Maldad Consumada

3616 Words
Te amaba, te amé y te amaré por siempre. Cada encuentro cabalgábamos por una senda iluminada. Su claridad te alumbraba y te limpiaba, nos purificaba. Nuestro pequeño lugar fue el escondite, la luna el astro vigilante, las velas los únicos testigos de dos cuerpos fundiéndose. El juramento fue dicho: Nos encontraremos más allá de la muerte. —Entonces, ¿ya crees mi versión, estimada compañera incrédula? —se regocijó Carlos. Lidia leía con ojos enormes los fragmentos del diario que llegó de forma anónima hasta el bufete, guardado en una cajita de olinalá[1] y sin remitente. —¿Es seguro que sea de ella? —lo cuestionó aun sabiendo que las iniciales que estaban escritas en cada página eran las de Ámbar. —Muy seguro. Tú misma compara las letras y lo verás. —Carlos se levantó de su silla y se acercó a su colega para tocarle el brazo que permanecía inmóvil—. Por cierto, ¿cuándo vas a pagarme ese almuerzo? Pero ella no le respondió, tomó su maletín, metió el diario dentro y salió furiosa de la oficina, cerrando la puerta de un golpe. —O puede que nunca… —susurró él después de que uno más de sus intentos de acercamiento resultaba fallido. Era verdad que se sentía más que interesado en conocerla de otra manera, pero tal parecía que para ella, él solo era un consejero y nada más. Desde el primer minuto que la conoció sintió atracción, aunque por esos tiempos todavía estaba casado. A pesar de todo, se sentía convencido de que, si persistía y tenía la suficiente paciencia, lograría obtener los frutos que deseaba. —¡Amantes! —gritó dolida Lidia cuando Ámbar se sentó en la silla del lugar donde se reunían para hablar sobre el caso que intentaba ganar—. Ni siquiera puedo entender cómo pasó de ser un acosador, demonio, monstruo, asesino...¡o lo que carajos era!, a ser el dueño de “te amaba, te amé y te amaré por siempre. Cada encuentro cabalgábamos por un camino de luz” —citó del diario, sorprendiendo a la joven y haciendo que sus ojos se abrieran de par en par—. ¡Has estado engañándome todo este tiempo! Pensé que te hizo sufrir de verdad, pero ahora llega esto. ¡Dime que no he sido una estúpida al permitir dudar de mis propias creencias a pesar de que todo lo que dices suena a novela juvenil, llena de cosas extrañas y tonterías inventadas! —Azotó el diario que se encontraba repleto de la esencia de ese “Alan” que en días anteriores fue descrito como un ser despreciable y temible. Ámbar observó el cuaderno sobre la mesa y sollozó sin decir una palabra. —¡Será mejor que ahora respondas las preguntas que hago y dejes de parecer un conejo asustado, porque es obvio que no lo eres! —advirtió Castelo. —¡Yo no parezco un conejo asustado! —masculló con voz quebrada. De imprevisto se puso de pie y jaló su cabello enmarañado, como queriendo arrancarlo a tirones. —¡Sí lo pareces! Y ahora quiero que te sientes. ¡Siéntate! —le ordenó severa, dando un manotazo en la mesa. Ámbar se quedó boquiabierta, se mantuvo estática y en silencio pensó por un breve instante. Un minuto después obedeció la orden. El temblor de sus rodillas al sentarse fue más que evidente. Como confundida, colocó las manos sobre la mesa y se quedó gimoteando con la cabeza agachada. A Lidia no la conmovió esta vez. —Yo… —quiso hablar la joven. —¡No me interesa lo que vas a decir! —su voz sonó un poco más baja, pero seguía siendo firme—. Voy a hacerte preguntas y tú responderás. Esta es la nueva forma de trabajo. Así debió ser desde el principio. —Su molestia estaba dominándola. Se encontraba en medio del enojo y la decepción, y luchaba por serenarse, sin obtener gran éxito. —¿Acaso usted ve como un insulto que me haya enamorado? —le rebatió con la mirada de cristal y las mejillas más rojas de lo normal. —¡No! ¡Veo como un