Ecos del fuego

1398 Words
Horas antes del ataque, Beltrán había decidido quedarse solo. En una de las habitaciones, golpeaba la esponja del colchón como si fuera un saco de boxeo. Siempre que el estrés lo sobrepasaba, necesitaba descargar su rabia así, con golpes que lo mantenían enfocado, casi como un mantra de violencia contenida. Pensaba en demasiadas cosas. En su situación actual. En Mila, quien por alguna razón inexplicable lo atraía hasta rozar la locura. En aquella fotografía que Simón se empeñaba en ocultar. Pero por encima de todo, lo que no lo dejaba respirar era otra cosa: la verdad reciente que aún no terminaba de aceptar. Un experimento. Eso era. O al menos, eso decía Simón con esa frialdad quirúrgica tan suya. Sin anestesia. Sin pausa. Tan filoso como un cuchillo, le dio toda aquella información casi escupiéndola. Era algo muy difícil de digerir. Beltrán lanzó otro golpe, esta vez con tanta fuerza que la cama se movió varios centímetros. El sudor le corría por la espalda. La rabia no bajaba. No podía. — Golpear la cama te hace ver como un niño mimado — señaló una voz detrás de él. Al voltear notó una silueta masculina. Carl. Miró de reojo la cama y notó como los golpes que había dado eran fuertes, se notaba que era hábil. Con un suspiro leve, simplemente levantó la mano y señaló con el pulgar que lo siguiera. Beltrán dudó por unos segundos antes de continuar el camino en completo silencio. No conocía al hombre, pero sabía que había ayudado a que Mila fuera atendida, por un segundo su pensamiento se dirigió a que probablemente la tocó y este le dio dolor de cabeza. ¿La habrá tocado? Ese pensamiento fue como una chispa encendida en pólvora húmeda. Lo sacudió sin querer, como un picor que no podía rascarse. ¿Otra vez pensando en ella? ¿Qué demonios te pasa? Se preguntó inconscientemente. Desde cuando su curiosidad por ella se había vuelto en semejante interés, ya no podía controlar correctamente sus emociones y eso le fastidiaba. Pronto llegaron a una sala subterránea de entrenamiento. Ahí, todos se entrenaban al máximo, listos para cualquier ataque, peleas cuerpo a cuerpo y entrenamiento de puntería a un costado en una sala bien acomodada. “Simón realmente tiene de todo aquí” comentó dejando que Carl lo escuchara. — Solo lo suficiente — respondió luego de darle una pequeña bolsa que recogió de una de las mesas, una serie de cuchillos se encontraba dentro de ella. Beltrán parpadeó, era la primera vez que veía cuchillos de caza, otros de cocina, algunos de diferente material, tamaño y color. — Para defenderte. Lo primero que necesitas es agilidad y astucia. — le comentó mientras preparaba una mesa y tomaba la bolsa para luego colocar cuidadosamente cada una de las dagas en una posición precisa — tu ya manejas eso. Falta saber utilizar todas tus herramientas o incluso… — sacó de su bolsillo un lápiz — convertir cualquier objeto en una de ellas. Lanzó el lápiz con una fuerza tal, que inmediatamente viajó atravesando el aire hasta un tablero de puntería, clavándose sin esfuerzo alguno. Era algo difícil de creer ¿era realmente un lápiz? — Es un lápiz —dijo, como si pudiera leerle la mente—. Solo necesitas mejorar tu habilidad. Beltrán se acercó al tablero y tocó el objeto clavado. Era real. Completamente real. Un lápiz clavado en el tablero como si nada, incluso sacarlo de su lugar era difícil. Por primera vez en días, una chispa nueva cruzó su mirada. Quizá no todo está fuera de mi control, pensó. Quizá, solo quizá, aún podía afilar algo más que sus instintos. — Tal vez sí puedo aprender…— pronunció débilmente aun intrigado con aquel lápiz en sus manos. Carl sonrió levemente, se acercó y retiró el lápiz de sus manos para luego colocar un cuchillo común; de cocina. Lo observó en silencio, como si evaluara no solo sus movimientos, sino su capacidad de absorber conocimiento bajo presión. — Empecemos. — ordenó para luego tomar otro cuchillo y moverlo con facilidad entre sus dedos — primero debes olvidar el filo