Historias de un Viejo Loco

2113 Words
Robas mi cordura, robas mi calma, ladrón de pesadillas, dueño de mis sueños. Si he de irme lejos, que sea de tu mano. Si he de volverme loca, que sea por ti. Si he de morir, que sea contigo. La recepcionista del bufete la detuvo antes de que saliera. —Licenciada Castelo, aprovecho para comentarle que pasé su queja a la administración del edificio, pero me dicen que ningún perro se ha metido al estacionamiento. —¡Pues así fue! Por poco me muerde —exclamó molesta—. Voy tarde a una cita, pero yo misma iré a ver al encargado mañana. —Dio dos pasos adelante, pero regresó—.Ah, y una cosa más, ¿puedo pedirte un favor? —Por supuesto que sí, en lo que pueda ayudar, lo haré. —La mujer ya conocía de sobra los “favores” que los abogados le pedían de vez en cuando y ella aceptaba gustosa porque existía una “gratificación” de por medio. —Consígueme más información del abogado de la familia Alcalá. Se llama Patricio Ledesma. Toda lo que puedas. —Haré unas cuantas llamadas. —Gracias, Lupita. Lidia partió veloz, se subió a su coche y se dirigió a la zona norte de la ciudad. El viaje era largo, pero valía la pena hacerlo. El consultorio en el que estaba le parecía apropiado, aunque para su gusto los muebles eran demasiado oscuros y el aromatizante a pino le irritaba la nariz. —¿Usted qué opina, doctor? —cuestionó pensativa Lidia al doctor Santos. El doctor se mantenía absorto leyendo las notas de la abogada en su cómoda silla de piel café y acariciaba despacio su canosa y bien tupida barba. Cuando terminó, después de varios minutos, sacó una pluma y escribió algunas cosas sobre una hoja en blanco que tomó del escritorio. Luego contempló preocupado a su visitante. —Yo puedo decirte que estás tratando con una mujer que padece algún tipo de anomalía mental: un trastorno bipolar, trastorno psicótico, trastorno de estrés post-traumático… Hay un sinfín de afecciones que puedo citarte en este momento. —¿Pero…? —interrogó titubeante al sospechar el rumbo de su comentario. —Tú no has venido hasta acá para que yo te diga algo que ya sabes. ¡Eres una abogada, de las mejores! Conoces de sobra estos males, quizá más que muchos de mis colegas —se burló con su voz grave y agradable—. Tratas con ellos en algunos de tus casos y los has visto perjudicando a otros. —Contempló a Lidia, la tenía sentada enfrente, causando que ella se encorvara—. ¿Qué buscas? Dímelo sin tapujos. La pregunta fue como un dardo sobre el pecho. Su impecable trayectoria profesional que mantenía ahora se tambaleaba frente al psiquiatra que más admiraba, gracias a que una joven pueblerina había sembrado la duda en ella. Dudaba de su aparente locura, dudaba de la existencia de seres demoniacos, y sobre todo, dudaba de sí misma al no estar segura de poder ganar el caso. —Creo que debo irme, solo quería una opinión y fue muy útil su ayuda. Le agradezco su tiempo. —Le quitó la carpeta con cortesía y se dispuso a marcharse, avergonzada por su arrebato de ir en busca de explicaciones que no existían. El consultorio era amplio y antes de que abriera la puerta, él le habló: —¿Sabes que pienso de los “locos”? Lidia se detuvo de golpe y giró a verlo confundida. Era la primera vez que escuchaba que el doctor Santos se expresaba de sus pacientes con ese calificativo que poco profesional lo hizo sonar. Con una ligera molestia le siguió el juego. —¿Qué piensa? —pronunció sonando hosca. —La mayoría de ellos están así: ¡locos! —Su entonación y la manera en que se expresó, tan tranquilo, hicieron que las palabras que salieron de su boca parecieran de fábula a pesar del contenido despectivo—. Imaginan cosas, viven su propia realidad, se pierden en el espacio de la mente, coexisten entre este mundo y el paralelo que el cerebro dañado les ha creado. Es una bonita forma de