Epílogo

1815 Words
Lidia y Carlos esperaron un año para contraer nupcias. El bufete que pusieron tuvo subidas y bajadas, pero al cabo de año y medio ya estaban estables y con más colaboradores. Los casos “extraños” eran más que los que Lidia imaginó y le fascinó su nueva faceta. Después de la muerte de Ámbar fue a Catemaco buscando respuestas, pero Vicente le dijo que ella ya había cruzado y el contacto fue imposible. Saberla descansando le brindó alivio. A sus cuatro meses de embarazo asistieron con su obstetra para por fin conocer el sexo del bebé. Ella estaba segura que tendría una niña, incluso la soñaba con sus coletitas, con sus moños y sus bonitos vestiditos que compraría a montones. Cuando se recostaba en la cama antes de dormir le hablaba a su vientre como “mi niña”. La emoción de confirmarlo la tenía tensa. La pareja esperaba sentada en la sala del consultorio. —Todavía no creo que voy a ser mamá a los treinta y seis —se burló porque jamás se imaginó que la maternidad le llegaría a esa edad. —Y yo voy a ser el abuelo de mi hijo —dijo Carlos y se rio. Sus hijos mayores tomaron la noticia mejor de lo que imaginó e incluso los visitaron para festejarlo—. Pero no te preocupes, los jóvenes y los viejos lo hacen mal al principio; después todo se arregla. A mí ya se me olvidó todo. —O hija —se apresuró a decir ella. —¿Qué? —Su comentario lo tomó desprevenido y comprendió un segundo después—. Oh, sí, o hija. Ya lo sabremos en unos minutos. La recepcionista les pidió pasar y hallaron al médico revisando el historial de su paciente en su computadora. —Pasen. —Apuntó hacia las dos sillas que tenía enfrente—. ¿Cómo sigues, Lidia? ¿Algo que comentar? Los dos se sentaron y Carlos puso una mano sobre la pancita que ya sobresalía. —Todo bien, doctor. Es un bebé bien portado. Mi esposo no quiere ni que me levante de la cama. Creo que piensa que me he quedado lisiada. —Oh, yo que tú lo disfrutaría —le dijo sonriente. El médico tenía unos sesenta años y su trato siempre era agradable, por eso los convenció de quedarse con él desde la primera visita—. Cuando nazca las cosas van a cambiar. —Se levantó y se acercó al aparato de ultrasonido—. Recuéstate en la camilla. —¿Cree que ya se pueda saber el sexo? —intervino Carlos porque sabía que su esposa ansiaba conocerlo. Luego la ayudó a subirse a la camilla, se sentó a su lado y ella se descubrió el vientre. —Esperemos que sí. En el último se escondió muy bien y no me dejó verlo, pero esta vez vamos a tener suerte, ya lo verán, está más grandecito. ¿Qué tal se mueve? —Mucho —le respondió con una enorme sonrisa mientras el médico ponía el gel. El aparato comenzó a mostrar imágenes de su interior. Ella reconoció la cabecita y una manita. ¡Ahí estaba su bebé que tan esperado y amado era! —Eso es bueno —dijo el médico entre dientes porque estaba concentrado analizando al feto—. Y díganme, ¿qué nombre le pondrán si es niña? —Ámbar —se apresuró a responder Lidia. —¿Y si es niño? Hubo un breve silencio. —Pues… yo pensaba en Luciano —pronunció Carlos en voz más baja porque fue un nombre que no consultó con Lidia—. Así se llamaba mi padre y me gustaría que lo llevara. El médico pareció satisfecho de poder ver por fin los genitales. —Bueno, saluden a Luciano. —Apuntó triunfante hacia el monitor—. Es un impaciente varón. —¿Está seguro? —Lidia no se veía feliz con la noticia y levantó la cabeza para poder apreciar lo que él médico decía. —No hay duda. Ahí están el pene y los testículos. —Fue señalando para que ellos lo vieran. —Tal vez… —quiso hablar Lidia, pero Carlos le dio un suave apretón de manos. —Gracias, doctor —dijo él y continuaron con la consulta. Ambos salieron callados del consultorio. Ella tenía la mirada perdida. En su mente se borraba la idea de las fiestas de té y los grandes moños rosados. —¿No estás feliz por el bebé? —le preguntó Carlos cuando llegaron al coche. Lidia tardó un momento en responder. No quería parecer una mala madre. —Por supuesto que sí. Lo amo por sobre todas las cosas. Era verdad, lo amaba como a ninguna otra persona. Sin conocerlo ya se sentía enamorada. Solo tenía que acostumbrarse a la idea del cambio. —Hay muchas otras maneras de recordarla. —Lo sé —susurró conmovida. Se dieron un cálido abrazo y tocaron la pancita para saludar a Luciano. Las semanas pasaron más rápido de lo que pensaron y el trabajo de parto la tomó por sorpresa a las tres de la mañana. Lidia se levantó al baño y allí sintió su cadera tronar. Despertó a Carlos y salieron directo al hospital porque las contracciones se hicieron más rápidas de lo que el médico dijo que serían. Él, controlado por los nervios, cargó la maleta y la ayudó a subirse al carro. Apenas llegó a urgencias, las ganas de pujar ya eran insoportables. —Espérese a que lleguemos a la sala de expulsión —rogó el camillero. El obstetra ya iba detrás de él. —¡Pues