La luna, oculta tras nubes espesas, no osaba iluminar aquel rincón olvidado del bosque gallego. El aire estaba cargado de humedad, de musgo viejo y tierra revuelta. Entre la maleza, apenas visible para el ojo humano, se alzaba una choza rudimentaria construida con ramas secas, barro y osamentas de animales. El silencio reinante era tan denso que hasta los insectos se habían callado. Solo una figura respiraba, viva y expectante, en el centro del círculo de poder: Yanina. Estaba sola, de pie sobre el suelo frío, desnuda, con la piel marcada por símbolos antiguos que había dibujado con una mezcla de ceniza y sangre de cuervo. La sangre, aún fresca, resbalaba por su torso y se fundía con el barro bajo sus pies. En sus ojos no había humanidad, solo un deseo profundo de venganza. Con lentitud

