El restaurante era un rincón oculto entre calles empedradas del centro histórico, con luces cálidas colgando del techo, música francesa de fondo y un ambiente íntimo, casi mágico. Isabella había hecho una reserva especial: una mesa junto a la ventana, con vista a una fuente antigua iluminada por faroles. Camila miraba a su alrededor con una mezcla de encanto y nervios. —Nunca había estado en un lugar como este —confesó, mientras jugaba con el borde de su servilleta—. ¿Tiene estrellas Michelin o algo así? —No lo sé —respondió Isabella con una sonrisa cómplice—. Solo sé que sirven la mejor crème brûlée de la ciudad. Pero no te preocupes, no te traje aquí para impresionarte. Bueno… tal vez un poco. Camila rió, ya más relajada, mientras el camarero servía el vino. —Me estás malacostumbran

