4. El engaño perfecto.
Pude notar su rostro sorprendido, incomodo, pero la presencia de Francisco detrás de ella me detuvo de seguir.
-- Lo siento Fran, no pensé que Camille se molestaría por una simple broma – dijo y él no hizo nada por detenerla. Ni un gesto, ni una palabra. Solo me miró, como si esperara que yo me derrumbara allí mismo, frente a ella.
Pero no lo hice. Caminé hacia ellos con paso firme, ignorando el cuchicheo, ignorando las carcajadas contenidas de esos empleados que solo vivían para halagar a la amante de su jefe.
Me detuve frente a Francisco y extendí unos papeles con la serenidad de quien entrega una carta sin importancia... esta vez me aseguré de incluir documentos de compraventa sin importancia al inicio del fajo, no dejaría que él lo rompiera otra vez, aunque no puedo negar que muero por ver la cara de Valentina si se entera que su amado, no quiere obtener su libertad.
-- ¿Qué es esto? – me preguntó.
Ahora pienso que no debí mencionar el divorcio una hora atrás. Pero las cosas ya estaban hechas y debía continuar.
-- Ya que no obtengo lo que necesito, al menos necesito tu firma para poder cambiar mi auto – le dije, con voz clara y tranquila.
De pronto un silencio repentino cayó sobre el pasillo, pude ver como miraba los papeles que tenía en su poder, pensé que estaba pérdida...
-- ¿Un auto nuevo? ¿No te vasta con el que tienes ahora? –
-- Por supuesto que sí, es solo que está muy viejo para llevar a tu madre en él, pero no te preocupes, puedo seguir... --
-- Firma ya Fran, es normal que tu esposa tenga un auto mejor... no puedes permitir que tu madre siga andando con ella en esa chatarra – sin querer la idiota de Valentina me estaba ayudando a conseguir mi propósito.
¡Vaya ilusa!
Francisco tomó los documentos, confundido. Los miró apenas, esperando que fuera algún trámite rutinario. Yo sabía que no los leería con detalle; jamás lo hacía. Estaba acostumbrado a que yo me ocupara de todo sin chistar.
Vi cómo fruncía el ceño. También note cómo Valentina se inclinaba hacia él para curiosear. Pero lo mantuve bajo control, jugando con su orgullo.
-- Si no quieres no lo firmes, al fin de cuentas el auto puede durar unos meses más –
Lo provoqué con mi serenidad, con mi aparente indiferencia, con ese aire de mujer que ya no necesita de su aprobación.
Y funcionó.
Francisco, atrapado entre su ira y esa chispa de deseo extraño que había nacido en él, tomó la pluma y firmó.
Ni siquiera me dio tiempo de pestañear. Su orgullo lo obligó a hacerlo, como si quisiera demostrarme que no le importaba, que nada de lo que yo hiciera podía sacudirlo.
Valentina lo miró con desconcierto. Los empleados comenzaron a murmurar. Y yo, mientras doblaba los papeles y los guardaba en mi bolso, sentí cómo una ola de triunfo me recorría el cuerpo entero.
-- Que bien Camille, por fin podrás disfrutar de un buen auto – dijo a modo de burla Valentina, pero eso a mí no me importó... había conseguido lo que quería... su firma y mi pase a la libertad.
Esa noche, encerrada en mi habitación, extendí los papeles sobre la cama y observé una y otra vez la rúbrica de Francisco. La tinta que ya se había secado era para mí como una llave que abría todas las puertas para el futuro.
Me tumbé sobre las sábanas y respiré hondo, saboreando la victoria. No era felicidad, no todavía. Era más bien un alivio ardiente, una sensación de que por fin había tomado las riendas de mi destino.
Sabía que lo que vendría después no sería fácil. Francisco no se quedaría tranquilo, y menos su madre cuando se entere de lo que firmó. Incluso tratará de anularlo, pero eso no podrá ser posible.
Yo había dado el primer paso a mi libertad. El engaño había funcionado.
Cerré los ojos, y por un instante volví a recordar la noche con aquel desconocido. Su piel, su voz, el modo en que me había hecho sentir viva. Me mordí el labio. Quizás el mundo entero me estaba despreciando en este momento, quizás Valentina había creído que me ganó, pero estaba equivocada... las cosas no eran asi.
Yo era la que empezaba a ganar.
Y esta vez, nadie me lo arrebataría la victoria...
Mark Leclerc
Abrí los ojos sintiendo el peso de una resaca que no tenía nada que ver con el alcohol. Era otra cosa, un aturdimiento más profundo, como si durante la noche alguien me hubiese arrancado un pedazo de alma y lo hubiese reemplazado con algo nuevo.
