Capítulo 2. La mañana después.
Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue un cosquilleo cálido extendiéndose por mi piel. Tardé unos segundos en recordar dónde estaba. La luz tenue de una lámpara olvidada encendida me mostró un cuerpo masculino, tendido a mi lado.
Su respiración pausada llenaba la habitación de un ritmo casi hipnótico. Era ese desconocido el que estaba dormido a mi lado. El hombre con el que, por primera vez en tres años de matrimonio, había conocido lo que significaba ser mujer.
Me quedé inmóvil, con el corazón enloquecido, como si cada latido intentara escapar de mi pecho para huir de esa realidad. Mis muslos aún dolían, pero era un dolor extraño, dulce, un dolor que me recordaba que había dejado de ser esa esposa virgen de la que todos se burlaban a puertas cerradas.
Y, aun así, esta noche junto con el dolor, también había sentido placer… al recordar lo que hice horas atrás un calor persistente me recorrió desde la entrepierna hasta los labios.
Cerré los ojos con fuerza. Mi respiración se mezclaba entre la culpa y el deseo. Entre la humillación que senti anoche y la necesidad de olvidar... sentía culpa sí, porque seguía siendo la esposa de Francisco Montes; y porque también le había sido infiel, porque cada fibra de mi cuerpo había pedido más de aquel desconocido que ni siquiera sabía mi nombre.
Me incorporé con mucho cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera despertar al hombre que dormía de espaldas a mí. No podía ver su rostro, pero por su contextura ósea parecía ser alguien joven, fuerte, de unos treinta o quizás de menos edad.
Su torso desnudo brillaba bajo la tenue luz. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Un impulso me hizo querer tocarlo, acariciarlo por última vez, quedarme allí para siempre, olvidarme de todo, despertar a su lado y esperar que se hiciera cargo de mí, como lo había prometido, pero no podía... era una mujer casada que no debía estar aquí.
La realidad me golpeó de frente, yo no pertenecía a esta cama, y mucho menos a este hombre. Yo era una esposa… aunque, pensándolo bien, en los tres años de matrimonio nunca había sido tratada como tal.
Busqué mis cosas mientras mi rostro observaba ese pecho que subía y bajaba acompasadamente, encontré mi cartera y la tomé con manos temblorosas, poco a poco fui encontrando cada una de mis prendas...
Mi hermoso vestido blanco ahora estaba todo arrugado, las sandalias también las encontré, estaban cerca a los zapatos de ese desconocido, pude notar que calzaba mucho más que Francisco. Ahora entiendo aquel dicho y puedo decir que con este hombre calzaba muy bien...
Luego de vestirme caminé de puntitas hasta la puerta, al abrirla la madera crujió y tuve que contener la respiración, rogando que no despertara a tremendo semental.
Cuando salí, la madrugada me recibió con un aire frío que me atravesó los huesos... al mirar el exterior me di cuenta de que seguía en el club...
-- ¡Maldición! – exclamé al ponerme los zapatos.
Francisco nunca llegaba a dormir, quizás él y sus amigos seguían acá... bajé la mirada, no necesitaba que alguien pudiera reconocerme en este momento, tampoco necesitaba que alguna cámara oculta pudiera mostrar que estuve aquí. Asi que salí de allí. Huyendo como una delincuente.
El reloj en mi muñeca marcaba las tres y media de la mañana.
Conduje de vuelta a la mansión de los Montes, con la mente en blanco. Solo el recuerdo de esas manos recorriendo mi cuerpo me servían de compañía, esos labios que me habían devorado como nunca nadie lo hizo, y esa voz... esa voz ronca suplicando por un poco más, esa mismo voz que ahora me mantenía despierta.
Al llegar a casa abrí la puerta principal con el mayor cuidado posible. Nunca necesite hacerlo, pues Francisco casi nunca estaba ahí. Pero ahora necesitaba que nadie me sintiera llegar. Podía contar con los dedos de una mano las veces que él había dormido en mi cama.
Por eso al querer subir las escaleras, me quedé helada cuando una silueta surgió de la penumbra.
Era Francisco, él estaba aquí.
Apoyado en la barandilla, con un vaso de whisky a medio terminar en la mano, observándome en silencio.
Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, fijándose en el vestido todo arrugado que llevaba puesto y con él que lo quería impresionar, mirando mi cabello desordenado que debí arreglar en un moño alto justo antes de entrar y que al parecer no se veía tan bien como acostumbraba.
-- ¡Llegas tarde...! – exclamó, con voz seca, cargada de reproche.
Apreté la cartera contra mi pecho y tragué saliva mientras sentía como el aire se volvía espeso. Me limité a asentir, incapaz de decir nada. No quería darle explicaciones. Ni siquiera a él.
-- ¿De dónde vienes, Camille? – no esperaba esa pregunta y menos que comenzara a acercarse a mí.
Por dios como podría explicar el hecho de que no llevaba ropa interior. Sentí como las manos comenzaban a temblarme, pero mi mente seguía repitiendo las palabras que él dijo esa noche, mientras tenía a su amada Valentina montada en las piernas...
-- De ningún lugar que te importé – le respondí con firmeza, sorprendida de escuchar mi propia voz tan segura.
Vi como el gesto de su rostro apenas cambio... es cierto entonces, yo solo soy alguien sin importancia para él, alguien que ni siquiera merecía su reproche.
Bebió un sorbo más de su whisky y se hizo a un lado, para dejarme pasar.
Seguí mi camino con la espalda erguida, aunque por dentro temblaba como una hoja en otoño.
