El anochecer comenzaba a tejer sombras sobre el bosque, y el viento gélido anunciaba la llegada de una noche profunda. Consuelo y Mabel continuaban acurrucadas bajo el viejo árbol donde habían llegado horas atrás. El musgo a sus pies se humedecía, y las hojas crujían suavemente cuando el viento pasaba. El silencio se interrumpía solo por el ocasional graznido lejano o el crujido de ramas secas. —Ven, acércate —dijo Consuelo con una sonrisa tranquila—. Te daré un poco de calor. Frotó las palmas de sus manos y de ellas emergió un resplandor tenue, cálido, como el de unas brasas recién encendidas. El aire se llenó de un aroma similar al del incienso o la madera ardiendo lentamente. Mabel se sorprendió al ver que el calor era real, como si Consuelo llevara el fuego oculto entre sus dedos. —

