El salón estaba en penumbra, iluminado apenas por la luz que se filtraba a través de las cortinas pesadas. Renata del Monte caminaba de un lado a otro, elegante como siempre, aunque había impaciencia en cada paso. Sus tacones repiqueteaban sobre el mármol como si marcaran una cuenta regresiva. El sonido del timbre rompió el silencio. Ella misma fue a abrir. El hombre que esperaba al otro lado era discreto, vestido de oscuro, y cargaba una carpeta delgada bajo el brazo. —¿Lo tienes? —preguntó sin rodeos, al cerrar la puerta tras él. El investigador privado asintió. Dejó la carpeta sobre la mesa de café y la abrió con lentitud, como si supiera que lo que iba a decir cambiaría el curso de muchas cosas. —Tengo toda la información que pidió sobre Lorena Fernández y Pedro Ríos —dijo con voz

