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1887 Words
Aviso Al Palacio El eco de pasos apresurados resonaba en los mármoles del Gran Palacio de Verithar, rompiendo la calma de la noche. Un mensajero, cubierto de polvo y sudor, llegó hasta la entrada del salón principal donde los consejeros y oficiales se reunían a última hora. - ¡Urgente! - gritó, sus palabras llenas de desesperación - ¡El emperador ha sido atacado! Las voces de los presentes se apagaron instantáneamente. Uno de los generales, un hombre de cabello plateado y porte severo dio un paso adelante. - ¿Qué has dicho? - El emperador está gravemente herido - repitió el mensajero, respirando con dificultad - Fue una emboscada en la frontera norte. Una daga envenenada... Apenas logramos estabilizarlo, pero... La mirada de los consejeros se llenó de preocupación y miedo. Uno de ellos, un anciano con túnicas ceremoniales dio un golpe en la mesa. - ¡Esto es un acto de guerra! ¡El enemigo ha llevado sus garras al mismísimo corazón de nuestro imperio! Desde un rincón del salón, Leocadia escuchaba, su postura rígida, sus manos aferrando los pliegues de su vestido. Aunque había estado presente para atender otros asuntos, las palabras del mensajero resonaron como un trueno en su pecho. - ¿Dónde está ahora? - preguntó, su voz clara y firme, rompiendo la tensión en la sala. El mensajero, al reconocerla, inclinó la cabeza rápidamente. - Su Majestad está siendo trasladado aquí, majestad. Los sanadores más hábiles están en camino, pero el veneno... - Se interrumpió, tragando saliva - No sabemos si sobrevivirá. El aire pareció volverse pesado. Leocadia sintió cómo un escalofrío recorría su espalda. Sin pensarlo, avanzó hacia el centro del salón, donde todos la miraban en silencio. - Preparen todo para recibirlo -ordenó, su voz firme a pesar del torbellino de emociones dentro de ella. - Que los sanadores del palacio se preparen. Si falta algún ingrediente o equipo, envíen soldados a buscarlos, no importa dónde. El general de cabello plateado inclinó la cabeza en señal de respeto. - Princesa, le aseguro que haremos todo lo posible. Leocadia giró hacia él, su mirada penetrante. - No “posible”, general. Harán todo lo necesario. Este imperio no puede permitirse perder a su emperador. ¿O va a usted ir a la guerra en su lugar? - se burló con Rovik sonriendo ante el descaro que la emperatriz estaba adoptando al convivir con el emperador. - No me atrevería, majestad - balbuceó. - ¡Obedezcan a la emperatriz! - gritó Rovik sacándolos del aturdimiento. Un murmullo de aprobación recorrió la sala y los consejeros comenzaron a moverse rápidamente para cumplir las órdenes. Mientras tanto, Leocadia salió del salón, su mente trabajando rápidamente. En su interior, la preocupación por Kaelion se mezclaba con la ira. Quienquiera que hubiera planeado ese ataque debía haber conocido sus movimientos, su ubicación exacta. Era una traición y una cercana. Cuando llegó a sus aposentos, apretó los puños. Kaelion no podía caer, no ahora, no cuando ella apenas comenzaba a comprender el papel que él jugaba en su vida. - Kaelion... no te atrevas a dejarme sola - susurró para sí misma, mientras llamaba a su doncella. - Preparen ropa adecuada - dijo en cuanto la mujer apareció - Voy por el emperador La doncella asintió rápidamente, pero no pudo evitar notar el brillo determinado en los ojos de Leocadia. Era el brillo de alguien que no iba a permitir que las circunstancias decidieran su destino. Cuando Kaelion llegara al palacio, herido y vulnerable, Leocadia estaría con él. No solo como una figura decorativa, sino como alguien dispuesta a protegerlo. Aunque aún no lo admitiera en voz alta, sabía que no podía permitir perderlo. Leocadia no esperó a que las