Después de horas de lucha interna, de un deseo que hervía bajo la piel, él logró lo que tanto ansiaba: probar sus besos. Al principio, ella había intentado negárselos, contenerse, mantenerse firme. Pero sus labios, al igual que aquel maldito vestido rojo con el que había salido a ver al humano Dimitri, terminaron rindiéndose ante el deseo de Elijan Greco.
—Mabel… por favor… solo déjame amarte —susurró al apretar su mano, esa misma que intentaba empujarlo, resistirse, pero que al final cedió. Y en el momento en que ella lo besó, algo dentro de él se rompió y se recompuso a la vez. Su corazón, por tanto tiempo adormecido, latió con una intensidad feroz.
—Amor… estoy aquí porque te amo —dijo ella, quebrando la barrera de la razón—. Y aunque me lo pidas… no podré irme. El amor que tú me das…