insulto que me mintieras y me siento tonta porque por un jodido momento yo creí que lo que decías era verdad, y tú solo te burlaste! —Golpeó de nuevo la mesa al decir la última palabra, esta vez con el puño. Ámbar se limpió las lágrimas con las muñecas, mostrando una expresión que indicaba que estaba dispuesta a defenderse. —Hasta ahora yo no he dicho ni una sola mentira. Le he contado todo tal como fue pasando. —Pues sáltate hasta la parte donde se hicieron el juramento: “Nos encontraremos más allá de la muerte”—volvió a citar del diario con voz dramática—. Adelante, te escucho. Quiero saber en qué momento dejó de darte tanto miedo —le dijo para después quedarse quieta en su silla, pero la realidad era que ya no estaba dispuesta a creerle. Su cliente la contempló con una profunda pena. Era obvio que le dolió saber que la creía una mentirosa. —¿De verdad no lo vio venir? —No —respondió a secas Lidia. En ese momento, Ámbar tomó la decisión de decir una parte que le avergonzaba. —Cuando lo conocí—comenzó con cierto recelo y con la mirada puesta en la mesa. Esta vez su voz sonaba átona a diferencia de las otras ocasiones—, no tenía un nombre. Él venía de un lugar donde todos los seres que ahí existen son menos que bichos para su creador. No tienen el derecho de llevar ni siquiera un nombre, y ese día que lo vi…, se en que mató a mi querida amiga, él no me ignoró como hizo con José. Supo que yo estaba cerca y no sé cómo… —¡Ajá!, ¿y qué se supone que te hizo? —se mofó—. ¿Te declaró su amor? —Él… todavía tenía a mi amiga en sus brazos y la soltó sobre la hierba, luego fue hasta a donde me escondí, andando con una velocidad que jamás había visto en otra persona… o ser vivo. Recuerdo que se me quedó mirando por un rato que pareció que no terminaba, pero esta vez no sentí su odio, ni esa maldad en sus ojos. Lo que vi más bien fue lástima. —Ámbar levantó la cara, su vista quedó fija sobre Castelo y con apoyo de sus brazos se elevó lento sobre la mesa. Parecía ser otra persona—. «¿Cuál es mi nombre?», me preguntó él, sin dejar de verme. Le respondí, con todo el terror que se me vino encima, que no sabía. «¡¿Cuál es mi nombre?!», gritó, desgarrándose la garganta y poniendo su cara muy cerca de la mía. Yo tenía la esperanza de que alguna persona del pueblo se daría cuenta y me ayudaría, pero ninguna apareció y cada segundo que pasaba me hacía sudar frío. Hasta ahora no entiendo por qué nunca llegó alguien más, tal vez era culpa de él. Ámbar se quedó pasmada, rememorando. Lidia, sin embargo, la interrumpió de manera abrupta. —O tal vez no llegaban porque todo lo imaginaste. —Fue real, lo juro —musitó ofendida. —¿Juras muy seguido? —Ladeó la cabeza y frunció el ceño. —Solo cuando es necesario. La abogada resolvió que debía relajar los ánimos y optó por darle espacio. Tal vez así retomaría el camino del caso. —Vamos a fingir que te creo, ¿qué más pasó? —Yo… —vaciló. Volvió a acomodarse en la silla y empezó a juguetear con su cabello enmarañado—. Yo empecé a repetirle que no lo sabía, una y otra vez, envuelta en chillidos. —Observó a Lidia, buscando quitarle el mal sabor de boca de toparse con su diario y enterarse de su romance antes de que ella se lo dijera—.Pero eso no le importó y me agarró fuerte de las muñecas. Con una voz más tranquila pero igual de horrenda dijo: «Tienes que darme un nombre, lo necesito». Cuando escuché eso, sentí que suplicaba por una respuesta y solté lo primero que se me vino a la mente porque sabía que si no lo hacía él iba a dejar ver al monstruo en que se convertía, y yo ya no tenía tantas fuerzas como para soportar otro ataque. Me atreví a hablar, haciendo un gran esfuerzo porque mi voz se negaba a salir. “Alan”, dije. Ese era el nombre que pensaba ponerle a mi primer hijo