órdenes fueran ejecutadas. Cuando estuvo lista, la joven se dirigió con paso firme hacia las caballerizas reales. Su corazón latía con una mezcla de preocupación y determinación. Rovik, el capitán de la guardia personal de Kaelion, la interceptó en el camino. - Majestad, esto es una locura - dijo colocándose frente a ella para bloquearle el paso - Deje que los soldados se encarguen. No es seguro para usted partir en estas condiciones. Leocadia lo miró con una intensidad que hizo que el veterano guerrero vacilara por un momento. - Rovik, si fuera tu esposa quien yaciera malherida en un camino oscuro, ¿Esperarías en el palacio a que alguien más lo trajera? - No... pero mi deber es protegerla a usted también. Kaelion no me perdonaría si algo le ocurriera. -Entonces asegúrate de que no me ocurra nada - replicó ella con frialdad, esquivándolo mientras continuaba avanzando - Y si insistes en detenerme, perderemos más tiempo y cada segundo importa. Rovik resopló, frustrado, pero sabía que no había forma de disuadirla. Conocía esa expresión en su rostro; era la misma que Kaelion mostraba cuando no aceptaba un no por respuesta. - Muy bien - gruñó - Pero al menos permita que la acompañe. Leocadia no respondió, pero tampoco lo rechazó. Continuó hacia las caballerizas, donde eligió a Zephyr, un corcel n***o de crines brillantes, conocido por su velocidad y resistencia. Rovik se aseguró de que varios guardias se unieran a la comitiva, aunque fuera una fuerza pequeña y discreta para no llamar la atención en el camino. Antes de partir, Rovik la miró con gravedad. - No hay lugar para titubeos allá afuera, majestad. La ruta puede estar llena de peligros. Leocadia montó al caballo con gracia, ajustándose la capa y tomando las riendas con firmeza. - No hay espacio para el miedo cuando se trata de salvar lo que es importante, Rovik. Sin más palabras, espoleó a Zephyr y partió al galope, la comitiva siguiéndola de cerca. La noche era fría, pero las estrellas iluminaban el camino y el sonido de los cascos resonaba en la calma inquietante del bosque. A medida que se acercaban al punto indicado por el mensajero, Leocadia no podía evitar pensar en la última vez que había visto a Kaelion, altivo y fuerte, como si nada pudiera derribarlo. La idea de encontrarlo vulnerable y herido era un golpe que no estaba preparada para recibir, pero eso no importaba. Cuando finalmente divisaron las antorchas del grupo que transportaba al emperador, Leocadia sintió que el peso en su pecho se hacía más intenso. Los sanadores habían logrado estabilizarlo, pero el veneno seguía haciendo estragos. - ¡Alto! - gritó uno de los soldados, levantando la espada al notar el acercamiento de la comitiva de Leocadia. Rovik avanzó rápidamente, identificándose y los soldados relajaron la guardia al reconocer al escolta. Leocadia desmontó con rapidez, ignorando las protestas de Rovik y avanzó hasta donde Kaelion yacía en una camilla improvisada en una carreta de un caballo. Su rostro estaba pálido luchando y su aura de fuego apenas era un tenue resplandor, casi imperceptible por ser una barrera - Kael... - susurró, inclinándose hacia él, su voz cargada de emociones que luchaban por salir. El emperador entreabrió los ojos, su mirada fija en ella con dificultad, pero con un destello de reconocimiento. - Leo... ¿Qué... haces aquí? -Su voz era apenas un murmullo, pero el desafío que siempre cargaba seguía presente en sus palabras. - Vengo por ti - respondió ella, tomándolo suavemente de la mano - No voy a dejarte morir aquí. Kaelion intentó sonreír, pero el gesto fue débil. - Sabía... que eras terca, pero no desobediente. Leocadia ignoró sus palabras, mirando a los caballeros con determinación. - Partimos ahora mismo. No hay tiempo que