El suelo tembló bajo los cascos del caballo de Mabel justo antes de que este se desbocara, lanzándola al suelo polvoriento. Apenas pudo reaccionar cuando un grupo de hombres la rodeó. Eran corpulentos, salvajes, vestidos con pieles curtidas y armados con extrañas armas hechas de hueso y metal. Uno de ellos, particularmente voluminoso, blandía un cetro con puntas semejantes a un tridente. Sus ojos, pequeños y hundidos, la examinaban con una mezcla de curiosidad y desconfianza. —¡Aléjense de mí! ¡No me toquen! —gritó Mabel, arrastrándose hacia atrás con desesperación. Pero su súplica fue ignorada. El hombre del tridente se acercó y le clavó suavemente el extremo del arma en las costillas. Mabel se estremeció de dolor, más por la humillación que por la herida leve. —No creo que esto sea co

