Theo
No dormí, no podía.
Después de leer la carta de Isabella, una mezcla brutal de rabia, incredulidad y asco me dejó completamente despierto.
La releí tantas veces que terminé por sabérmela de memoria
La mujer que pensé que conocía… la mujer con la que estaba a dos semanas de casarme… me deseaba la ruina.
Y lo peor no era eso, lo peor era Marco, mi mejor amigo, mi socio y mi hermano en todo menos de sangre.
Ambos me habían visto trabajar día y noche por esta empresa, y aun así se robaron cada centavo que podían, planeando desaparecer como ratas.
Me quedé en mi despacho con las luces apagadas, solo el brillo del portátil iluminando mis manos.
Busqué rastros, movimientos, cuentas ocultas, o algo que me explicara dónde estaban.
Pero eran astutos, habían borrado todo lo que pudiera llevarme a ellos.
A las cuatro de la mañana me di cuenta de que estaba solo frente a un vacío.
Un vacío profesional, económico… y personal.
Al día siguiente, llegué a la empresa antes que todos.
Apenas entré, la gente se hizo a un lado, sabían que algo estaba mal.
Interrogué a cada persona que trabajaba directamente con Marco y si no tenían respuestas claras, se iban.
Lo mismo con las dos chicas que siempre cuchicheaban con Isabella.
Sabían demasiado, sabían más de lo que decían, así que las despedí sin parpadear.
Reorganicé todos los accesos a las cuentas.
Creé un sistema de seguridad nuevo, hermético, y dejé a una sola persona con acceso total, a mí.
Sabía que la empresa estaba en caos, escuchaba los pasos apresurados, las llamadas urgentes, la confusión.
Pero yo… yo solo sentía silencio.
Silencio y una pregunta que empezó a atormentarme:
«¿Cómo dejé que esto pasara?»
«¿Cómo dejé entrar a esas personas a mi vida?»
El día estaba siendo una pesadilla hasta que escuché su voz.
Hasta que la vi entrar a mi oficina
Adriana llegó justo cuando más lo necesitaba y menos quería necesitar a alguien.
Verla ahí, preocupada… dolida… confusa... me golpeó más fuerte que cualquier traición de Isabella o Marco.
Me recordó quién había sido yo antes de todo este desastre.
Antes de permitir que la mentira nos separara.
Antes de odiarla por algo que jamás confirmé.
Antes de huir de lo que sentía por ella.
Cuando aceptó casarse conmigo, cuando me dio esa salida que yo ya no veía, quise respirar de alivio.
Pero la condición…
«Seis meses y después no volver a verla.»
Eso me devastó más de lo que debió, porque no quería que se fuera, no quería perderla.
Pero tampoco sabía si era capaz de permitirle volver a entrar en mi vida.
Era un caos emocional que no podía mostrarle, así que acepté.
Y cuando Adriana salió de mi oficina, todo mi cuerpo se desplomó en la silla, sintiendo el peso de una decisión que no sabía si era salvación o castigo.
Ese mismo instante, di por terminado todo en la empresa y manejé hasta la casa de mis padres.
Mi madre abrió la puerta con su rostro lleno de preguntas y preocupación.
Mi padre, se levantó del sillón apenas me vio.
Les conté todo, sin suavizar nada, les conté sobre la traición, el robo, la fuga y la humillación pública que se avecinaba.
También les conté sobre el contrato.
El matrimonio temporal con Adriana y mi madre casi se atragantó.
—¿¡Con Adriana Ferrer!? —exclamó— ¡Esa niña no es para ti, Theo! ¡No lo fue entonces y no lo es ahora! — La miré sin responder.
No tenía fuerzas para discutir con ella.
Mi padre en cambio se quedó en silencio un rato largo.
Su mirada no era de sorpresa… era de reconocimiento.
Como si algo que él siempre supo hubiera vuelto a salir a la luz.
—¿Estás seguro de que es solo un contrato? — preguntó finalmente— ¿Solo negocios? ¿Nada más? — Sentí el estómago apretarse.
—Es lo que tiene que ser —respondí— No hay otra opción. — No sé si logré convencerlo.
Pero intenté convencerme a mí mismo mientras lo decía.
Después de eso, fui con mi abogado de confianza.
Uno que sabía mantener la boca cerrada.
Nos sentamos frente a frente y redactamos el acuerdo matrimonial más frío que pude imaginar:
«Duración total: 6 meses, sin prórroga.»
«Pasado ese periodo, el divorcio se concede automáticamente, incluso si una de las partes no lo desea.»
«No habrá contacto físico, a menos que la situación pública lo amerite.»
«No están obligados a pasar tiempo juntos cuando no haya público o prensa.»
«Serán pareja solo ante la sociedad.»
«El acuerdo es confidencial; solo nuestras familias pueden saberlo.»
