Capítulo 7: La Verdad en la Mirada

1908 Words
Dos semanas después Me encontraba saliendo del hospital. Mi cabeza, aunque sin los puntos, aún palpitaba con un dolor sordo, un recuerdo constante del golpe que casi me quita la vida y me la devolvió en pedazos. Solté un suspiro que sonó a lamento ahogado, y con piernas temblorosas, me subí a mi carro. Apoyé la frente contra el volante, el cuero frío contra mi piel. Cerré los ojos, tratando de contener la oleada que sabía venía. Un nudo apretado en el pecho, una presión que me ahogaba, mi respiración se volvió errática, superficial. —Otro ataque de ansiedad, no, por favor... —susurré, mi voz una súplica silenciosa que se perdió en el aire del coche. Cada inhalación era un esfuerzo, cada exhalación un temblor. En estas dos semanas, la cama había sido un campo de batalla. No había podido dormir, y si lo lograba, era por puro agotamiento físico, sin darme cuenta, un desmayo forzado. Pero jamás duraba dormida. Siempre, sin falta, me despertaba una pesadilla. Eran ellos, sus rostros, sus manos, sus risas, las navajas, las palabras de Margaret. Y al despertar, la oscuridad de la habitación se llenaba de un pánico incontrolable. Los ataques de ansiedad estaban peor que antes, más frecuentes, más intensos. Había intentado de todo para calmarme: respiraciones profundas que no servían de nada, pastillas que solo me dejaban aturdida, duchas heladas que apenas aliviaban la quemazón interna. Nada, absolutamente nada, me funcionaba. El terror era un animal que vivía ahora dentro de mí, arañando mis entrañas. Empecé a manejar sin rumbo, dando vueltas por las autopistas de Caracas. No tenía un destino fijo, solo me dejé guiar por el instinto, por la necesidad de moverme, de sentir que tenía algún tipo de control. Llevaba horas conduciendo, entre el tráfico denso, los semáforos que pasaba de largo sin verlos, y las mil vueltas sin sentido que había dado por la ciudad. El sol ya se estaba ocultando, el cielo se teñía de naranjas y morados, y el aire empezaba a refrescarse, invitando a la noche. Hasta que me di cuenta de a dónde había llegado… Apagué el carro. El silencio, de repente, fue ensordecedor. Justo frente a mí, brillaba el letrero luminoso de "El Eclipse". El neón parpadeaba, un faro en la oscuridad. Sonreí con ironía, una sonrisa amarga que no llegaba a mis ojos. La historia se repetía, igual que la primera vez que llegué a este lugar: perdida, sin rumbo, buscando un escape. ¿Y si era una señal? ¿Una señal para que regresara? ¿Podría ser posible que mi refugio, mi adicción, mi terapia, fuera lo único que me quedara? Solté un suspiro, un poco más profundo esta vez, y salí con calma del carro. Mis piernas se sentían extrañas al pisar el asfalto. El aire de la noche era fresco en mi piel. Empujé la puerta principal del club. El familiar sonido de la campana anunció mi llegada. Adentro, las chicas, aún con ropa casual, estaban organizando todo para abrir sus puertas al público, moviendo sillas, limpiando mesas. Al escuchar la puerta, todos fijaron su mirada en mí. Hubo un silencio instantáneo. La primera que reaccionó fue Sol. —¡Luna! —gritó, su voz cargada de una preocupación tan cruda que me sorprendió. Corrió hacia mí, sus ojos grandes y oscuros reflejando un alivio inmenso—. ¡Estás bien! Estaba muy preocupada, yo… —me inspeccionó con la mirada, sus ojos recorriendo mi cuerpo de arriba abajo, no con deseo esta vez, sino con una genuina ansiedad. Di una pequeña sonrisa, esa sonrisa que no me llegaba a los ojos, pero que era mi máscara para el mundo. —Estoy bien, Sol. Todo está bien ahora… —Todos estábamos preocupados por ti, Luna —me dijo José, el dueño del bar, acercándose con cuidado, su rostro curtido mostrando una inusual ternura—. Nadie sabía nada. —¿Quieres contarnos? —preguntó Karen, una de las bailarinas más antiguas, con una delicadeza que no le conocía. Yo solo negué un poco con la cabeza, mis labios estirándose en una pequeña sonrisa forzada. —Gracias a todos por preocuparse por mí, de verdad. Realmente sí la pasé muy mal —mi voz se quebró un instante, pero la recuperé de inmediato—. Pero ya todo está bien, y no, prefiero no hablar de eso. Por primera vez en mucho tiempo, sentí un extraño alivio. Era confuso, una contradicción andante, pero era real. Aquí, en medio del club vacío, con estas personas que me veían como Luna, sentía algo parecido a la calma. Era extraño, sí, pero este era mi lugar feliz. Este era mi escape de la realidad, mi terapia, mi única forma de no hundirme por completo. —¿Puedo bailar hoy? —pregunté unos segundos después, la pregunta saliendo sin pensar, casi como un ruego. —Tú eres nuestra diosa, Luna —dijo José con una sonrisa cálida que intentó, y casi logró, calmar mi corazón—. Sabes que ese escenario es tuyo. —Gracias —susurré, mi corazón latiendo rápido, una mezcla caótica de emociones. Tenía miedo, un miedo profundo, pero sentía una extraña calma al mismo tiempo. Estaba triste por todo lo que había pasado, pero a la vez feliz de estar aquí, de tener este refugio. Todo era tan contradictorio para mí, pero en este caos, quizás, residía mi única salvación. —De verdad, Luna, nos tenías con el corazón en la mano —dijo Sol, su voz teñida de un alivio sincero. Me miraba con una calidez que me desarmó. No era el deseo ni la curiosidad de antes, era pura preocupación. Karen se acercó y me tomó la mano, sus dedos tibios