perderse de la desgraciada forma de vivir que nos hemos ganado… —Esbozó una media sonrisa amarga. —¿A dónde quiere llegar, doctor? Vaya al punto —exigió ella interrumpiéndolo de pronto; algo que no acostumbraba hacer y menos con alguien a quien estimaba tanto, pero su desesperación estaba volviéndola impaciente. Los ojos penetrantes del doctor se quedaron plantados sobre Lidia y le comenzó a hablar sin dejar de observarla. —He tenido pacientes de todo tipo. Ya son más de treinta años tratando a personas enfermas. Han sido tantas… —suspiró—. Por favor, siéntate. Permite que te cuente algo que tal vez te ayude, o te confunda más, eso depende de ti. —Señaló la silla en la que antes ella estuvo sentada y esperó a que volviera a estar cómoda. Una vez que la vio aguardando, tragó saliva, acarició de nuevo su barba e inició—: Hace algún tiempo vino hasta mi consultorio un hombre de treinta y cinco años que se encontraba en un estado difícil de describir. Tenía una importante ansiedad y quería que yo le explicara por qué él podía ver cómo iban a morir las personas a las que conocía. Según me dijo, veía cada muerte en sus sueños y juró que en la realidad sucedía de la misma manera. A pesar de lo que narró, a Lidia no pareció causarle gracia. —Supongo que era un enfermo más —atinó a decirle. El doctor sonrió con pesar. —Ya no lo sé. —Por un breve instante se hundió en sus recuerdos y su pecho se estrujó, pero era necesario terminar—. Él me pidió desesperado que yo lo sanara porque no lo dejaba dormir ni vivir en paz. Sus “visiones” le quitaban las ganas de seguir existiendo. ¿Sabes qué fue lo que hice? —le preguntó sombrío, evidenciando la culpa que era obvio que lo atacaba—. Fingí que lo escuchaba por semanas mientras esta persona me contaba historias fantásticas que no creía. ¡Sí!, no creía. ¿Cómo es que iba a poner atención a sus palabras si todo lo que decía iba en contra de lo que yo consideraba real? —Se detuvo un instante y percibió que Lidia se incomodó, pero tenía que seguir—: Una tarde llegó sin cita. Se veía muy afectado. Entró a la fuerza y se acercó hasta mí con la cara pálida. Me confesó que la noche anterior había tenido uno de esos “sueños especiales”, y que la persona que moría en él… —vaciló por un momento—, era yo. Juró que la muerte me rondaba ya muy cerca con la guadaña afilada. La abogada escuchó interesada y dejó de parpadear hasta que sus ojos se secaron y comenzaron a arderle. —Por lo visto estaba equivocado, porque usted está aquí, vivo. —Lo señaló tímida con una mano. El doctor permaneció ensimismado. Era notorio que retenía sentimientos que podían afectarle si permitía que afloraran. Lidia pensó en lo difíciles que eran los profesionales de la salud mental. Creía que a pesar de que son quienes tratan con enfermos, con personas que hablan de sus problemas, ellos mismos no son capaces de hablar de lo que guardan en lo más profundo. Santos decidió continuar con lo que estaba contándole, aunque eso le restara credibilidad: —Llámame demente a mí también si quieres, di que ya he enloquecido, pero ese hombre no mentía. La abogada no podía procesarlo. Pronto sintió el ambiente tenso. Una confesión así no era algo que pensaba que escucharía aquel día. —¡¿Cómo dice?! —Lo que oíste. —Respiró y soltó el aire, lento y sonoro—. Es una lástima que tomé la mala decisión de pedirle que se fuera y regresara al día siguiente a consulta para platicar mejor. Él se negó a irse y lo eché con ayuda de la seguridad. Por la noche, después de atender a mi último paciente, salí cansado y deprisa hacia el coche para ir a cenar. Iba distraído y así me dispuse a cruzar la calle, cuando de pronto un terrible golpe se escuchó. Me apresuré para ver lo que pasó y Óscar, como se llamaba el paciente que antes mencioné, se encontraba tirado en medio de