( 🌺 Nuestra Noche 🌺 )

1196 Words
La calle estaba iluminada tenuemente por los postes de luz, y el aire nocturno traía consigo el murmullo apacible de los vecinos que conversaban sentados en las aceras. Algunos sostenían vasos con café o cerveza, otros simplemente disfrutaban de la brisa fresca mientras los niños jugaban con linternas y pelotas desgastadas por el uso. Karen caminaba con pasos tranquilos, sintiendo las miradas familiares posarse sobre ella. En aquel pequeño pueblo, su familia era conocida y respetada, y los saludos cordiales eran parte del paisaje cotidiano. A su lado, Deivis caminaba en silencio, las manos en los bolsillos y la mirada curiosa paseándose por las casas y las figuras que se desdibujaban entre las sombras. De pronto, su voz quebró la quietud: —Tú estudias con mi hermana, ¿verdad? —dijo, sin mirarla del todo—. Una vez fui a buscarla al colegio y te vi con tu amigo. Es un poco… peculiar, pero se nota que te quiere mucho. Karen se detuvo unos segundos, lo observó de reojo, buscando algún indicio de burla en su rostro. Su grupo de amigos era sagrado para ella, un refugio en medio del caos, y no estaba dispuesta a permitir que nadie hablara mal de ellos. —Y yo a él. Es como mi hermano —dijo con firmeza—. De hecho, creo que todos ellos lo son, en cierta forma. Deivis levantó ambas manos en un gesto de paz, sonriendo con esa serenidad que parecía envolverlo. —Tranquila, me cae bien el chico. No tienes que ponerte a la defensiva —respondió con naturalidad. Karen relajó los hombros y permitió que una pequeña sonrisa se asomara en sus labios. —Qué bueno —murmuró, y luego añadió con un dejo de curiosidad—. ¿Y qué dice tu hermana de mí? ¿Cómo se llama? —Denis. Y bueno… piensa que eres una niña ricachona y mimada —respondió sin rodeos, pero sin malicia. Karen soltó una risa breve, como quien se ríe de una broma inofensiva. —Probablemente tenga razón —admitió, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera la recuerdo bien, para ser honesta. Él la miró con detenimiento antes de sacudir la cabeza y sonreír. —Yo no lo creo —dijo con suavidad—. De hecho, me encantaría conocerte más. Claro, si tú me lo permites. Aquella confesión la tomó por sorpresa, pero no lo dejó ver. Había algo en el tono de Deivis, en la calma con la que hablaba, que le gustaba. No era ostentoso ni engreído, simplemente sincero. —¡Claro! Me encantaría también —respondió, con una voz un poco más animada de lo que habría querido. Para disimular, añadió con tono juguetón—. ¿Quieres pasar a mi casa? Mi papi seguro está en la sala escuchando a Leo Dan. —¿De verdad puedo? ¿Crees que no se moleste? —preguntó él, dubitativo. —Por supuesto que no. Mi mamá es la bruja de la casa. Mi papá, en cambio, es el ángel cautivo del castillo —dijo riendo. —Tu mamá sí que impone respeto —comentó él, contagiado por la risa. —Es verdad, pero es buena. La amo mucho —afirmó ella con dulzura. Cuando llegaron a la casa, el ambiente era acogedor. Desde la sala se oía la voz melodiosa de Isabel Pantoja y el crujir suave de la mecedora donde don Enrique, el padre de Karen, disfrutaba de su ritual nocturno. El aroma a café y madera vieja llenaba el aire, y una lámpara encendida lanzaba sombras doradas sobre las paredes. —¡Bendición, amor mío! —saludó Karen con alegría. —Dios te bendiga, mi pequeña consentida —respondió su padre con una sonrisa que irradiaba ternura. —Mira, traje a un amigo. ¡Pasa, siéntate! —le dijo a Deivis, empujándolo con suavidad hacia el interior. Don Enrique lo observó con atención unos segundos, midiendo cada detalle de su porte, hasta que rompió el silencio con su habitual tono campechano: —Pase, mijo, no tenga pena. Aquí no comemos gente. Además, la que muerde es, mi señora, Y no está —bromeó, arrancando una risa nerviosa a Deivis. —Gracias, don Enrique —dijo él, con respeto. —No, no, llámame Enrique. Lo de “don” se lo dejamos a los viejos —aclaró con una sonrisa nostálgica. Siempre había evitado las etiquetas que recordaran la vejez, como si con ello pudiera burlar al tiempo. —Disculpe… Enrique —corrigió Deivis, más relajado. —¿Eres hijo de doña Petra? Trabajo con tu hermano Juan Carlos en el despacho del gobernador. ¿Y tú qué haces? —Estudio medicina. Ahora estoy prestando servicio militar como voluntario —respondió con humildad. Don Enrique asintió, aprobando con un gesto silencioso. —¡Excelente! Eso te ayudará mucho en el futuro. Yo también presté servicio militar en mis tiempos. Empaparse con el gobierno siempre es ventajoso. —Eso mismo pienso, Enrique —dijo Deivis, sonriendo. Karen, desde su rincón, los observaba con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal. Ver a su padre hablar con Deivis así, sin dureza, sin filtros, era una señal. Y a ella le encantaba leer señales. —Yo quisiera que mi niña fuera abogada o empresaria —dijo Enrique, mirando a su hija con orgullo—. Manejo ambas áreas y me va bien, aunque ella no necesita nada de eso. Pero me encantaría verla siendo una profesional. Karen se apresuró a intervenir. Hablar de su futuro nunca había sido su parte favorita de la conversación. —Papito, pon a Gale Galeano, ¿sí? Adoro ese tipo —dijo con una sonrisa traviesa. —Ay, esta niña… —suspiró su padre, mientras cambiaba la música. Las notas suaves de Galeano invadieron la sala, y la charla se volvió más ligera, entre risas, anécdotas y tazas de café recalentado. Más tarde, Deivis se levantó y miró su reloj. —Karen, me voy. Ya es tarde para mí. Se volvió hacia don Enrique y, con una seriedad repentina, dijo: —Señor Enrique, me gustaría invitar a su hija mañana en la tarde a tomar un helado. Si usted y su señora no se oponen, claro. Karen sintió sus mejillas arder. Miró a su padre como si aquella aprobación fuera la llave de un destino desconocido. Don Enrique sonrió, lento y sabio, y asintió con tranquilidad. —Claro que puedes. —Hasta mañana, Enrique. —Hasta mañana, hijo. Y cuidado por ahí. —No se preocupe, voy directo a mi casa. Antes de salir, Deivis se giró hacia ella. La miró con una intensidad inesperada y, con una chispa en los labios, dijo: —Chao, corazón perdido. Te veo mañana. Entonces tomó su mano con delicadeza, y depositó un beso suave en el dorso. Karen sintió un cosquilleo recorrerle el brazo, como si aquel simple gesto le encendiera la piel. Lo observó alejarse por la calle oscura, mientras el viento movía las ramas de los árboles y su corazón, sin permiso, se llenaba de una ilusión nueva, palpitante, casi mágica. Una ilusión que, aunque efímera, se clavaría en su memoria para siempre.
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