Cerré la puerta de mi habitación con llave, me apoyé en ella y dejé escapar un largo suspiro. Por un momento creí que iba a entrar a reclamarme por haberle contestado asi, pero al final solo escuché como sus pasos continuaron alejándose de mi habitación, iban directo hacia su despacho, donde tenía un sofá cama que utilizaba cada noche para dormir desde que se casó conmigo.
Me desnudé frente al espejo. El vestido cayó al suelo como un testigo silencioso de lo que había pasado entre ese hombre y yo. Mi piel estaba marcada por besos y caricias que aún ardían, en ese momento agradecí que mi esposo nunca se preocupara por dormir a mi lado.
Fue entonces cuando los recuerdos me golpearon con fuerza.
Me miré al espejo y, sin poderlo evitar, volví a sentirlo. El roce de sus manos fuertes sujetando mi cintura, la presión de su cuerpo empujándome contra la pared de aquella habitación oscura, el calor de sus labios sobre los míos, devorándome con pasión.
Cerré los ojos y lo vi de nuevo, lo sentí. Su respiración entrecortada, la manera en que me susurraba que lo perdonara, que lo ayudara a no morir, y que se haría cargo de mí.
Recordé cómo al principio quise resistirme, cómo cada fibra de mi cuerpo gritaba que aquello era un error. Y lo era. Pero después, cuando me atravesó con suavidad y firmeza, cuando la punta de su lengua recorrió mi cuello jadeante, cuando sus dedos me sujetaron como si me reclamara, entendí que la Camille que llevaba tres años esperando un roce, un beso, un mínimo gesto de amor, había muerto.
Los jadeos volvieron a mi memoria como un eco imposible de acallar. Mis propios gemidos, ahogados por esos besos, escapándose entre lágrimas de dolor y placer.
El vaivén de su cadera, cada embestida más profunda que la anterior. Y lo peor, o lo mejor, fue reconocer que después de ese inicio tortuoso ya no había más dolor.
He de reconocer que, después de ese primer desgarro mi cuerpo lo recibió con ansias, como si siempre hubiera esperado ese momento, como si siempre hubiera esperado por él.
Apoyé una mano en el espejo, mientras la otra se deslizaba por mi abdomen desnudo. El recuerdo me hizo arquear la espalda, mi piel erizándose con cada imagen, con cada sensación.
Todavía sentía el peso de su torso sobre mí, acelerándome el corazón... el roce de sus labios secando mis lágrimas que ahora provocaban que yo abriera los míos anhelando un beso que no llegará, pasando mi lengua por ellos, imaginándome que es la de él, sus murmuraciones roncas susurrando un “lo siento” una y otra vez, como si esas palabras pudieran limpiarlo todo.
Abrí los ojos pensando que todo pudo ser un sueño. Pero mi reflejo era el de una mujer distinta. Con el maquillaje corrido, con el cabello alborotado y los labios hinchados. Sintiendo como mis mejillas ardían de deseo, mis pezones estaban rígidos, y entre mis piernas una humedad indiscutible me recordaba que todo había sido real.
-- Soy otra ahora, soy diferente – me dije en voz baja.
Ya no era la Camille sumisa y complaciente que había soportado una infinidad de humillaciones esperando que su esposo se enamore de ella, ya no era la esposa virgen de un hombre que nunca la había tocado, y tampoco era la niña rica que había huido de la casa de su padre para no comprometerse con un desconocido... ¡Ya no!... ahora era una mujer.
Una mujer que había probado el pecado y que había decidido que no volvería a vivir en la miseria física y emocional.
Me puse un camisón ligero, aunque el roce de la tela sobre mi piel aún sensible me arrancó un gemido involuntario. Me tumbé en la cama, pero el sueño no llegaba, todavía podía sentir el olor de ese hombre en mi...
Los recuerdos seguían golpeándome, cada vez con mayor intensidad. Y entre ellos, el rostro de Francisco, mirándome con desprecio e indiferencia desde el pasillo.
Él nunca había estado allí para mí. Ni en los días de soledad, ni en las noches frías, ni en las lágrimas silenciosas que derramé el día que descubrí que me había enamorado de él.
Nunca ha querido mi cuerpo, ni mi amor, y mucho menos mi compañía. Me ha convertido en un adorno desagradable en esta casa, en la burla de sus amigos y en la enemiga de su madre.
Muchas veces como hoy me pregunto:
¿Qué habría pasado de no haberlo ayudado? y
¿Quién fue la persona que le puso ese narcótico en su bebida?
Pero ahora me respondo convencida, eso ya no me importa... ya no era más esa basura como pretendían catalogarme, no era un parásito. Y lo más importante... podía provocar placer en los hombres, podía sentirlo también, y podía gritarlo.
-- ¡Claro que sí! –
Y fue en ese momento, cuando comprendí lo que debía hacer, como si alguien encendiera una llama en mi interior.
Me levantaría. Me vengaría de cada una de las humillaciones que los Montes, sus amigos y Valentina Cruz me habían hecho pasar en estos tres años... Y empezaría por conseguir el divorcio.
Ya lo decidí.
Francisco me había dejado sola demasiadas veces. Ya no iba a esperar más. No me importaba lo que pensaran los Montes de mí, ni lo que dijera Valentina, ni la rabia que sentía su madre por mí.
Ya no sería la niña que lloraba en silencio... nunca más.
Era la mujer que había despertado en una madrugada pecaminosa.
Y esa mujer no se detendría hasta recuperar su libertad.