esa calle, cubierto de sangre y con varios de sus huesos rotos. —Una diminuta lágrima apareció furtiva en su ojo derecho, pero la obligó a volver—. Corrí para ayudarlo, ¿pero qué se podía hacer? No sé ni de qué forma habló si parecía un muñeco de cristal roto. A Lidia logró conmoverla imaginar al pobre hombre vuelto un despojo de sí. —¿Qué piensa que pasó? —lo cuestionó. —Que, de entre todas las víctimas que vio en sus sueños, todas esas personas a las que observó partir de este mundo, él creyó que yo era quien merecía una segunda oportunidad. —Contempló con ojos profundos a su visitante, buscando transmitirle todo el arrepentimiento que sentía—. Se atravesó en el camino del autobús que iba a matarme y falleció por esa razón. Sus últimas palabras fueron para mí, para decirme que me estimaba porque yo fui el único que le creyó y que lo escuchaba de verdad. Con su último aliento dijo “gracias”. La abogada se quedó en silencio. Esa conversación no estaba resultando fácil para ninguno de los dos al recordarle a Ámbar. —Usted dice… —pronunció para seguir con la historia. —Lo que yo digo —la interrumpió Santos—, es que las posibilidades de que ese hombre dijera la verdad eran nulas. Quizá solo se le atravesó al autobús para probar su mentira; podemos buscar cualquier otra explicación para desacreditarlo, siempre hay más opciones. La ciencia y la tecnología creen saberlo todo, pero lo cierto es que lo que está fuera de sus posibilidades es declarado locura. Aprendí muchas cosas en la facultad, pero la vida no es un salón de clases con un maestro que te dice lo que debes saber o lo que debes creer; ese día lo entendí. No me perdono el no haberle puesto la suficiente atención, o el intentar de verdad sanarlo para acabar con su sufrimiento. Ese hombre decía la verdad porque mi instinto me lo dijo, y yo sigo mi instinto desde entonces cuando amerita. Es algo que está en nosotros por una razón, los animales lo usan todo el tiempo y los humanos lo hemos rezagado, olvidando que también somos parte de la naturaleza. Ahora te pregunto, estimada Lidia, ¿qué te dice el tuyo sobre lo que esta chica te ha contado? —refiriéndose a Ámbar. Castelo se detuvo a pensar por poco más de medio minuto y, avergonzada, respondió bajando la cabeza como si fuera una niña a quien han reprendido. El doctor Santos le recordaba a su abuelo, quien la educó para que lo respetara de una forma excesiva; al tenerlo cerca sentía que debía ser lo más seria y racional que pudiera. Pero en esta ocasión tenía el espacio para confesar su sentir. —Me dice que hay una posibilidad, una muy diminuta posibilidad, de que ella diga la verdad —susurró casi inaudible y con las mejillas enrojecidas. Él le dio un toque a sus dedos que reposaban sobre el escritorio. —Entonces ve, óyela, investiga y busca pruebas si es necesario. No tienes por qué estar aquí conociendo historias de un viejo loco. —Una sonrisa se mostró en su rostro como si hubiera hecho un acto de caridad y ahora se regocijara por ello. Lidia salió del consultorio del doctor luego de darle un fuerte abrazo. Estaba por completo satisfecha por su encuentro con uno de sus mejores amigos; al menos del tipo de amigos que ella tenía. Una vez en la calle, detuvo un taxi, dejando su Audi estacionado enfrente del bonito edificio donde había varios consultorios. Portaba solo su maletín repleto de papeles sobre el caso de su joven cliente, algunas pertenencias personales y su libreta de bitácoras. —¿A dónde la llevo, señorita? —preguntó el taxista cuando la abogada cerró la puerta del coche. —A la central de autobuses, por favor. Ir al lugar de los hechos siempre devela un secreto que por otros fue ignorado; o al menos eso pensaba ella cuando partió directo hasta el pueblo de Ámbar.
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