varón si un día tenía uno, y ahora se lo regalaba a un ser de otro mundo que solo buscaba hacer daño. Lidia supo que el nombre que tanto pronunciaba ella era falso, pero también supuso que Gabriel en realidad sí la engañó al no darle a conocer su identidad real. —Continúa. —Una vez más su historia atrapó su atención. —Él cambió la cara y sus ojos se pusieron un poco vidriosos. No podía creer su transformación, ahora se veía como una persona normal. Fue como si yo le hubiera dado algo en verdad urgente, como si conociera con eso la paz. Aunque fue algo que duró poco porque luego me hizo una extraño petición: «Mañana por la noche quiero que vayas al mismo lugar donde te vi la primera vez. No se te ocurra faltar o lo mismo que acabas de ver le pasará a ese niño tan entrometido. ¿Quedó claro?». Sus manos quemaban mis muñecas. Le respondí que sí, así sin más. Yo solo quería que se fuera y que la pesadilla terminara. Me soltó y caminó directo hacia donde estaba mi amiga, la cargó igual que me había cargado a mí cuando me sacó de la casa, y se echó a correr. El cuerpo de Samanta no apareció por ningún lado por más que lo buscamos. Solo yo sabía que está muerta y cómo murió, pero fui una cobarde y no confesé la verdad. Vi el sufrimiento de su familia, pero no, no supieron que ya la habían perdido para siempre. Lidia seguía escéptica pero más tranquila. Con sumo cuidado sacó su libreta y su pluma. Consideró necesario apuntar la información que le dio y esta vez no le pidió permiso. —¿Fuiste? —¡Claro que fui! ¿No escuchó? Iba a matar a mi hermano y eso no lo podía permitir. Voy a protegerlo aunque me cueste la vida. —Una valentía se reflejó en su semblante tan abatido—. Las horas pasaron muy rápido y pronto el día terminó. Después de preparar la cena, esperé a que mi abuelo se durmiera y salí por la ventana de la sala. Por las noches la puerta se cerraba con dos candados y mi abuelo se quedaba la llave porque le mentí sobre lo sucedido con las puertas. Él pensaba que fue un asalto y yo no lo presencié. Me considero alguien ágil y no presté atención al suelo. Al bajar resbalé con una roca y me lastimé el pie. El dolor fue grande, escuché cómo tronó, pero seguí caminando para que no me vieran. »Llegué justo a las once de la noche y Alan no estaba. Creí que tal vez se había ido o que solo se burlaba de mí, pero su cabello rojo brilló de pronto cerca del árbol donde días antes lo vi sentado. «¿Estás herida?», me preguntó y caminó hacia donde me encontraba parada. Ni lo pensé y le dije que no. Me sentía nerviosa y tiritaba de miedo. Por supuesto que él ignoró lo que dije y cuando llegó hasta mí se agachó y sostuvo mi talón con sus manos. —¿Qué ropa usaba ese día? —Unos harapos. Él no se veía sucio, pero su ropa sí estaba desgastada. Supongo que la robó de alguna parte. —Entiendo. —Apuntó veloz, concentrada en sus deducciones—. ¿Qué más pasó? —Creo que él no escuchaba o no le importaba hacerlo. Tenía atrapado mi tobillo y me avisó: «Esto te va a doler». Con una fuerza brutal movió el hueso para enderezarlo. Yo grité con todo lo que la garganta me permitió. «Ya está, pero trata de no saltar por las ventanas tan seguido». Era obvio que me seguía y muy de cerca. Me atreví a cuestionarle qué era lo que quería de mí y qué buscaba en el pueblo. Seguía agitada por el dolor, pero también cansada de todo. A pesar de que le tenía mucho miedo, quería que parara de hacer todas esas cosas horribles, y si mi vida podía arreglarlo, estaba dispuesta a entregársela sin más. «Tú me has dado un nombre, estoy en deuda contigo. Dime, ¿qué es lo que eres tú?», me preguntó, ignorándome. Resultaba que la rara era yo —resopló e hizo una mueca que intentó ser una sonrisa. —¿Recuerdas si parecía desconcertado? ¿Con demencia? ¿O