—¡Me sorprende más el hecho de que consideres sus locas historias como un testimonio válido! —le dijo irritado Carlos.
Carlos Luján era un colega muy hábil que tenía más de quince años en el negocio y al que Lidia tomaba en cuenta de vez en cuando; ésta era una de esas ocasiones.
Por la mañana fue directo a su oficina.
—Puede que sea una realidad transformada, que entre líneas me esté diciendo la verdad de lo que sucedió. El médico dice que cuando llegó se encontraba en estado de shock nervioso, desde entonces ha mejorado muy despacio, es obvio que algo o alguien se lo causó —rebatió ella mientras recogía del escritorio sus apuntes que Carlos dejó caer con apatía. A pesar de que en algunas ocasiones tenían roces, él era su mejor consejero en aquella complicada profesión.
—¿Quieres saber lo que creo? —preguntó pedante y cuando Lidia le asintió se acomodó en su silla para dar inicio—:Gabriel Alcalá, veintidós años, graduado como licenciado en negocios internacionales, mexicano con ascendencia escocesa. Su familia tiene una cadena de restaurantes y su prometida es heredera de una empresa minera —citó de memoria—. Creo que la víctima que, como dice tu archivo, estaba a punto de casarse, quería una aventura más para después jurar amor eterno y todo eso… La última vez que lo vieron fue saliendo de un bar a altas horas de la madrugada, tal vez iba muy alcoholizado o bajo la influencia de drogas. Su coche quedó abandonado en el estacionamiento del local, así que puede que haya tomado un camión. Escogió un lugar lejano para que nadie supiera. Llegó y lo primero con lo que se topó fue con la dulce y bella Ámbar. Se enredó con ella y ya no pudo volver a su casa porque quedó fascinado. Al final, ella se enteró del estado sentimental de Gabriel e hizo lo suyo.
—Pero… —quiso hablar y vio que Carlos levantó leve un brazo para que lo dejara continuar.
—Es posible que el shock y su locura sean burdas actuaciones o el arrepentimiento la esté consumiendo. —El abogado pareció complacido con sus resoluciones, aunque en el fondo se sentía preocupado porque era muy raro que su compañera se viera tan a la deriva en un caso—. No puedo entender por qué alguien como tú tiene tantas dudas de algo tan obvio. —Se recargó en el escritorio, acercándosele para hablarle directo y con voz baja—. Lidia, tienes más clientes interesados. Este es un caso que no vas a ganar.
—¿Es porque hay sobornos de por medio? —Entrecerró los ojos al preguntarle.
—Es porque se culpa ella misma y porque las pruebas la señalan —fue severo al responder—. Pero dime ¿qué piensas de mi teoría?
—Suena convincente —dijo, pero en realidad no se sentía del todo convencida, había algo que le decía que tenía que seguir investigando.
Su colega era uno de los más eminentes abogados porque parecía un tiburón al defender a sus clientes, y para ella su opinión siempre era relevante. Las pruebas y los testigos harían que cualquiera estuviera del lado de lo que él decía. Aun con todo eso, ella seguía pensando que Ámbar era una chica distinta, que en sus historias increíbles sí existía algo de verdad.
—Sabes que tengo razón —insistió Carlos y se puso de pie.
—¿Qué se supone que debo hacer? Conozco esa expresión. —Lo apuntó con el dedo desde donde ella estaba sentada—. Piensas que lo mejor es enviarla al psiquiátrico.
Él la observó incrédulo. Dio varios pasos alrededor. Su oficina no era tan grande, así que situarse cerca de Lidia fue rápido. Una vez cara cara, le habló al tener toda su atención:
—O puedes dejar que vaya a prisión con una larga condena, pero te doy quince días para que recibas la llamada de un s******o… o algo peor. Esas mujeres saben hacer pedazos entre sí y el aspecto que me describes de la muchacha no ayuda en nada. No la respetarían. Abusarían de ella hasta el cansancio, abusos de todo tipo.
La frase final los estremeció a los dos.
Era cierto. Dejar que Ámbar fuera condenada se volvería un homicidio.
