres? Elijan no respondió. Se levantó de la mesa sin decir palabra, ignorando las quejas de Manrique por su repentina retirada. Cruzó el salón, salió al jardín y dejó que el aire fresco lo atravesara. Sus pies lo guiaron sin pensar hacia la dirección en la que ella había desaparecido. En el cielo, un cuervo solitario graznó desde lo alto de una rama. Elijan lo observó con atención. Era un presagio. Uno de los suyos. Elijan suspiró. La oscuridad dentro de él estaba viva, y no podía negar que la figura de la joven lo había trastocado. No era solo deseo. Era algo más primitivo, más antiguo. Como si ella hubiese tocado una cuerda dormida en lo más profundo de su esencia. Caminó hasta el límite del jardín, donde comenzaban los senderos que llevaban a la vieja casona Bianchi. No sabía por qué, pero sentía que debía acercarse. No de inmediato, no como Elijan… pero sí como algo más. Como una sombra protectora. Mientras tanto Mabel envuelta en un camisón de tela suave, se acercó a los lienzos en blanco que esperaban junto al balcón. El cuarto estaba en penumbra, iluminado solo por la pálida luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. Se sentó frente al caballete y dejó que sus dedos se movieran con libertad, sin un propósito claro. Su mente aún estaba atrapada en aquella sonrisa, en esos ojos verdes que la habían atravesado como si conocieran partes de ella que ni ella misma entendía. Entonces, un sonido cortó el silencio: un graznido seco y repentino. Mabel alzó la vista, sobresaltada. En la baranda del balcón, perfectamente inmóvil, se posaba un cuervo. Su plumaje n***o brillaba con un extraño fulgor bajo la luz de la luna, y sus ojos —intensos, oscuros— no se apartaban de ella. Un escalofrío recorrió su espalda, pero en lugar de asustarse por completo, algo en su interior se sintió... observada. No amenazada, sino vista. —Qué susto me has dado... —susurró, llevándose una mano al pecho—. Vuelve luego... y conocerás a Derek —añadió, como si el ave pudiese comprenderla. El cuervo no se movió. Solo la miró, con esa quietud inquietante que parecía esconder una intención, un pensamiento. Mabel desvió la vista y retomó sus pinceles, obligándose a ignorar esa presencia en la baranda. Pintó. Pintó sin pensar. Pintó como si su alma necesitara escapar. Y sin que ella lo supiera, el cuervo siguió allí, silencioso, quieto... testigo y centinela. Él la observaba. A través de aquellos ojos negros, Elijan Greco se aferraba a su forma no humana para contemplarla sin ser visto. La magia que corría por su sangre ancestral le permitía cruzar límites que otros no veían, volverse sombra, volverse viento, volverse cuervo. Y ahora, desde la baranda de su balcón, la veía. Pintando. Respirando. Soñando. No entendía qué lo había empujado hasta allí. No del todo. Había algo en ella que lo arrastraba, una energía distinta, una calma peligrosa. Su mundo —hecho de secretos, oscuridad y pactos antiguos— no conocía a personas como ella. Por eso le atraía. Por eso no podía irse. Mabel dibujó un rostro en la oscuridad. Era él, lo era, aunque su mente no lo asumiera. Lo trazó envuelto en sombras, con una capa oscura y ojos que parecían hablar. Un estremecimiento le recorrió la espalda, pero no se detuvo. Elijan lo supo en ese instante: ya estaba dentro de sus pensamientos. Y eso podía ser un regalo… o una maldición. Cuando ella se levantó, guardando el dibujo en un cajón como quien intenta encerrar un secreto, Elijan extendió las alas. El graznido de despedida fue apenas un murmullo antes de alzarse en el aire y desaparecer entre los árboles. Mabel salió al balcón poco después, sin saber que ya no estaba. Abrazada a sí misma, respiró el aire frío de la madrugada. Miró las mansiones en la distancia y se detuvo en una que parecía un castillo de cuentos, rodeado de flores, imponente y ajeno. —Tengo que pintar esto al amanecer —murmuró. Luego volvió al interior y se dejó caer sobre la cama. Y mientras dormía, la imagen de Elijan permaneció viva en su mente, como una sombra delicada que la seguía incluso en sueños. Él ya había entrado. Y no pensaba salir.
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