A la mañana siguiente, Bastian y Mabel despertaron con la calidez aún latiendo en sus cuerpos, como brasas vivas de la noche que juntos habían compartido. Se vistieron con rapidez y bajaron a la cocina, donde el aroma del pan tostado y el café recién hecho envolvía el ambiente. Al verlos entrar, los soldados que allí desayunaban se levantaron en señal de respeto.
—Buenos días, General. Señorita Mabel —dijeron al unísono, en un tono grave y casi melódico.
—Buenos días, caballeros. Consuelo, ¿cómo estuvo tu noche? —preguntó Bastian con naturalidad mientras tomaba asiento junto a Mabel—. Siéntense, por favor. Desayunaremos juntos.
Mabel los observaba mientras comían y reían. Aquellos hombres, que se suponía eran soldados o quizá algo más, le parecían increíblemente normales, aunque algo en
