3. El fin...

1576 Words
Capítulo 3. El fin justifica los medios. Me desperté esa mañana con una claridad que pocas veces había sentido en mi vida. Era como si todo lo vivido en la noche anterior hubiese derribado de un solo golpe las cadenas que durante años me habían sujetado al mismo martirio: A Francisco, a su indiferencia, al veneno constante de su madre y a las miradas de desprecio de todos los que me rodeaban. No voy a mentir, la culpa todavía estaba allí, mordisqueando los bordes de mi conciencia como una sombra insistente. Pero junto a la culpa, y por encima de ella, había algo mucho más fuerte: una determinación feroz. Ya no iba a ser la mujer a la que todos humillaran. No más. Respiré hondo frente al espejo. Mi reflejo me devolvía la imagen de una mujer distinta, más viva, más consciente de sí. Me acaricié el cuello, todavía sensible, como si mis propios dedos despertaran en mi piel el eco de otra caricia, la de un desconocido que ya se había vuelto un fantasma para mí. Cerré los ojos y apreté los labios. No, no debía distraerme. Tenía un objetivo: Francisco tenía que firmar el divorcio, y lo haría sin siquiera darse cuenta. Busque en mi closet algo nuevo para usar, encontré ese vestido rosa que muchas veces admiré pero que sabía no tendría donde usarlo, entre al baño, me di uno rápido. No necesitaba seguir pensando en la noche anterior. Al vestirme tuve que usar algo más de maquillaje para cubrir esas manchas que delatarían mi traición. Hacía mucho que había redactado mi divorcio, pero nunca me atreví a mostrárselo a él, sabía que Francisco nunca me lo pediría, se lo debía a su abuelo, pero las cosas ya no eran igual. Francisco me conocía demasiado, o al menos eso era lo que él creía. Siempre sumisa, siempre callada, siempre obediente a las órdenes dictadas por su madre y a su indiferencia. Pero ahora jugaría con sus expectativas. No me serviría mostrarme débil ni rogona; lo que lo descolocaría sería precisamente lo contrario. Cuando bajé a desayunar lo encontré allí, sentado a la mesa, algo inusual porque rara vez coincidíamos en las mañanas. Estaba impecable, con ese aire de superioridad del que ya me había acostumbrado. -- Por fin te dignaste bajar... esta casa no es un hotel mujer, tu esposo no tiene que esperar que los empleados lo atiendan, para eso te casaste con él – me dijo mi suegra desde un rincón. Francisco levantó la vista y apenas si me observó, lo hizo como si yo fuera parte del mobiliario, y tampoco le dijo nada a su madre por tratarme asi. -- Buenos días – les dije con calma, sentándome frente a él. Pude notar el leve parpadeo de sorpresa cuando no incliné la cabeza ni sonreí de esa forma sumisa que esperaba de mí. No lo haría más, a partir de hoy sería solo yo, Camille Marchand... asi que lo miré directo, con una serenidad que al parecer lo incomodó. -- ¿No piensas atender a tu marido? – su madre continuo sus reclamos. -- ¡No! – fue lo único que respondí antes de coger una tostada y ponerle algo de jalea encima. -- Parece que dormiste poco anoche – me dijo él con tono de burla. -- Dormí lo suficiente – le respondí, dándole un sorbo al café sin bajar la mirada. Fue un instante breve, pero lo vi. Había una chispa en sus ojos... ¿era desconcierto?, no lo sé. Pero también había algo más... ¿curiosidad quizás? Por primera vez en todos estos años, Francisco y su madre me estaban mirando. Y no como se mira a una criada eficiente, sino como se mira a una mujer cuya esencia ya no podían descifrar. Ese fue mi primer triunfo. -- Si que eres conchuda – terminó por decir su madre, pero eso a mí no me importó. Lo vi salir sin terminar el desayuno, eso estaba bien. No me importaba lo que hiciera con su vida, de pronto lo vi volver, cogió mi brazo con fuerza y me saco del comedor. --¿Qué te pasa? Acaso te volviste loco – le reclamé, pero no se inmuto, era como si no le importara lo que yo dijera. Llegamos a su despacho y vi algunos papeles en la mesa, en ese momento recordé los documentos que mi suegra me entregó la tarde anterior... maldición. Ahora sí, pienso que podría estar en problemas. -- Si no vas a hacerle un favor a mi madre, entonces no le estorbes – me dice y abro los ojos sorprendida. -- Estos documentos debían ser entregados a primera hora... ¿qué hiciste con ellos? – Nunca reconoceré