apúrate! —dijo entre quejidos, evitando pujar. Sus ojos se abrían de par en par con cada contracción—. ¡Que me voy a morir! Carlos corría más atrás porque se ponía el traje que le dieron para poder pasar a la sala. Ya dentro del lugar, dos largos y dolorosos pujidos después su bebé lloró. Lidia soltó una carcajada porque el dolor terminó y ahora podía verlo. El médico le acercó al bebé para que pudiera abrazarlo y darle un besito en su frente llena de líquido y sangre. Luego, una enfermera se acercó, cargó al pequeño y se lo llevó. —Lo hiciste muy bien —la felicitó el obstetra que prácticamente no hizo nada porque el bebé salió sin siquiera desgarrarla—. Ha sido un parto muy rápido. El pediatra va a hacer las revisiones de rutina y en menos de una hora se van a encontrar en su habitación. Por ahora descansa, lo mereces. Llevaron a Lidia hasta una cómoda habitación. No escatimaron en gastos. Querían lo mejor para los dos. La hora que el obstetra dijo pasó, pero no llevaban al bebé. ¡Pasaron dos y nada! —¿Y si vas a preguntar? —le pidió a Carlos, que dormitaba en el cómodo sillón color n***o de al lado—. Estoy preocupada. Él despabiló. —Tal vez quieren que duermas un poco. Debes estar cansada. —Su estómago se revolvió con solo recordar cuando la placenta salió—. Lo que pasó allá fue como una masacre. Tuve suerte de no desmayarme. —Si no vas tú, voy a ir yo. —Cerró la sonda del suero y se dispuso a levantarse, pero él la detuvo. —¡Ya, ya, ya! Voy yo. Quédate quieta. Apenas se ponía de pie, la puerta se abrió. Entró el que debía ser el pediatra. Tan joven que dudaron que fuera él, pero el gafete en su bata se los confirmó. —¿Todo bien, doctor? —se apresuró a interrogarlo Lidia. Su corazón latía más rápido gracias a la preocupación. Ansiaba cargar a su pequeño. —Antes que nada no se alarmen —usó un tono de voz calmado—. Tengo que informarles que su bebé nació con una malformación congénita. —¡Qué? —casi gritó y se sentó sobre la cama—. ¿Qué tiene mi bebé? Quiero verlo. —Tranquilícese, mamá. Les voy a explicar. Él tiene una condición llamada heterocromía. En la revisión descubrí que sus iris son de distintos colores. Es muy pronto para saber cuáles serán los definitivos. —¿Es grave? —intervino Carlos, también preocupado porque la palabra “malformación” sonaba alarmante. —Afortunadamente en la mayoría de los casos se trata de una alteración genética y, por lo tanto, ni es grave ni requiere tratamiento o control oftalmológico, aunque siempre es conveniente la consulta con el especialista. Por eso consideré necesario que lo supieran antes de verlo. Están por traérselo. La enfermera entró caminando con cuidado. El bebé estaba despierto y sus manitas juguetonas sobresalían. A pesar de no haberlo hecho antes, Lidia supo acunarlo como si fuera una experta cuando se lo entregaron. El pequeño se removía entre sus brazos y ella quitó despacio la mantita verde que le cubría la cabeza. En efecto, sus ojos eran distintos. Se podía notar. Uno era entre gris y azulado y el otro tan claro como el cielo de la mañana. —Con el paso de los meses va a definirse el color —comentó el médico—. Los dejo para que se conozcan. —Le agradecemos, doctor —dijo Carlos. Sus lágrimas escapaban porque lo emocionó ser padre una vez más. —Hola, Luciano —susurró Lidia al frágil cuerpecito. Su nombre significaba: portador de luz, y para ellos sí que lo era. Un portador de luz que iluminaría su vida. En el cumpleaños número uno de Luciano, mientras hurgaba travieso en su pastel de chocolate y Carlos tomaba fotos, Lidia lo supo al contemplarlo. Llegó a ella como un hermoso regalo. Su ojo derecho era azul, la herencia quizá venía de su abuelo. Pero el izquierdo, ese ojo enigmático, terminó siendo de un bello color ámbar. Allí sintió el nudo en su garganta y una lágrima corrió por su mejilla. Tal vez, solo tal vez, de alguna manera sí se volvieron a encontrar como tanto quería. A miles de kilómetros de allí, en un hospital modesto, mecían con amor a una recién nacida que tenía una mancha rojiza en la cabeza. Su nombre era Renée. Si los hilos rojos existían, esas dos almas estaban destinadas, solo tenían que buscar la manera de reencontrarse. ************************************ Querido lector, muchas gracias por haber llegado hasta aquí, me siento muy honrada. Por favor, deja tu opinión en comentarios. Sería maravilloso saber qué te pareció esta historia. No temas ser sincero, estoy abierta a toda clase de crítica y siempre es enriquecedor conocer la experiencia de quien te leyó. Mis r************* son: INSTAGRAM @csolisautora FACEBOOK @csolisautora TWITTER @csolisautora GRUPO DE f*******:: Novelas de Carmen Solís Ojalá puedas darle una oportunidad a mis otras publicaciones. Continúa leyendo a los autores independientes. Gracias por la confianza.
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