Lidia salió de la oficina de Carlos sintiendo una especie de enojo que no terminaba de comprender. Le había prestado la declaración extraoficial escrita a mano de su cliente porque necesitaba una segunda opinión, y ¿quién más para recurrir que el segundo abogado con más casos ganados del bufete? Para su mala suerte, la respuesta que le dio no era la que quería escuchar. Pero ¿por qué tanta vacilación? No tenía una prueba palpable del porqué considerar siquiera que la chica era inocente, incluso ella misma se decía culpable sin pestañear, no había más motivos para pensar lo contrario. A pesar de tener todo apuntando en contra de la joven, presentía que existía algo más e iba a descubrirlo a toda costa.
Esa tarde se retiró del bufete quince minutos antes de las seis. En su departamento contaba con una oficina donde solo ella entraba. Allí era libre de armar su muy querido “pizarrón del asesino”, como lo llamaba, y que solo usaba para los casos que consideraba complicados. Unir pistas la auxiliaban a encontrar la mejor defensa.
Bajó en el elevador los catorce pisos del edificio y al abrirse las puertas en el estacionamiento sintió un frío inusual. Dejó su sacó arriba, pero no estaba dispuesta a regresar. Su coche quedó estacionado al otro lado del amplio lugar. Esa sensación de espacio abierto y el eco de sus pasos le parecían desagradables, así que decidió darse prisa. Fue un leve gruñido lo que la detuvo de golpe justo a medio camino. Con ayuda de la alarma que llevaba en la mano localizó el carro porque se sintió confundida y un poco mareada.
«Seguro lo imaginé, debo descansar más», pensó para ser capaz de seguir. No se permitían animales en el edificio y jamás había visto uno allí. ¡Pero un nuevo gruñido más cerca impidió que avanzara.
Obligándose, giró la cabeza. ¡No podía creer lo que veía! Un perro n***o de tamaño mediano y con un ojo blanquizco le mostró sus largos colmillos. Se ubicaba a solo tres metros de distancia, así que correr no era opción.
—¡Shh! ¡Shh! Tranquilo, perrito —intentó calmarlo.
El perro volvió a gruñir, pero no movió las patas.
Lidia tenía que decidir. Parecer indiferente para que no percibiera el miedo que la recorría fue su primera opción. Lo siguiente era caminar.
El animal tenía la boca lo bastante grande como para darle una buena mordida si se decidía a atacarla.
Lidia lo miró a los ojos, tan solo bastaron cinco segundos para llevarla a tomar la decisión de avanzar. Su pie se elevó, esperó un nuevo gruñido, pero esto no pasó. Cuando la zapatilla tocó el suelo, decidió dar otro paso. Así, paso a paso se alejó del perro. Para su buena suerte sintió que él no la siguió. Evitó voltear a ver para comprobarlo, pero apenas se acercó a su coche lo abrió antes de llegar a la puerta. Cuando por fin se pudo sentar dentro, soltó un hondo respiro. La sensación del llanto que ansía salir atacó sus ojos, ¡pero no!, eso no la iba a hacer llorar.
Salió veloz del estacionamiento con rumbo a su casa.
Llena de adrenalina, entró a su departamento y fue directo a su oficina. Arrancó las hojas que seguían pegadas del caso anterior y rebuscó en su maletín. Lo primero que sacó fue la fotografía de Ámbar, la cual colocó debajo de la palabra “asesino”. Una palabra que contrastaba con la dulce mirada de la joven que, al menos en esa imagen vieja, se mostraba radiante. Más hojas, notas y fotografías fueron colocadas, absorbiéndola por horas.
Al día siguiente, a la misma hora que la primera vez, la abogada esperaba contemplando el reloj azul de la pared, sentada y sintiendo una gran ansiedad en la banca gastada de la cárcel. Las manecillas parecían moverse más lentas cada minuto. Existía una pesadez en todo el ambiente y el calor ese día era insoportable; detalles que le hicieron presentir que algo malo se avecinaba. El conjunto de pantalón y saco color gris que eligió no le ayudaban a estar cómoda, pero le gustaba vestir formal. Las personas que deambulaban por allí le mostraban poca cortesía y prefirió centrar su atención en los documentos de otro de sus trabajos.
