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El zigurat formaba un bastión de control por el lado izquierdo. Sadam el Cojo estaba sentado en el primer escalón, no conseguía trepar sin la ayuda de al menos otros dos, pero, una vez que llegaba a la cima, permanecía horas solo, mirando el horizonte, por todos lados. Los estratos eran cinco, superpuestos uno sobre otro, y formaban una pirámide perfectamente simétrica: la primera de diez, alineadas y listas para su uso. Los habitantes del vertedero saltaban sobre ella cuando tenían buena disposición de ánimo. Había poco que encontrar, la compresión ya había vuelto todo homogéneo, pero, aun así, siempre podía ocurrir que se soltara algo útil: de las zonas off limits sobre todo, las que quemaban a escondidas, en las primeras horas de la mañana, cuando nadie lo vería ni lo olería, salvo ellos, los habitantes de la zona viva: Sadam el Cojo, Lira Funesta, Argo Zimba y Iac, heterogéneos por edad y procedencia, pero estables en el territorio, cada cual con su barraca propia: la casa, como la llamaba Sadam; la cueva, en el caso de Argo; y el refugio, en el de Iac. En cambio, Lira Funesta estaba en tránsito provisional, no había decidido aún abandonar el sólido techo de la casa materna. Iba y venía.
El zigurat permitía siempre observar la superficie desde arriba. En el último escalón se lograba incluso comprobar la llegada de los camiones. El vertedero abarcaba varios kilómetros, tal vez siete, y en teoría debería haber permanecido dentro de los confines del muro, pero en la práctica llegaba casi a lamer los termovalorizadores. En el suelo, en la parte occidental, la de los zigurats, como la había llamado el turco, estaban los residuos ya tratados, en hermosas porciones cuadrangulares, mantenidos juntos y compactados como si fueran ladrillos de construcción. Sadam sostenía haber visto en el folleto de una agencia de viajes templos antiquísimos con esa forma arquitectónica idéntica: montañas sagradas desde las cuales se dominaba el mundo. En la zona llamada la pútrida, rasante con el muro del Norte, estaban amontonadas las bolsas deshechas, las caldosas y marcescentes, junto con otro material no precisado. Limítrofes con la pútrida, hacia el centro del vertedero, quedaban apoyadas las bolsas de los cubos de la basura íntegros, unos sobre otros, coloreados y chillones con sus olorosas hinchazones, pero también sólidos y puntiagudos. Todo el resto era anarquía. El conjunto creaba un panorama heterogéneo y globalmente efervescente, en el que volvías a encontrar la Mesoamérica, la India y la Argentina. Te parecía volver a ver África y Sicilia, Egipto y el Brasil. Sombras de gaviotas, excavadoras y excavaciones, memorias casi de otros tiempos.