que los deje olvidados en el piso de una habitación en el club, ¡nunca! -- Si eran tan importantes para tu madre, por que no los entrego ella misma, acaso piensa que yo soy su empleada – le respondí y pude ver el asombro en su rostro. -- ¡Camille! – me gritó, pero no me importo. Ya no. -- ¿Qué pasa... te molesta mi respuesta? A mi no. Es más, hace tres años que salvé tu vida y ahora la verdad eso ya no me importa – -- ¿Qué estás tratando de decir? – -- Quiero el divorcio. Este matrimonio nunca debió pasar... ganaste señor Montes, te dejo en libertad – Lo vi fruncir el ceño, tomar los papeles de divorcio que yo tenía en la mano y romperlos a pedazos... en ese momento la sorprendida fue yo. ¿Acaso no quiere divorciarse de mí? -- Eso nunca Camille, no he terminado de torturarte por el daño que me hiciste, asi que no pienses que lo tendrás fácil – Y asi de simple salió de la habitación dejándome más confundida todavía. Escuché sus pasos alejándose y luego como mi suegra se expresaba mal de mí. Pero eso, a mi ya no me importa... Volví a imprimir los documentos, no me quedaría tranquila después de escucharlo decir que necesitaba más tiempo para torturarme. Tenía que encontrar la manera de hacerlo firmar... Esperé que todos se fueran y salí. Pero cuando lo hice encontré a mi suegra sentada en el salón. Como si hubiera estado esperándome. Lucrecia Montes, no tardó en notar el cambio. Ella era la reina del veneno, experta en humillar a los demás, en rebajarme al papel de sirvienta dentro de esa casa que nunca fue mía. Cada comentario suyo era un intento de recordarme que yo no pertenecía a esa familia, que no era suficiente para ellos, y que apenas servía para calentar la cama de su hijo… cama en la que, irónicamente, él rara vez se digno a dormir. -- Camille, ¿podrías traerme un té? – me dijo, aunque las dos sabíamos que había tres empleadas disponibles para hacerlo. -- Lo siento, pero estoy por salir – le respondí y pude ver como su rostro comenzaba a adquirir otro color. -- Camille Lirón, deberías agradecer que Francisco aún te mantiene en esta casa, cualquier otro ya te habría echado de su vida – me dijo a gritos. -- Esa ropa que llevas hoy es inapropiada, pareces… una mujer desesperada – seguía, era lo mismo cada día. Yo la escuchaba con calma, asintiendo a veces, y fingiendo obediencia en otras. Pero por dentro, solo me reía. Porque ya no me importaba. Cada palabra suya literalmente me resbalaba. Ella creía que seguía teniendo poder sobre mí, pero la verdad no era asi, Lucrecia Montes ya había perdido. El veneno que lanzaba ya no me hacía daño; al contrario, me servía como combustible para mi seguir con mi plan. -- ¿A dónde vas? – eso fue lo último que escuché antes de que la puerta se cerrara detrás de mí. Subí a mi auto y conduje hasta la empresa, debía pensar bien que hacer... la empresa de los Montes era el punto más bajo para mí. Sabía que Valentina estaría allí, y lo sabía porque Francisco casi lo dejó caer a propósito cuando hablaba con su madre antes de salir. Ella, su amante, la mujer perfecta según todos... sofisticada, arrogante, adorada por sus amigos y respetada por todos los empleados, todavía no puedo creer que prefieran a una amante que a la esposa de verdad. Al llegar, entré con la frente en alto, aunque apenas crucé las puertas, el aire se cargó de miradas y susurros llenos de mala intención. Algunos empleados desviaron la vista, otros apenas disimularon la risa. Sentí sus cuchicheos detrás de mí como una lluvia de cuchillos: “Esa que esta allí no es la esposa del jefe” “Es verdad ya la habíamos olvidado... no se compara con la señorita Cruz” “Esa mujer es la sombra que estorba a una pareja como ellos.” De pronto como si alguien le hubiera avisado de mi presencia Valentina apareció en el pasillo principal, hermosa y altiva, con ese aire de superioridad que la envolvía como un perfume caro. Me miró de arriba abajo y sonrió con desprecio. -- Qué sorpresa verte por aquí, Camille – me dijo en voz alta, para que todos escucharan. -- No sabía que todavía tenías… acceso a la empresa – -- Y como no podría tenerlo, soy la esposa de Francisco – le respondí, con la misma intensidad con que ella había hablado, esperando que todos me escuchen muy bien.
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