contra los míos. —No sabes cuánto te extrañamos. El escenario no era lo mismo sin ti. Ni el ambiente. Tú eres el alma de este lugar. José asintió, su mirada fija en mí. —Es cierto. Tu energía es única. Este club es tu casa, Luna. Siempre lo será. Sentí un nudo en la garganta. Eran palabras sinceras, dichas con una ternura inesperada. Nadie más me había hablado así en mi vida, excepto quizá, de una forma muy superficial, mis tutores. Era una sensación extraña, casi dolorosa, sentirme querida, añorada. Una parte de mí quería derrumbarse en sus brazos y contarles todo, el infierno, el miedo, la desolación. Pero la otra, la que aún se negaba a mostrar debilidad, se mantuvo firme. —Gracias —murmuré de nuevo, y esta vez, mi sonrisa se sintió un poco más real, aunque mis ojos seguían guardando la tormenta—. Significa mucho para mí. De verdad. Me dirigí a mi camerino, un santuario familiar que ahora se sentía como un recuerdo lejano. La pequeña habitación olía a maquillaje, perfume y un dejo de sudor, los aromas familiares del club. Abrí mi guardarropa. Mi mano se detuvo en los vestidos cortos y atrevidos, aquellos que dejaban mi espalda completamente expuesta. No. No aún. No quería que nadie viera. No quería que mi vulnerabilidad fuera su espectáculo. Elegí un vestido de lycra rojo oscuro, ajustado pero de manga larga, con un cuello alto y una espalda completamente cubierta. No era mi estilo habitual de "Luna", pero me aseguraría de que no se viera ni una sola marca. El proceso de vestirme fue lento, cuidadoso. Me miré al espejo una última vez, ajustando mi largo cabello rojo para que cayera sobre mis hombros, ocultando cualquier indicio de mi herida en la cabeza. No era la Luna de antes, pero era lo que podía dar ahora. Era lo que tenía que ser. Cuando salí del camerino, las chicas me chulearon, sus gritos de admiración llenando el aire. —¡Dios mío, Luna, estás más radiante que nunca! —exclamó Sol, sus ojos brillando. —¡Esa es nuestra diosa! —gritó Karen. Sonreí, sintiendo un leve rubor en mis mejillas. Esa era la adrenalina que necesitaba, el reconocimiento, el anhelo. Me subí al escenario. La música ya había empezado, un beat electrónico que pulsaba en mis venas. Me moví al ritmo, al principio con cautela, no tan brusco como antes, consciente del dolor en mi cabeza y el leve mareo que aún me acechaba. Pero a medida que la música me envolvía, el instinto tomó el control. Mis caderas se movían con esa fluidez que me era propia, mis brazos se elevaban, mi cabello se batía con cada giro. Era yo, era Luna. Los aplausos me llegaron como una oleada de calor, una droga potente que calmaba a mis demonios internos, aunque fuera por un instante. Cada silbido era un bálsamo para mi alma magullada. Me sentía en mi elemento, protegida por las luces, por la música, por la adoración de la multitud. Mientras bailaba, mi mirada recorrió el club, buscando la conexión con los ojos de los demás. Y fue entonces cuando lo vi. En una mesa alejada, cerca de la barra, había un hombre mirándome. No con deseo, no con lascivia, como todos los demás. Su mirada era diferente, intensa, pero con una admiración profunda, con una mezcla de algo que no entendía por completo. Era una curiosidad respetuosa, casi un dolor compartido. Eso me confundió. Yo seguía bailando, pero la mirada de aquel hombre no salía de mi mente, se clavó en mi pecho como una astilla. Luego, noté algo más. En una esquina, a la sombra, había dos hombres bien arreglados, con trajes oscuros y miradas serias. No bailaban, no reían, solo observaban. Sus ojos también estaban fijos en mí. No les di mucha importancia en ese momento, acostumbrada a ser el centro de atención, pero algo en su porte, en su quietud, puso mis sentidos más alerta. Eran como depredadores en la noche, observando a su presa. El set terminó. Bajé del escenario entre aplausos ensordecedores. Necesitaba un trago de agua, me dirigí a la barra, mi mirada aún buscaba al hombre de la mirada extraña. Estaba sentado allí, solo, con un vaso en la mano. Cuando me acerqué, él levantó la vista, y nuestros ojos se encontraron de nuevo. No hubo lascivia, no hubo la usual fanfarronería masculina. Solo una quietud, una comprensión. Él asintió levemente, con un respeto que me desarmó. —Luna —su voz era grave, tranquila, sin el menor atisbo de seducción o intenciones ocultas—. Brillas con una fuerza increíble en ese escenario. Tu energía es… única. Me sorprendió su tono, su forma de hablar. No era lo que esperaba. Mis defensas, que siempre estaban en alto, se suavizaron un poco. —Gracias —dije, casi en un susurro, mi mano buscando un vaso de agua. Él inclinó la cabeza, su mirada se posó en mis ojos, y hubo algo en ella, una sabiduría, una pena. —Pero... aunque brillas y trates de fingir que estás bien, Luna —dijo, su voz bajando a un tono casi confidencial, como si solo estuviéramos él y yo en medio de la ruidosa multitud—. Tus ojos delatan que no lo estás. Sus palabras me golpearon. La máscara de Luna, tan cuidadosamente construida, se sintió de repente frágil. Mis ojos se abrieron ligeramente. Él no pidió nada, no insinuó nada. Solo me vio, me entendió. Y esa comprensión, esa intimidad inesperada, fue más inquietante que cualquier amenaza. Era la primera vez que alguien, además de mis captores, veía más allá de la diosa, directo al alma rota de Alaia.
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