Elijan volvió al rancho del Jardín de las Flores con el alcohol ardiendo en su sangre y los celos desbordados. Malos consejeros, sin duda. Los trabajadores de la finca lo observaban con cautela mientras él paseaba —o corría desbocado— sobre su yegua, Niebla. Había algo en su mirada que helaba la sangre. Algo salvaje, ancestral. Algo que ni el tiempo ni la muerte habían podido domar. Las crines de la yegua se mecían al viento mientras él cabalgaba, errático, desesperado, como un animal herido que no encontraba su guarida. Pero Elijan ya no era solo Elijan. Era Bastian también. Hombre, lobo y cuervo. Una mezcla maldita de humanidad y furia celestial, un ser hecho de ruinas y fuego. Se transformaba con la rabia, con la pena, con el amor que le arrancaba el alma a jirones. A ratos corría sob

