Recuerdo lo bien que me sentí al pasar la tarjeta de alimentación en la cafetería, que hasta me demoré adrede. La pasé victoriosa por el escáner como seis veces y me demoré más, sonriente, sólo por fastidiar a los demás. Tal vez hice un poco el ridículo, pero lo disfruté realmente.
Así, los días pasaron y muchas cosas cambiaron, aunque otras… no tanto. No entablé amistad alguna con alguno de mis compañeros de escuela y no por envidia como ellos decían (espié alguna vez sus conversaciones, hablaban de mi supuesta envidia hacia sus miserables seres y también porque el uniforme no me quedaba bien por mi tamaño, me sobraba tela), no fue por eso. Fue porque los escuchaba hablar sobre temas realmente estúpidos, sobre juegos de “consola”, no tengo idea de qué será eso, o sobre viajes, tarjetas de crédito que les obsequiaron sus padres o sobre no sé qué nuevo “ídolo” de la radio, cosa que tampoco tengo idea de qué demonios sea.
Era desconcertante que a ellos les preocupara en sobremanera el no conseguir a un profesor de violín, cuando a mí me preocupaba qué comer a la mañana siguiente o que no me golpearan en el rostro en la pelea de la noche anterior. La coordinadora me prohibió llegar llena de moretones, al menos en el rostro e intentaba cumplir sus reglas… aunque costaba. Seguí dibujando mi rostro con marcadores y la evitaba para que no me regañara, pero ahora tenía una nueva variante, usaba gorras que a veces le daban al ganador de la pelea, las cuales hacían que cuando pasaba al lado de un grupo de chicos de la escuela o alguien solo, se alejaran de mí y escondieran sus pertenencias, es absolutamente genial. Adoro meter presión. Por otro lado, hubo dos cosas que sí cambiaron. Me acostumbré muy rápido a la escuela, a estudiar cada tarde, llevar mi uniforme, hacer mis deberes o estudiar con antelación los temas a dar en clase para no quedar como una vil ignorante. En ese aspecto cambié mucho, usaba los libros de la biblioteca ya que no tenía enciclopedias para estudiar, pero hubo una última cosa que cambió también.
“Igor”, también era profesor de inglés y francés, Igor o el vikingo, aunque ya dejé de llamarlo así porque le molestaba, me regañaba muchísimo cada vez que me veía, por muchas cosas y no lo entendía. No sé si es que esté enfermo, mal de la cabeza o qué, pero por algún motivo, Igor, se preocupaba por mí.
La mañana después de que me entregó la tarjeta, lo vi pasar junto a mi mesa, en que por supuesto, me sentaba sola. Yo comía como si no hubiera un mañana y él, pasó a un costado, me miró de reojo y sonrió. ¿Será que… le resultó chistosa mi manera tan poco sutil de comer o tal vez… había ensuciado mi rostro o hacía ruidos muy fuertes? Entonces, después de dar su clase de inglés (francés lo daría el otro año) y notar que no conocía ni una palabra de este idioma, porque tampoco es que hubiese tenido forma alguna de aprender siquiera a decir gracias, me dijo a la salida que, si yo quería, podía darme tutorías, de inglés. Me explicó que todos los profesores debían dar al menos dos horas de tutorías diarias a estudiantes que lo necesitaran y que aquí, como todos suelen hacer viajes con su familia a países como EEUU, Escocia y demás, conocían bastante bien el idioma, y por eso, no había cumplido con sus horas de tutoría. Entonces accedí, porque realmente no quería reprobar ante mi ignorancia hacia el inglés y… no sé si fue una buena decisión, no ante las cosas que empezarían a suceder a raíz de esas tutorías, pero no tenía forma de saberlo.
La primera tutoría me aturdió bastante. Nos vimos a la salida, a eso de las 13h del mediodía en biblioteca de la escuela, porque salíamos a las 12 y debía almorzar en esa hora en la cafetería y el vikingo, digo, Igor, me entregó el libro con el que trabajaría durante el año y me dijo, que si ponía de mi parte y estudiaba lo que él me decía, en un año podría hablar el idioma por completo. No le creí de a mucho, tampoco creo que al ser vikingo haga milagros, pero luego, me explicó las palabras básicas como los saludos, su pronunciación, el alfabeto y me dijo que debía aprenderme los números en una semana. Quise cortarme las venas, era mucho para estudiar.