drogado? —No, solo distinto. Desconocía mucho de nosotros, así que se informaba como podía. —¿Qué respondiste a su pregunta? —No podía verlo a los ojos porque me intimidaba hacerlo. Su mirada era de esas que cuesta trabajo sostener, así que solo susurré que yo era una mujer. Él volvió a hablar, usando una voz que buscaba ser más normal: «Estás muriendo, ¿lo sabías? Te irás de aquí en poco tiempo, no tenía caso adelantarlo». Su frialdad me lastimó. ¿Cómo podía él saberlo…? —se preguntó para sí. —¿Cómo que muriendo? —interrumpió Castelo con un asombro real. —Solo mi abuelo y mi hermano lo sabían. Yo estaba enferma por esos días y Alan me recordó que en cualquier momento podía fallecer. Sufría de una enfermedad cardiaca. Pero ese es un tema que no quiero tocar, no es importante en el caso, ¿le parece? —le pidió segura; algo poco usual. —Por supuesto. —Por fin obtenía una explicación a las recaídas que la joven tenía. —Sé que no confía en lo que digo, pero tengo que platicarle lo que pasó esa noche. —La voz se negaba a salir y tuvo que obligarse a soltar cada palabra, como si la estuvieran torturando, y entrelazó las manos buscando controlar el temblor que hacía de las suyas—. En esa reunión pasó una… cosa distinta. Me mostró un poco de lo que él era por primera vez. Estábamos solos, de noche, lejos y sin ninguna protección. Apenas los rayos de la luna que poco ayudaban. Podía acabar conmigo allí sin tener testigos, ¡pero no lo hizo! De un momento a otro sus brazos comenzaron a ponerse negros. Líneas oscuras recorrieron desde sus uñas hasta los hombros, como si se fueran pintando de carbón. Se me acercó más y con su dedo pulgar recorrió mis labios. Una pequeñita chispa salió de él, pero no me quemó, ni siquiera lo sentí. Me miró como si quisiera devorarme. Usted sabe, como cuando vemos un delicioso platillo después de un día de trabajar en el sol. El ruido de la puerta las desconcentró. —Su tiempo terminó —avisó el guardia. —Germán, ¿no es así? —lo cuestionó Lidia y el hombre le asintió—. Si me regalas diez minutos más te daré una gratificación antes de irme. ¿Te parece bien? —Diez minutos. —El guardia no lo dudó y salió del lugar. Una vez a solas, retomaron la charla. —Puedes contarme. —Por primera vez la abogada se sintió culpable por minimizar el pesar de Ámbar. Ella apenas era una adolescente que se encontraba desamparada. Cualquiera podía aprovecharse de su vulnerabilidad y ese pudo ser Gabriel Alcalá. —Con su voz controladora me dijo que tenía que tomar mi virginidad o se vería obligado a matar a alguien más. Castelo se sobresaltó. Fue imposible bloquear los sentimientos que nacían al verla tan lastimada. —¿Te violó? —preguntó temerosa. Su respiración de ralentizó. —¡No! —Movió varias veces la cabeza de lado a lado. —Si no hay consentimiento, es abuso s****l. —¡No fue necesario! ¡Acepté! Le respondí que sí, que podía hacerlo. No podía moverme por el miedo, pero le di mi permiso. Cuando me escuchó, sus pupilas se pusieron rojos, tan rojas como la sangre. Puede que usted no me crea ni eso, o si lo cree ahora piense que soy una cualquiera. Sé que los años que tengo no me ayudan, pero la vida me ha obligado a madurar antes de tiempo. Seguía conservando mi virginidad porque así te dice la gente que debes hacerlo —río con amargura—. Sonará curioso, pero muchas chicas de mi pueblo menores que yo ya tienen uno o dos hijos. —Tal vez no te forzó, pero hizo todo por orillarte a aceptar. Eso nos puede servir, solo dime cómo fue en realidad. —Lidia quería hacerla comprender lo que le pasó. —Así fue, como le digo. —En esta ocasión narraba por completo lúcida—. No le puedo asegurar que no se atrevería a obligarme si me negaba, puede que sí, pero no tuvo necesidad… Él poseía un extraño magnetismo que no sé