El atardecer cubría Roma con una cálida paleta de tonos dorados cuando Elijan llegó a buscar a Mabel. Ella ya lo esperaba en la entrada de su edificio, con una elegancia que parecía surgir desde dentro. Llevaba un vestido oscuro que contrastaba con el brillo sutil de su piel y, en su muñeca, relucía la pulsera de ópalo que él mismo le había regalado. Aquella piedra mágica parecía latir con vida propia, como si reconociera a su verdadera dueña. Él bajó del auto sin apartar la mirada de ella. Se acercó con paso seguro, sin perder ese brillo encantado en los ojos. —Esa piedra te reconoce como su dueña —dijo con voz baja y dulce mientras tomaba su mano—. Pero lo que más me fascina es cómo el ópalo parece apagarse si no está cerca de ti. Creo que también se ha enamorado. Mabel bajó la mirada