como algo que puede hacerte daño. Las tácticas de enseñanza de Carl eran simples, casi para cualquier novato, postura y agarre del arma eran lo primordial, pero también manteniendo una clara concentración en el ataque, enseñaba defensa de cuerpo a cuerpo al mismo tiempo que ataques a distancia. Esa era su especialidad, aun así era abrumador para Beltrán quien apenas empezaba dicho entrenamiento, en apenas dos horas el cansancio era notorio en su cuerpo y sus piernas temblaban debido al esfuerzo por no caer ante los ataques de Carl. — ¿Por qué me enseñas esto? — cuestionó interrumpiendo por un momento. Su mente, que segundos antes divagaba entre la rabia y un deseo creciente por aprender, ahora se fijaba por completo en aquel hombre que comenzaba a instruirlo. Carl al verlo tan decidido, soltó una pequeña carcajada, seca, como si la situación le causara una especie de ironía. Y en efecto, así era. Aquel joven que tenía frente a él —el mismo que hasta hace poco era solo una sombra dentro del tablero del Diablo— acababa de hacer una pregunta simple, pero inusualmente honesta. Una que muy pocos hombres, formados entre la guerra y la muerte, se atrevían a hacer. Carl, que había liderado pelotones en zonas rojas, que había salvado a más de un asesino de una muerte segura gracias a estrategias casi suicidas, ahora se encontraba enseñando a un chico que, hasta hace poco, solo se dedicaba a negocios y trajes de diseñador. Era la misma ironía de haber ayudado a una joven asesina que le ganaba en fuerza. Quizá lo ayudaba como agradecimiento, por haber arriesgado su vida por algunos de los suyos. Quizá simplemente veía algo en él. O tal vez —y esto le resultaba incluso más probable— era porque hacía años que no veía a un joven con más preguntas que respuestas. Y eso, a cierta edad, era algo difícil de ignorar. — Esa mirada... —comentó Carl, con una mueca—. Es la misma que tenía yo cuando entendí que servía para algo más que obedecer órdenes. Para algo más que un sistema injusto, creado por un asesino. Beltrán alzó una ceja. Bajó la mirada pensando de nuevo en aquel secreto que guardaba con Simón. Esa presión le obligo a fruncir los labios por un segundo antes de volver apretar atención. — ¿Quién eres exactamente? — preguntó dejándose caer en el suelo. — Solo alguien que sabe lo que es tener la sangre marcada —respondió Carl con ambigüedad miró sus manos por un segundo y luego estiró su brazo empuñando el cuchillo hacia el techo—. A veces uno no elige en qué clase de jaula nace. Solo elige si la rompe o se deja morir dentro. Carl era un simple funcionario de gobierno tiempo atrás, era una persona común y corriente, hasta que se promovió la ley de servicio militar obligatorio. Aquella era una forma de ayudar a los pocos adinerados a salvarse del “indulto de la mafia” una forma sutil de decirle al mundo que debían de luchar contra aquella aterradora ley que dominaba el mundo. Carl en ese entonces apenas tenía veinte años, un año como pasante y comenzaba recién a ser considerado un m*****o más de un simple cubículo asignado a obras públicas. No llevaba ni medio año, cuando aquella orden de servicio le llegó como notificación en forma de correo a su computador. Fue entonces cuando lo perdió todo por culpa de aquel indulto a la mafia. “Tan solo era un año en el servicio” se dijo a sí mismo y a su esposa para tranquilizarla, eran recién casados. De tan solo dos meses apenas y ya debían de separarse durante ese tiempo para que no fueran afectados por las consecuencias. Consecuencias como de que la mafia aceptaría aquella ley como una invitación a matar a quienes iban al servicio. O peor aún, que mataran a sus seres queridos. Ni siquiera el divorcio pudo salvar de su destino a su querida Helena. Cuando llegó recibió la desgarradora noticia de ser un desempleado más. De haber perdido a su esposa, y de no tener posibilidades de encontrar otro empleo mas que el de soldado mercenario.
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