si se debía a su condición o si era una cosa que estaba presente entre nosotros. Algo se encendió ese día en mí. Éramos como pólvora estando cerca. ¡Lo diré! —Respiró profundo y continuó—:Me atraía de una forma enfermiza. Su cabello rojo, sus pestañas casi blancas, su piel de muerto, esa altura que atemorizaba… eran una adicción. El miedo se fue en un abrir y cerrar de ojos. Todo mi miedo, solo se acabó. Me cargó como si no pesara y yo me amarré a su cuello que se sentía frío, a diferencia de sus manos. —Las lágrimas que brotaron hacían contraste con la sonrisa que mantenía mientras hablaba. La abogada prestaba atención y no se percató de que tenía la boca media abierta. —Si quieres, esos detalles puedes omitirlos… —Me llevó hasta una casa que estaba abandonada desde hacía muchos años —prosiguió, ignorándola porque era necesario incluirlos—. Luego abrió la puerta con un golpe de su pierna. Allí vi lo fácil que era para él abrir puertas. Entró al lugar conmigo entre sus brazos. Estaba lleno de polvo, telarañas y bichos. Se detuvo en medio de lo que tenía que ser la sala, después hizo unas señas con su mano que sostenía mi espalda y un gran círculo de fuego apareció en el suelo. Pensé que me quemaría, que esa era su forma de asesinarme, pero entramos en él y al hacerlo la hoguera se sintió solo como una caricia. —Con un movimiento rápido, cambió su expresión y se concentró en la abogada—. ¿Usted sabe cómo vestimos en los pueblos? —Tengo noción. —Le mintió porque nunca se interesó por las costumbres de las comunidades. —Por esos tiempos me gustaba usar faldas largas de manta. Ese día llevaba una color morado y una blusa de la misma tela que tenía un bordado de rosas que yo misma le hice. Él me sentó en el piso y abrí los botones de mi ropa como si obedeciera órdenes sin que las dijera. El humo cubría todo y las llamas se alzaban aterradoras. A Alan eso no parecía molestarle y, portándose como un aprendiz inexperto, se hincó y me imitó hasta quedarse con el pecho al descubierto. Me sentí maravillada. —Sus mejillas se colorearon de un tenue rosado y sonreía—. Jamás había tenido tan cerca el pecho desnudo de un hombre joven. Pude ver cómo lo recorrían largas venas azules, haciendo contraste con su piel tan pálida. Lo toqué porque no logré evitarlo y esa parte de él también se sentía fría, como si ya no tuviera vida, aunque era una sensación que me gustó. Nos miramos por un rato. Sé que estaba confundido, que no sabía cómo actuar. Y decidió poner una mano sobre mi cabello en un arranque, lo apretó un poco y con su otra mano acercó mi boca contra la suya en un beso tan torpe que tuve que ayudar a arreglar. Tampoco es que yo era toda una experta, pero un amigo de la escuela me enseñó. »Fue un beso distinto, uno que supo tan bien. Cuando nos separamos, aprecié cómo sus ojos cambiaron. Ya no me veía como una presa. ¡Por fin se mostraba tal como era! Allí supe que ya no estaba en peligro. Sin duda, Alan se dejó arrastrar por lo que sea que lo moviera. Tocó con sus manos hirvientes mi cuerpo casi desnudo, me acarició, me besó más, y más. Le ayudé a quitarse toda la ropa y me paré para dejar caer la falda. Allí estábamos, desnudos y a punto de conocer el mundo de los adultos. Me recostó y cuando… ¿Cómo decirlo sin sonrojarnos? —Rio al ver a Lidia con las mejillas coloradas—. Sentirlo dentro de mí fue una experiencia dolorosa y a la vez mágica. Fue como completar el rompecabezas que era yo. No hubo b********d como imagina, solo unión. Esa noche me hizo suya y, junto al fuego, nos consumamos en su maldad. [1]Cajita de Olinalá. Objetos de madera o corteza vegetal decorados con una técnica de laqueado artesanal originaria del pueblo mexicano de Olinalá.
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