«Cada uno debe guardar fidelidad durante el contrato.»
«Las empresas de ambos se apoyarán mutuamente.»
Y la última cláusula… la peor de todas… la que más me dolió escribir
«“No existe amor dentro de este contrato.”»
Tuve que firmarla sin temblar y fingir que no pasaba nada.
Pero cuando mi mano estampó mi firma, sentí que algo dentro de mí se rompía.
Porque la verdad… la verdad es que yo sí había amado a Adriana alguna vez.
Y ese amor nunca murió del todo.
Cuando regresé a casa fue mucho peor de lo que imaginé.
Abrí la puerta y el aroma dulce que Isabella insistía en usar, ese perfume empalagoso de flores artificiales todavía flotaba en el aire y me provocó nauseas
No porque fuera fuerte, sino porque ahora lo asociaba con mentiras.
No encendí las luces, fui directo a la habitación, guiado únicamente por la memoria… y por la rabia.
Cuando abrí el clóset, lo vi todo...
Sus vestidos colgados por color, sus tacones alineados, sus bolsas “de colección”, etiquetas aún puestas, todas compradas con la tarjeta de la empresa… con mi dinero.
Me quedé parado frente a eso unos segundos, dejando que la ira subiera hasta donde dolía respirar.
Y entonces simplemente… actué.
Tomé la primera caja grande que encontré, una de madera que Isabella había mandado hacer con sus iniciales en dorado y comencé a arrojar ahí todo lo que tocaba mis manos.
Tacones de diseñador, blusas carísimas, crema “antienvejecimiento” de 500 dólares.
Bolsas que mandó a hacer “solo para las esposas de CEOs”.
No lo hacía con cuidado ni lo hacía por despecho.
Lo hacía porque no quería que Adriana pisara esta casa y sintiera a Isabella respirándole en la nuca.
Después de la tercera caja llena, me detuve.
La rabia no bajaba, no sentía rabia porque amaba a Isabella, sentía coraje por mí, por lo idiota que había sido, así que seguí.
Fui al baño principal y barrí todo lo que era de ella al suelo, cosméticos, peines, tratamientos para el cabello, shampoos “orgánicos”… todo.
Lo metí en bolsas negras de basura.
Bolsas que até con tanta fuerza que mis nudillos quedaron blancos.
Luego volvió el silencio, ese silencio incómodo que te hace notar demasiado los detalles.
Los cuadros que ella eligió, las flores falsas que odiaba, pero que Isabella decía que daban “elegancia”.
Los cojines absurdos con brillos, las velas aromáticas rosas.
El edredón beige que ella escogió para que “combinara con su estética”.
No lo pensé.
Los arranqué, los tiré al piso, los pateé, aunque no fuera era necesario.
Abrí la puerta principal y comencé a sacar todo a la acera.
El servicio de limpieza del vecindario me miró con miedo, pero no me importó.
—Llévense todo —ordené sin mirarlos.
Cuando la casa quedó desnuda, respiré por primera vez en horas, subí de nuevo a la habitación principal… o, mejor dicho, lo que quedaba de ella.
Pedí una camioneta de mudanza rápida, llamé a mis proveedores de confianza:
«Nueva cama king, más firme.»
«Sábanas de algodón egipcio, blancas.»
«Cortinas gruesas en tono azul profundo, el color que Adriana siempre usaba en sus diseños.»
«Un escritorio nuevo para que pudiera trabajar sin sentir que estaba invadiendo territorio ajeno.»
«Alfombras suaves, sin brillos.»
«Un tocador moderno, sin el horror barroco que Isabella adoraba.»
«Un sofá pequeño para la esquina, gris claro, porque Adriana siempre decía que esos colores “descansaban la vista”.»
No quería dejar ni una huella de Isabella.
Porque, aunque esto era un contrato... aunque esto era temporal… Adriana no merecía entrar a una casa que oliera a la mujer que había arruinado nuestras vidas.
No quería que ella pensara ni por un segundo que era la sustituta de nadie.
Mucho menos de Isabella.
Solo quedó un lugar por limpiar, el cajón de la mesita de noche.
Lo abrí… y ahí estaba... un anillo que le había comprado meses antes, antes de que supiera quién era realmente.
Lo miré un largo rato, recuerdo haberlo escogido por obligación, no porque quisiera hacerlo, así que no estaría más aquí
Lo dejé caer en la bolsa de basura, sin remordimientos.
Cerré la puerta de la habitación.
El nuevo olor, a madera fresca y telas recién sacadas de su empaque, llenó mis pulmones.
Por primera vez desde que todo comenzó, sentí que tenía el control de algo.
Algo pequeño, pero mío... algo que podía ofrecerle a Adriana sin avergonzarme.
Un espacio que sería suyo.