Sentada frente a su escritorio, Karen dejó que una sonrisa escapara de sus labios al recordar aquella noche. El sueño no la había visitado con facilidad; su mente, inquieta y luminosa, revoloteaba una y otra vez sobre la imagen de Deivis y la forma en que él la miraba. Sus labios, aún no probados, la mantenían en un estado de dulce inquietud. ¿Cómo sería besarlos? ¿Cómo se sentiría perderse en ellos?
En medio de esa madrugada silenciosa, las palabras de su padre regresaron con nitidez, como si aún resonaran en la habitación:
—¿Te gusta, verdad, bandida? Estás que das saltos de alegría.
Karen, en un intento torpe de ocultar su entusiasmo, respondió con fingida indiferencia:
—Es lindo.
Pero su padre, sabio en emociones y secretos del alma, la observó con una mezcla de ternura y advertencia.
—Cuidado. Tu madre no se dejará convencer fácilmente por cualquiera.
La joven soltó una risa, recordando cómo él imitaba a su madre con ese tono dramático que tan bien dominaba. A pesar de las discusiones constantes entre ellos, Karen siempre supo que su padre amaba profundamente a su esposa. Incluso en los momentos más duros, su devoción permanecía intacta.
En una ocasión, la duda infantil de Karen se abrió paso en medio de una pelea especialmente intensa:
—Papito, ¿por qué no se divorcian si no se llevan bien?
Su padre, sin perder la serenidad, la tomó de la mano y con dulzura le explicó:
—Mi amor, no es que nos llevemos mal, estamos atravesando un momento difícil. Uno no deja atrás años de matrimonio sin luchar, especialmente cuando todavía se ama. Cuando te enamores, lo entenderás.
En aquel entonces, Karen no comprendió aquellas palabras. Creía que el amor no era para ella, que tal vez estaba destinada a vivir sin esos sobresaltos del corazón. Pero ahora, con Deivis apareciendo en su vida como un vendaval suave, empezaba a entender.
Esa noche, ella solo pensaba en él. En su sonrisa franca, en la forma en que sus ojos la seguían con admiración, en la promesa no dicha de que volverían a encontrarse. Y aunque el amanecer llegó sin que pudiera descansar del todo, sus sueños estaban llenos de su presencia.
Al día siguiente, salió de su habitación atraída por el olor a comida y el sonido de una película en la sala. Sus padres almorzaban relajados, disfrutando de un rato juntos frente al televisor.
—¡Bendición! ¿Hay comida? Muero de hambre —anunció con voz somnolienta.
—Sí, mi niña. Te guardé algo en el microondas —respondió su madre, sin apartar la vista de la pantalla.
Karen calentó su plato y se sentó con ellos. Su padre, como siempre, la observaba con ojos atentos, captando cada pequeño cambio en su hija.
—Hoy no quiero que salgas a beber con esos amigos tuyos.—dijo su madre con tono firme.
—Hoy no las veré. Deivis me invitó a un helado —respondió Karen, tratando de sonar casual.
El nombre hizo que su padre alzara una ceja con curiosidad, mientras su madre preguntaba:
—¿Quién es Deivis?
—El hijo de doña Petra. Solo un amigo. ¿No querías que hiciera amigos responsables? Pues este no bebe ni fuma.
Su madre suspiró, menos preocupada. Su padre, en cambio, le dedicó una pequeña sonrisa antes de anunciar:
—Sobre el escritorio de tu cuarto, dejé algo para ti. Espero que te guste.
La intriga la llevó de inmediato a su habitación. Al entrar, encontró un ramo de margaritas blancas adornadas con tres rosas rojas. Junto a las flores, una pequeña nota decía:
"Pasaré por ti a las siete. Ya extraño a mi corazón perdido."
El aroma de las flores llenó la habitación, envolviéndola en una mezcla de nerviosismo y dulzura. Se preparó con esmero, escogiendo un vestido rojo de corte sencillo y unas sandalias cómodas. A las siete en punto, él llegó. Puntual, como había prometido.
Su sonrisa, al verla, le provocó un vuelco en el pecho.
—Buenas noches, familia —saludó con cortesía.
La educación de Deivis conquistó incluso a su madre, quien, contra todo pronóstico, le ofreció un café.
Esa noche fue mágica. Pasearon por la feria del pueblo, compartieron risas, confidencias y pequeñas miradas que decían mucho más que las palabras. Y cuando finalmente la besó, Karen sintió que el mundo desaparecía. Que solo quedaban ellos dos, en un instante suspendido.
A partir de entonces, algo cambió. Karen se sentía distinta. Más ligera, sí, pero también más vulnerable. El beso de Deivis había plantado en ella una semilla de esperanza, pero también el temor de que todo pudiera esfumarse.
La mañana siguiente comenzó con el canto de los pájaros en la ventana. El aroma del desayuno flotaba en el aire, y el murmullo de su padre tarareando una canción llenaba la casa. Bajó las escaleras envuelta en una tibieza serena.
—¡Buenos días, princesa! —la recibió su padre.
—Buenos días, papi. ¿Qué tal la mañana?
—Mucho mejor sabiendo que te cuidaron bien anoche. Ese muchacho tiene buena madera.
Su madre, con una taza de café en mano, interrumpió:
—¿Y? ¿Te gustó el paseo?
Karen asintió, con una sonrisa tímida.
—Te advierto, Karen, los hombres buenos no abundan. No dejes que jueguen contigo, pero tampoco cierres tu corazón por miedo.
El día transcurrió con calma. Hizo sus tareas, escribió en su cuaderno —ese refugio secreto donde podía ser completamente honesta— hasta que un mensaje de Deivis interrumpió su concentración.
"¿Te gustaría salir esta tarde? Tengo algo especial que mostrarte."
Sin poder evitar sonreír, respondió:
"Claro, ¿a qué hora?"
A las cinco en punto, ya estaba esperándolo. Esta vez, no trajo flores, pero su sonrisa bastó para iluminarle el alma.
Tomaron un camino diferente, que los condujo a las afueras del pueblo. Allí, rodeado por árboles altos y una calma que parecía sacada de otro mundo, había un pequeño lago. Deivis aparcó el auto y la invitó a bajar.
—Este lugar es especial para mí —le dijo—. Vengo aquí cuando necesito pensar… o escapar.
Se sentaron en la orilla, contemplando el reflejo del cielo sobre el agua.
—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó ella con voz suave.
—Porque quiero que formes parte de mi mundo. Quiero que me conozcas más allá de las palabras.
Karen lo miró, conmovida por su sinceridad.
—Gracias —fue lo único que pudo decir.
Hablaron durante horas. De sus vidas, de sus sueños, de esos miedos que se esconden en la noche. Y cuando él la llevó de regreso a casa, algo dentro de ella supo que su historia apenas estaba comenzando.
—Hasta mañana, princesa —dijo él al despedirse, acariciándole suavemente la mejilla.
Y con esas palabras, ella supo que ya no había vuelta atrás.