-¿Por qué la mala cara?-Se burló y exhalé.
-Aún no he terminado de bajar el almuerzo cuando tengo que aprenderme los números del uno al millón. Me dará una embolia.
-Es sencillo, si los estudias con el método que te dije, en dos o tres días ya habrás memorizado todo.
-Mmm.
-Ya estoy un poco agotado.-Dijo y me estiré, también lo estaba. Las dos horas se habían hecho extensas por toda la información que me había dado.-Te veo mañana aquí a la misma hora.-Asentí.
Nos pusimos de pie y salimos de la biblioteca. Igor caminaba a mi lado y a veces lo observaba. He notado que sus ojos en el sol se ven más azules que en las aulas, que su cabello pareciera tener mechones salmones por los rayos del sol, pero es que, en realidad, su cabello es tan rubio, brillante y abundante, que quisiera tocarlo, pero jamás lo haría. No sé ni siquiera porqué pensé en algo como eso, es ridículo siquiera pensarlo. Jamás él me dejaría hacerlo. Siempre permanece distante y lo entiendo, yo tampoco siendo alguien como él, me acercaría a alguien lamentable como yo. Podría ensuciarlo con mi plebedad.
No sé cómo antes no lo noté, en esa noche en que hablé con él un par de años atrás. Igor es dolorosamente precioso, porque a pesar de ser tan rubio, es deslumbrante y no se podía negar ese hecho tan evidente. Creo que tal vez no lo noté en esa noche porque en ese momento, aún no se me había despertado el interés hacia el sexo opuesto, pero ahora, al mirarlo, podía apreciar quién era genuinamente bello e Igor lo era. Pero ni siquiera me tomaría el tiempo de mirarlo, o de pensar en él, era absurdo. Un imposible, era consciente de eso.
-Tienes un par de moretones en el brazo izquierdo.-Dijo y de inmediato, oculté mi brazo con el morral.-Espero no volver a verte con moretones.-Sentenció y rodé los ojos.
-Lo sé. Luego doy mala imagen a la escuela.
-¿Por qué dices eso?
-Eso me dijo la coordinadora, que, si venía así siempre, daría mala imagen a la institución.
-No importa la imagen.-Se quejó y se detuvo, se acercó a mí y me miró fijamente. Parecía enojado. Su auto, el n***o, el mismo de hace dos años atrás, estaba estacionado a un par de centímetros de nosotros. No sé por qué parecía enojado de repente, me intimidaba y más, por el tamaño. Al estar de pie tan cerca, notaba la gran diferencia en estatura. Podía llegarle, a duras penas al pecho. Podría pisarme si quisiera, ojalá no lo haga, no tengo un casco anti vikingos.-Voy a estarte supervisando, no quiero verte llegar llena de moretones.
-¿Por qué te importa eso?
-No sé en qué carajos andas, no sé ni si quiera saber, pero no me gusta ver a una niña golpeada. Lo sabes.-Rodé los ojos. Sí lo sabía, sólo con la vez en que me ayudó, noté lo mucho en que le afectó el ver que me habían agredido.
-Lo intentaré.-Deseaba haberle sido sincera, pero sabía que volvería a llegar de la misma manera, una y otra vez, y por siempre. Tengo que sobrevivir de alguna forma, ¿no?-Bueno, que te vaya bien.-Me despedí como siempre, haciendo señas con mi mano y lo vi abrir la puerta del conductor de su auto, pero no entró de inmediato. Pareció pensarlo unos segundos.
-¿En qué regresarás a tu casa?
-Tengo una bici.
-¿Vives cerca?
-Mmm, vivo cerca al Pumarejo.
-¿Y llegas hasta allá en tu bicicleta?-Asentí.-Es atravesar la ciudad de un extremo a otro, con sol y 31 grados encima.
-Lo sé.
-Sube, te llevaré.-Miré hacia los lados, había bastantes estudiantes cerca. Sobre todo, niños, porque de tarde están sólo los de primaria.
-Mmm, ¿no te molestaría que te vieran llevándome?-Dudó unos segundos y rodó los ojos.
-Tal vez tengas razón.-Asentí.-Nos vemos luego.
Lo observé hasta que vi alejarse su auto por completo. No sé ni bien porqué lo hice.