Capítulo 28. Una verdad que se cose a fuego lento. La casa olía a madera y a la madrugada que todavía no se iba. El vaso de whisky me dejó un rastro cálido en la garganta, un rastro que no apagaba nada, al contrario... encendía algo más antiguo, un secreto oculto por años... Una rabia más fina, más precisa que comenzaba a emergen de mi interior. Había descubierto su nombre esta tarde, haber sido testigo de sus patrones, la voz con la que se imponía en cada momento y al tener en mis manos su archivo, al tener que repetir después de muchos años de dolor sus nombres. Francisco y Lucrecia Montes. Pronunciarlos en la soledad de mi sala fue como llamar a un par de animales por su nombre. No era casualidad que ese hombre creyera en la propiedad. Lo veo en su postura, en la forma en que