perder. Los soldados se apresuraron a preparar la marcha, mientras Rovik observaba a la princesa con una mezcla de admiración y resignación. - Su majestad tendrá mucho que decir cuando recupere la fuerza -murmuró para sí mismo antes de dar las órdenes necesarias. La comitiva se adentró nuevamente en la noche, esta vez con un objetivo claro: regresar al palacio con el emperador a salvo. Leocadia permaneció junto a Kaelion todo el camino, su mano sobre la de él, como si su sola presencia pudiera mantenerlo aferrado a la vida. La noche parecía envolverse aún más en una oscuridad opresiva mientras el grupo avanzaba por el estrecho sendero, las sombras alargándose a su alrededor. Leocadia sentía el miedo crecer en su pecho a cada instante que pasaba. Kaelion, el hombre que parecía invulnerable ahora yacía entre sus brazos, su cuerpo desprovisto de su acostumbrada fuerza. La respiración de Kaelion comenzó a volverse cada vez más superficial, un leve hilo de aire que no lograba colarse entre sus labios sellados. Leocadia observó con horror cómo su pulso, antes firme y constante, se desvanecía como si el veneno estuviera devorando cada centella de vida en él. El resplandor que antes emanaba de su aura de fuego ya no existía. - Kael... ¡Kael! - gritó, su voz quebrándose en un llanto ahogado. Un nudo se formó en su garganta, pero la desesperación no le permitió ceder. Sus gritos detuvieron al grupo y Rovik bajó del caballo de prisa. - ¡Majestad! - No respira…- le dijo aterrada – No respira, Kael…Nerias, no, no, no. No te lo lleves. No ahora… Su corazón latía con tal fuerza que casi podía escuchar sus latidos en sus oídos. No podía permitir que muriera. No podía... ¡No! El dolor de perderlo ya comenzaba a apoderarse de su pecho, pero aún más fuerte era el miedo de su partida. El miedo la atravesó como una flecha envenenada, atravesando cada rincón de su ser. No sólo por su plan si no porque lo necesitaba a su lado, lo quería. Lo amaba. Quería ver su sonrisa perezosa por las mañanas, su descaro, su pasión. Fue entonces cuando algo dentro de ella, algo ancestral, algo profundo y poderoso, despertó en un torrente de desesperación. La habilidad, heredada por la familia real de Glen y otorgada por el dios Nerias, la cual nunca había sido completamente consciente de su existencia, estalló de manera violenta y descontrolada. El pánico de perderlo la desbordó. Ese miedo profundo a la muerte de Kaelion se convirtió en el catalizador de su poder. La desesperación se apoderó de su ser, un rugido interno que la empujó a actuar sin pensar. Sintió cómo un calor comenzaba a despertar dentro de ella, como un torrente que se liberaba desde lo más profundo de su alma. El aire alrededor de ella comenzó a cargarse de electricidad estática. Un resplandor brillante la rodeó, cegador, como si la luz misma hubiera nacido de su cuerpo. Las manos de Leocadia comenzaron a brillar, primero débilmente, primero con suavidad, luego con una intensidad cegadora que iluminó el camino como una estrella naciente en la oscuridad. - No... por favor... - murmuró entre dientes, las lágrimas cayendo sin control mientras sus dedos tocaban el pecho de Kaelion. Cada segundo se volvía más eterno y el miedo de perderlo la ahogaba. La visión de su rostro, sin vida, hizo que su poder se desbordara. El resplandor se intensificó, extendiéndose por todo su cuerpo, envolviendo a Kaelion. En ese momento, su conexión con Nerias se volvió palpable, como si el dios estuviera guiando sus manos y su energía. La fuerza curativa comenzó a fluir hacia Kaelion, el veneno retrocediendo lentamente, su pulso volviendo a un ritmo constante. - No vas a dejarme...- le ordenó a su esposo - Te necesito.
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