—¡¿Viene por más de mis cuentos?! —Resonó una puerta y las palabras de Ámbar se dejaron escuchar dentro de la habitación donde solían encontrarse y donde Lidia ya aguardaba.
—¿Qué? ¡No! No pienso que sean cuentos…
—¡Miente! —gritó, golpeando la mesa y apuntando sus ojos hacia la abogada con una ira nueva y abrasadora—. ¡Deje de mentir! ¡Dejen de mentir todos aquí! —soltó de nuevo con más fuerza.
Al verle el rostro, Castelo notó que a su labio inferior lo decoraba una cortada de poco más de un centímetro.
Un custodio apareció justo a tiempo para detener su episodio e hizo que se sentara con un fuerte empujón sobre la vieja silla, inundando el lugar con un chirrido molesto. Seguido de ello un silencio inquietante imperó.
—¿Quiere que me quede? —preguntó malhumorado el hombre después de que Ámbar se tranquilizara y comenzara a juguetear con las mangas de su ropa, balbuceando una canción en dialecto.
—No lo creo necesario. Supongo que ya pasó el arranque, ¿no es así? —la cuestionó con delicadeza, pero sonando como una madre que reprende a la hija rebelde.
La joven le asintió con la cabeza y bajó el rostro en señal de vergüenza.
—No voy a contarle nada —susurró, mirando la parte de la mesa donde colocó las manos y hablando con una voz rasposa y lenta—. Mi compañera dice que nadie va a creer mis “cuentos”, y yo no digo cuentos.
—¿Y esa compañera fue la que te hizo eso? —Señaló la herida de su boca, pero no obtuvo respuesta. Ahí lo comprobó: las conjeturas de Carlos se hacían realidad, y ese apenas era el inicio—. No pienso que sean cuentos. No debes escuchar a nadie, solo a mí, ¿entiendes? Estamos aquí, solas, somos confidentes. Dos mujeres platicando y nada más. No le hacemos daño a nadie.
La situación tenía que cambiar para que Ámbar se sintiera más cómoda y libre de hablar sobre su caso.
—Somos dos mujeres, sí, pero yo soy la única que habla. ¿Por qué usted no me cuenta algo? —se quejó.
—¿Qué quieres saber? —Lidia no solía conversar de esa manera con sus clientes, su vida privada era algo que cuidaba bastante, pero encontró en su cuestionamiento la oportunidad de irse ganando su confianza.
—Dígame, ¿usted tiene perros? —Lució animada de un momento a otro.
Sin duda la joven era alguien que cambiaba de estado de ánimo demasiado rápido. Castelo empezaba a acostumbrarse a la situación, pero la pregunta le recordó el incidente con el perro en el estacionamiento y le provocó un estremecimiento.
—¿Mascotas? No, no tengo. Vivo en un departamento pequeño y dudo que sea posible que un perro pueda estar cómodo conmigo. —Muy en su interior pensaba que ningún animal o ser humano era capaz de sentirse a gusto a su lado, aunque eso no lo externó porque era del tipo de cosas que no le decía a las personas, mucho menos a sus clientes.
—Yo tenía perros —comenzó a hablar de ella en cuanto tuvo oportunidad.
La abogada supo que debía aprovechar y se preparó para registrar, aunque fuera en la mente, toda la información que considerara de importancia.
—¿Tenías? ¿Por qué hablas en pasado?
—¡Están muertos! —dijo con dureza y un atisbo de furia se asomó en su semblante—. Romeo y Julieta, así se llamaban mis dos hermosos perros. Eran r**a pastor alemán, enormes y muy cariñosos. Les gustaba despertarme a lengüetazos. —De pronto, una sombra cubrió sus ojos.
—Debiste quererlos mucho —añadió para que ella continuara.
—Mi hermano José los vio morir. Es un niño tranquilo, no tenía por qué verlo. —Un evidente sufrimiento desfiguró por un momento su bello rostro.
Lidia sacó, lo más discreta que pudo, su libreta y comenzó a escribir, buscando no perturbarla.