-- ¡Maldita sea! – lance un grito llenó de frustración.
No era la primera vez que alguien intentaba aprovecharse de mí, pero esta fue la primera vez que caí redondito en la trampa.
Miré todo a mi alrededor, estoy en la habitación que acostumbro a utilizar cuando vengo al club, recuerdo la noche anterior vagamente... la mujer que utilicé para salvar mi vida, las palabras que le dije mientras la hacía mia.
Aspire una gran bocanada de aire, todavía podía sentir el olor a piel femenina. A deseo puro...
A un perfume tenue que se había mezclado con el mío y con el de mis propias sábanas. Giré la cabeza y descubrí el vacío a mi lado... la cama estaba revuelta mostrándome la noche de pasión que pasé en ella, la huella de un cuerpo ya frio se podía apreciar a mi lado, y cuando giré para observar mejor me di cuenta de que ella ya no estaba aquí.
Me incorporé despacio, sintiendo un tirón en el pecho, mi cuerpo estaba saciado, sí, pero también mostraba signos de defensa... mis sentidos se pusieron en alerta, como si quisiera volver a vivir lo mismo una y otra vez.
Nunca había tenido a una mujer que se negara a compartir mi cama, pero ella lo había hecho, al menos al principio y eso me volvió loco... eso sin mencionar la droga que subía por mi cabeza enloqueciéndome aún más.
Mis manos estaban llenas de arañazos, y mi pecho también...
Y fue entonces cuando levanté mi cuerpo que lo vi. En las sábanas blancas, arrugadas, había un manchón oscuro, un rastro inconfundible de sangre y no era mia.
Me quedé inmóvil.
Durante un segundo creí que era un accidente, una herida menor, cualquier cosa banal. Pero no. La sangre estaba justo donde habíamos estado unidos. Y al recordarlo todo lo comprendí.
Aquella mujer, la desconocida que me había salvado la vida y que había arrastrado hasta mi cama como un huracán, había sido virgen.
-- ¡Demonios! –
Me reí, pero no fue una risa divertida. Era más bien un rugido incrédulo que me quemaba la garganta.
-- ¿Qué clase de mujer se entrega de esa forma, con una pasión desbordada, y al mismo tiempo me deja un rastro de inocencia tan brutal?... ¿Quién carajos era ella? – me pregunto sin obtener una respuesta de mi parte.
El recuerdo de sus movimientos, su respiración entrecortada, la forma en que temblaba entre mis brazos, todo encajaba a la perfección... no había experiencia en ella, solo instinto puro, una entrega casi desesperada.
No me lo dijo, no lo confesó, pero su cuerpo me lo estaba diciendo... ¿acaso escuche que estaba casada?
-- ¡No! –
-- Maldición. Eso no podía ser cierto. Quien con esa pasión podía seguir virgen estando casada. ¿Quién puede mantener a una mujer asi a su lado sin tocarla? –
Y yo, Marck Leclerc, que lo había tenido todo, que conocía el cuerpo de las mujeres como un terreno explorado hasta el cansancio, me descubrí sacudido por algo nuevo.
Algo que me dolía en el pecho si no lo volvía a tener.
Me levanté de la cama con un impulso feroz. En el suelo estaba toda mi ropa tirada, mi camisa parecía tener algunos botones de menos, cerca de ella había unas bragas que parecían haber sido dejadas a propósito... me incliné para recogerla, y me di cuenta de que estaban rotas.
Aspiré su olor, y la guardé en mi bolsillo, como un ladrón guardaría su botín más preciado.
De pronto cerca a la silla, en un rincón de la habitación descubrí algo más... unos documentos. Papeles doblados, algo arrugados, como si se hubiesen caído de un bolso. Los recogí y los examiné con cuidado.
Esta vez debo tener precaución, anoche fui drogado sin haber bebido nada. Eso quería decir que la droga fue puesta en la servilleta o quizás en los papeles que estuve revisando.
Consorcio Montes.
Esa era la marca en el membrete.
Fruncí el ceño, no tengo ningún contacto allí. Es más no trabajo con ellos, no es una empresa que lo merezca... pero entonces... ¿acaso esa mujer trabajaba ahí?
Tenía que ser una empleada, quizá alguna secretaria, o una asistente. Una pieza más en la maquinaria de esa familia arrogante que no valía nada, una empresa que por años ha querido trabajar conmigo y que tanto me había costado evadir.