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1020 Words
No se debe  luchar contra el destino,  porque lo que tiene que ser, siempre termina siéndolo,  porque somos arquitectos de nuestro propio fin y aunque no sepamos lo que buscamos, eso mismo es lo que, al final, siempre nos encuentra. Isabella sabía que iba a morir. No sabía cómo, ni cuándo ni dónde. Tampoco era esa lógica natural de evolución donde, por continuidad, falleces. Ella simplemente sobrevivía, viendo cada amanecer y cada anochecer, esperando que su hora de partir de este mundo llegara, trayendo a ella la paz que, hasta ahora, nunca ha conocido. No tenía amigos, sus padres vivían en distintos países desde hace mucho tiempo, no parecían extrañarlas y ella se mentía a sí misma diciendo que ella tampoco los necesitaba. La persona a la que consideró el amor de su vida, ese dulce primer amor que la hizo suspirar más de una vez, terminó siendo el veneno más tóxico que pudo encontrar para joder su vida entera. Cómo si haber nacido no fuese suficiente. Él era ese componente que faltaba en la elaboración de la granada explosiva en la que se había convertido su existencia.  Se despertaba temprano, a eso de las seis de la mañana, cuestión de inercia, no de gusto. Casi todo el tiempo tenía insomnio y era casi fantasioso dormir. Se levantó a prepararse un café bien cargado, mientras el agua hervía en la estufa se acercó al baño para realizar su rutina diaria. Observó su reflejo en el espejo e hizo una mueca de disgusto: Aquellas enormes ojeras se habían tatuado bajo sus tristes y apagados ojos marrones. Antes, eran brillantes y llamativos, rodeados de esas largas pestañas tenían ese toque exótico que la hacía lucir tan bien, una chispa de misterio en ella que despertaba curiosidad. Suspiró y miró sus labios en el reflejo, estaban resecos y rotos. Su mente la traicionó, como siempre, y se transportó a ese momento del tiempo, tan lejano, donde dio su primer beso. Fue algo inocente a un compañero de la escuela, y él le decía que sus labios eran muy suaves y sabían a cereza, por supuesto que ella no admitió que usaba un brillo labial de ese sabor y sólo se sonrojó. Inmediatamente, la burbuja del recuerdo que se abría en su mente explotó, pasando a uno mucho más reciente y doloroso: La primera golpiza que Tom le dio.  Rompió su labio inferior y tardó semanas en curarse, cada vez que Tom se daba cuenta de que la herida estaba cerrando y sanando, no dudaba en morder su boca hasta hacerla llorar y que un charco rojo cubriera su boca, riendose de ella, viendo como lloraba en silencio mientras bajaba la mirada. Ella no decía nada. Nunca lo hizo. Salió del baño con la esperanza de olvidar el asunto, el agua burbujeaba y se apuró a preparar su café, tomándolo muy caliente y quemando su garganta. Harta de todo, de pensar, de vivir, de respirar. Isabella miró el reloj que marcaba las seis y cuarenta minutos de la mañana, sus demonios habían jugado un pcoo con su tiempo por lo que entró al cuarto apresurada por vestirse. Hace meses que la ropa le quedaba grande, muy, muy grande. Hubo un tiempo en el que le encantaban los dulces, amaba comerlos. Esto fue en unas vacaciones donde trabajó como encargada de una dulcería, y subió un par de kilos. Todos decían que se veía fantástica, sus mejillas más rellenas y su trasero más regordete luciendo muy provocativo. Ella se sentía bien con su cuerpo en ese momento, hasta que un día llegando a la casa de la madre de Tom, donde ambos vivían juntos, lo encontró debajo de una chica muy delgada teniendo sexo sobre la cama que ellos compartían. La perra no tenía ni senos que rebotaran cuando saltaba sobre el pene de Tom. Él sabía que ella estaba ahí, parada y en silencio. La chica no la notó, estaba muy concentrada en el m*****o que entraba y salía con cada uno de sus saltos. Tom tardó unos segundos en acabar, apartó a la confundida desnuda, quien se cubrió de inmediato con vergüenza al ver a Isabella parada en la puerta con lágrimas silenciosas cubriendo su rostro. Él caminó desnudo hasta encontrar su caja de cigarros y el encendedor, y fumando, en su caminata al baño, pasó junto a ella y la miró como si nada con una simple frase saliendo de su boca -No quiero una vaca en mi cama. Ese fue el último día en el que Isabella comió una golosina, y de eso han pasado dos años. Seis de la mañana y cincuenta y tres minutos, ella seguía sentada en la orilla de la cama cubierta con la ropa interior. Abrió el closet y vio de reojo su reflejo en el espejo completo. Se le notaban un poco las costillas y en su pálida piel destacaban tres cosas: La falta de vello corporal era una de ellas, ¿El por qué? Tom odiaba que tuviese algún tipo de vello así que un día se apareció diciendo que tenía un regalo, fue una depilación láser que resultó ser dolorosa para Isabella, así que digamos que él disfrutó más del regalo. La segunda cosa que resaltaba era un tatuaje en su cadera izquierda y sí, adivinaron: era el nombre de Tom el que estaba escrito, haciéndola suya, su pertenencia. Algo tan estúpido que ella no notó por estar tan entregada al amor. La tercera cosa fue el último recuerdo de una macabra velada en la que Tom terminó apagando cigarros sobre la piel desnuda de su chica, justo sobre sus senos. Eran 22 marcas, lo sabía porque Tom cantaba los números mientras hacía las quemaduras. En definitiva, el nunca fue la mejor decisión, mas sin embargo, fue lo mas seguro que tuvo, incluso mas que la mismísima muerte, porque era Tom el que manejaba el hilo que saltaba a entre su vida y su final, porque nunca tuvo a mas nadie que el y que en el mismo proceso de mantenerlo unido a ella casi se consume a si misma sin siquiera notarlo.
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