—¿Qué fue lo que vio? —la cuestionó en voz baja.
—Él… vio cuando Alan los destrozó… —Tragó saliva—. Yo sabía que el asunto de mi cuello no se quedaría así —aseguró y las lágrimas salieron.
Esta vez la abogada llevaba consigo una caja de pañuelos. Se los extendió a Ámbar y esta prosiguió, secándose antes las saladas gotas:
—¡Era él!... —Detuvo su frase para lanzarle una mirada de recelo a Lidia—. Pero usted es demasiado desconfiada como para entenderlo.
—¡No!, no pienses eso, yo te creo —sus palabras sonaron seguras para su sorpresa—, puedes contarme lo que sea.
Lidia rozó su mano con la de Ámbar y con ello le transmitió seguridad. Empezaba a nacer una conexión extraña entre ambas mujeres y, aunque a la abogada le incomodaba un poco, no hizo algo para evitarlo.
—Alan tenía… habilidades… Mejor dicho, tenía una especie de poder. ¡¿Cómo no tenerlo?!, si no era humano —musitó para sí.
—¿Qué poder tenía? —indagó, haciendo un gran esfuerzo por adentrarse en lo que le decía para no reírse de semejante afirmación.
—Él podía convertirse en una bestia, una bestia horrenda. —Por sus ojos cruzó una chispa de auténtico temor.
—¿Cómo era esa “bestia”? ¿Me la puedes describir?
—Se parecía a un chacal. ¿Los conoce? Pero dos veces más grande. Su pelaje era grueso y rojizo… Rojo, como su cabello —susurró lo último y un escalofrío la recorrió.
A pesar de lo absurda que resultaba la declaración, la joven lo dijo de una manera que logró que Lidia fuera incapaz de burlarse de lo que, era evidente, ella consideraba como real.
—Digamos que… era como ¿un nahual? —En realidad se sentía interesada por la respuesta. Había leído acerca de esos seres en las mitologías mesoamericanas. Entre los grupos indígenas se denominaba nahualismo a la capacidad que poseen algunas personas para transformarse en animales. Por eso se atrevió a preguntar al relacionar ambas descripciones.
—¡No! No comprende todavía. ¡Esa criatura no venía de un hombre!
—Solo quiero darme una idea… —le dijo para que pudiera continuar escuchando su historia—. Entonces, me decías que tu hermano se encontraba cerca cuando ese “chacal” lastimó a tus mascotas, ¿no es así? —Mientras confirmaba iba escribiendo con precisión el dato.
—¡Sí!, por desgracia así pasó. El pobre José vio, cuando fue a recoger el maíz más lejano, cómo la bestia los abrió a la mitad como si fueran muñecos de trapo. Les sacó las tripas con sus garras para tragárselos y regó el resto por todo el piso del granero, dejándonos un bonito recuerdo… Fue imposible desmanchar la sangre del suelo. Es difícil quitarla, ahora lo sé.
Las últimas palabras hicieron que Castelo se estremeciera, pero evitó que ella se percatara del miedo diminuto que le causó escuchar aquel frío fragmento.
—¿Cómo sabes que ese animal era en realidad la víctima? —la voz le sonó suave porque era necesario mantenerla sosegada.
El esfuerzo fue en vano, la joven reaccionó furiosa.
—¡Deje de decirle así! —Apretó ambos puños para canalizar la energía allí y no al rostro de Lidia.
—Perdóname, no volverá a pasar —concilió—. Mejor dime, ¿cómo sabes que ese animal era en realidad Alan?
Ámbar se tomó un minuto en el que se quedó tan quieta que hacía pensar que estaba perdiendo la conciencia. Cuando por fin reaccionó, siguió hablando un poco más bajo y sonando enfadada:
—Todavía no llego a esa parte. Si quiere saberlo tendrá que ser tal y como pasó cada cosa. —Se removía en su silla. La lucidez se tambaleaba.
—Lamento haberte incomodado, olvida mi pregunta, por favor. —No podía permitir que la joven perdiera la calma porque, según su médico, las crisis que le daban eran cada vez más frecuentes—. Entonces ¿el “demonio” vio a tu hermano?
