La casa de los Villasmil seguÃa envuelta en un ambiente de risas y música. El sancocho hervÃa con fuerza sobre una hoguera improvisada, alimentada con leños recogidos del campo. El aroma a leña quemada se entrelazaba con el del caldo, llenando el aire de memorias y tradición. Alguien colocó un disco en el viejo reproductor, y las notas de Te pienso de Franco de Vita comenzaron a flotar entre las conversaciones y carcajadas.
Karen levantó la mirada, y sus ojos se cruzaron con los de Deglis. Aquella mirada, cargada de enojo y algo más que preferÃa no descifrar, le hizo desviar la vista con rapidez. La canción la golpeó con fuerza, trayendo consigo recuerdos dolorosos. Recordó, casi con rencor, cómo él le habÃa jurado, mientras esa misma melodÃa sonaba de fondo, que huirÃa con ella si no hubiese un embarazo de por medio. Pero ahora estaba con otra. Con su mujer. Con la madre de su hijo. Aunque intentaba ignorar el ardor en el pecho, era evidente que aún pensaba en él.
—Tienes buena música aquà —comentó Deivis, acercándose con una pequeña caja de zapatos que habÃa encontrado junto al equipo de sonido.
—SÃ, pero estos son mis favoritos —respondió ella con una sonrisa tÃmida, señalando los discos de Ricardo Arjona, Pimpinela, Rudy La Scala y Aventura—. Apenas salieron al mercado.
—Eres muy linda —soltó él, de pronto, con una voz suave que la desarmó por completo.
—Gracias... tú tampoco te quedas atrás —replicó, algo nerviosa, mientras ambos reÃan bajito, compartiendo un momento de complicidad que fue abruptamente roto por una voz autoritaria.
—¡Karen Guerrero! ¡Camina para la casa! —gritó su madre desde la entrada, haciendo que el ambiente se congelara por un instante.
Todos voltearon. Zulma Guerrero estaba allÃ, saludando con cortesÃa a los anfitriones, pero con la mirada fija en su hija.
—Buenas noches, señora Aurora, señor Villasmil —saludó con ese tono formal que solÃa preceder una tormenta.
—Buenas noches, señora —respondieron los dueños de casa, mientras los chicos intentaban contener la risa.
Karen se puso de pie con resignación, sintiendo las miradas clavadas en su espalda.
—Mami, no empieces. Más tarde hablamos —dijo con tono conciliador, pero su madre no se dejó convencer.
—No, señorita. Ven acá. ¿Te escapaste de casa otra vez? —la reprendió, sujetándola del brazo con firmeza.
Ella no quiso hacer una escena y se dejó guiar hacia la salida. Al cruzar la calle, no pudo contener el reproche.
—¡Me escapé porque estoy harta de sus peleas y de escuchar platos estrellándose contra las paredes!
—¡Cállese, muchacha intrépida! Eso no es asunto suyo. Pide permiso y punto. ¡Deja de andar de vaga por ahÃ! —replicó la madre, entre enojo y preocupación.
El resto del camino lo recorrieron en silencio. Al llegar frente a la casa, su padre la esperaba con los brazos cruzados. Su mirada, aunque seria, tenÃa un brillo que a Karen le ofrecÃa cierto consuelo.
—Casi me mata esa mujer —le dijo, al pasar junto a él, buscando algo de complicidad.
—No te preocupes, a mà casi me engulle una pitón por tu culpa. No encontrarte en tu cuarto fue suficiente para que quisiera matarme a mà primero —bromeó él, provocando una carcajada en su hija que aligeró la tensión.
Pero Aurora no tardó en alcanzarlos, aún con el temperamento a flor de piel.
—¿Viste a tu princesita? ¡ embriagándose como camionero y rodeada de esos chicos! Parece Rosario Tijeras. ¡Eso es lo que estás criando tú! —le gritó al padre, indignada.
—Mujer, son chicos divirtiéndose. Asà como tú te diviertes con tus amigas todos los fines de semana. ¿Qué tiene de malo? —respondió él, intentando calmarla.
—¡Que es una niña! Y esos chicos son un riesgo. Pueden lastimarla... o peor. ¿Acaso no ves lo que pasa hoy en dÃa?
Karen escuchaba en silencio, comprendiendo el temor de su madre, aunque no compartÃa su juicio.
—Mamá, ellos no me harÃan daño. Me crié con ellos, jugábamos en el rÃo, compartimos la infancia. Son como mis hermanos —explicó, con sinceridad.
—¿Y qué sabes tú? ¿Crees que una persona ebria o drogada es la misma de siempre? Yo también fui joven, Karen. No me engañas.
Su padre decidió intervenir para poner fin a la discusión.
—Mujer, no digas cosas que no estás segura de querer saber. Karen, ve a tu cuarto. Arréglate. Saldremos luego.
Ella aprovechó la tregua y subió rápidamente a su habitación. Escogió un atuendo sencillo pero favorecedor: unos jeans ajustados, una camisa marrón anudada en la cintura y unas botas de tacón cuadrado. Mientras se cepillaba el cabello, escuchó la puerta abrirse.
—Niña, ya me voy. Elvis te está buscando con un chico... Dice que es hijo de doña Petra. Qué lindos están esos chicos —comentó su madre, perfumándose con la fragancia de su hija.
—¿Puedo salir a verlos? —preguntó Karen con su mejor expresión de inocencia.
—Sal, pero no llegues tarde. Y no vuelvas a subir esas botas sobre tu cama, ¿me oÃste?
—Gracias, mamita. Te amo —dijo ella, con una sonrisa traviesa.
—SÃ, sÃ, niña loca. Anda, pero no te dejes deslumbrar por cualquier tonto.
—No te preocupes, mami. Un hombre tiene que ser muy especial para enamorarme.
Aurora sonrió. Karen salió corriendo hacia la puerta, donde Deivis la esperaba con una sonrisa que parecÃa iluminar la noche.
—¿Lista? —preguntó él, ofreciéndole el brazo.
—Más que lista —respondió ella, tomándolo del brazo.
Caminaron unos metros en silencio, sintiendo la brisa cálida de la noche, acompañados por el sonido lejano de los grillos y el eco suave de alguna risa desde la casa vecina.
—¿Sabes qué? —rompió el silencio él, girando un poco el rostro para mirarla de perfil—. No esperaba verte esta noche. Pensé que estabas castigada o en otra ciudad con tu tÃa.
—Estaba castigada —respondió ella con una risita—. Pero ya sabes, la rebeldÃa me corre por las venas.
Deivis soltó una carcajada y la miró con ternura.
—Me alegra que te hayas escapado... Aunque casi me infarto al ver gritando tú madre . —Le guiñó un ojo, provocando que ella se cubriera el rostro con las manos, fingiendo vergüenza.