—Sí. Tal vez no le interesó en ese momento. Supongo que la suerte estuvo de nuestro lado… Respondiendo a su pregunta, supe que Alan, convertido en ese monstruo, fue quien le quitó la vida a mis pobres perros porque unos cuantos cabellos rojos quedaron regados sobre los restos. En ese punto yo ya no entendía qué era lo que pasaba. ¿Por qué ese hombre se empeñaba en hacerme daño? ¡Ya era suficiente con haber intentado matarme! —El desconsuelo hizo de las suyas en su expresión, luego fue la confusión, para después volver al presente—. Aunque… lo que vino después, eso no lo esperaba. ¡Por Dios que no lo esperaba!
Una ola de suspenso azotó entre las dos, logrando que se sintieran exaltadas, pero necesitaban continuar.
—¡¿Qué pasó?! —indagó Lidia y soltó la pluma sobre la libreta. Quería escuchar todo con suma claridad. Por fin se había metido de lleno en la historia de su cliente, cuando de pronto, algo la sacó de su letargo. El vibrador de su teléfono hizo resonar la vieja mesa y tomó discreta el aparato entre sus dedos para leer el mensaje que llegó:
SMS de: Carlos
Ven a mi oficina en cuanto puedas,
llegó un paquete para ti muy interesante,
es sobre el caso de la loquita.
Me debes un buen almuerzo. Obvio tú pagas.
—¡Tengo que hablar de Samanta! —Ámbar subió la voz molesta para que Lidia dejara de mirar su teléfono celular. Una vez que obtuvo su atención, fue tan difícil decir lo que quería que terminó tartamudeando—: Él… Él… la mato. Alan… la mató.
La abogada se quedó sin saber cómo reaccionar.
—¿Samanta? —la cuestionó extrañada. No existían registros de una denuncia contra la víctima por el homicidio o al menos la desaparición de una “Samanta” en la documentación del caso.
—Sí, era mi mejor amiga, de mi edad, más bonita que yo. Los muchachos siempre la perseguían cuando íbamos a comprar al mercado, pero ella decía que era mejor terminar sus estudios e irse del pueblo. Recuerdo que la encontré una mañana, dos días después de lo de los perros. Yo creía que él ya se había ido al no haberse aparecido y me atreví a salir de casa a comprar la despensa. Platicamos por un rato, se despidió de mí y luego de eso nadie más supo nada de mi querida amiga. —El dolor que le causó mencionar a Samanta fue notorio. Un dolor real y grande.
—¿Cómo sabes que el demonio la mató si nadie más supo de su paradero? —La situación se estaba tornando distinta esta vez. Un asesinato sin investigar era un tema delicado, pero podía servir para ayudarla a salir libre.
—¡Nadie más que yo! —corrigió, abriendo los ojos de par en par—. El mismo día que la vi recordé que había olvidado comprar la ortiga que uso… usaba para lavar mi cabello, así que tuve que volver al mercado. Caminaba por una calle solitaria cuando escuché un grito que terminó en un parpadeo. Podía ser cualquiera, y yo… corrí, más por instinto que por querer hacerlo. Corrí hacia donde creí que venía el grito porque sentía la necesidad de ver lo que pasaba. Una sensación en el pecho me decía que era Alan otra vez. Me quedé parada detrás de un muro, para asomarme solo un poco sin que me viera. ¡Y sí, allí estaba tal como pensé: hecho humano con esa altura que me daba tanto miedo! Tenía a Samanta por el cuello, igual como me había tenido a mí, solo que… él no se detuvo… —Fijó la vista sobre la abogada, no quería que ella se distrajera ni un poco—. ¡Sí! Él no paró. Siguió apretando y apretando hasta que mi amiga dejó de luchar. ¡Dejó de respirar! A lo lejos vi que los párpados de él se volvieron más púrpuras y parecía en serio complacido. Yo… no pude hacer nada, solo me mantuve quieta como una inútil. ¡Nada! —lloró al decirlo—. Todos mis sentidos estaban congelados, por completo aterrados.