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Donde mueren los juramentos

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Blurb

Nací maldito. Bastardo de un clan que nunca quiso mi nombre, marcado por una profecía que me condena a reinar o arrastrar a todos a la ruina.Me negaron herencia, me negaron sangre, pero no pudieron negarme el corazón.Y en mi corazón late el deseo más prohibido: ella, la prometida de mi hermano.Entre juramentos rotos, secretos de sangre y un destino imposible, descubriré que el amor puede ser la maldición más cruel… o la única forma de redención.

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Prologo
Si tenemos que hablar de lo cruel que pueden ser los destinos, deberíamos hablar del mío. Yo no elegí nacer del amor prohibido de nadie. Tampoco pedí ser la marca de la vergüenza de un hombre incapaz de controlarse. Pero aquí estoy. Respiro, para quien le pese. Me maldijeron sin que yo tuviera culpa. O quizá, me dieron un propósito de vida. Eso lo dirán las Parcas, que fueron quienes tejieron este hilo para mí. Mi madre era una humilde sirvienta del jefe del clan. Puso sus ojos donde no debía: en él. Pero decir que soy un error de mi madre es como decir que mi padre no buscaba, cada noche, el brillo cristalino de sus ojos azules. Como negar que no la esperaba en la cocina para arrancarle, en secreto, lo más preciado: su cuerpo. De esas noches de pasión nací yo. Un niño que heredó los ojos de su madre y los rasgos de un hijo negado. Soy el vivo retrato de mi padre… y eso fue siempre mi maldición. La noche en que nací, mi madre murió al darme a luz. Eso la salvó del escarnio público, pero me obligó a mí a permanecer en la casa de aquel hombre que se dice mi padre. Por miedo o por vergüenza, fue él quien me llevó ante la druida. Eso me lo contaron después los sirvientes entre los que me crié. Envuelto en la oscuridad, me cargó en brazos y se internó en el bosque, hasta llegar a la choza donde el fuego siempre parecía arder. Los dioses susurraron al oído de la druida, y ella habló con la voz de quien no se equivoca: “Este niño será el futuro rey del clan. Llévalo como heredero, o condena a tu linaje a morir con él.” Mi padre entró en pánico. Solo había llevado al hijo de una sirvienta muerta, buscando un oráculo que lo librara de un estorbo. Pero la druida se rió en su cara. —No has traído al hijo de una sirvienta —le dijo—. Has traído a tu heredero. Él lo negó. Negó mi sangre, negó mi carne, negó mi existencia. Dijo que yo no era suyo. Que todo era un error. Y entonces la druida respondió con palabras que aún me persiguen: —Cuanto más lo niegues, peor será tu caída. Dicen que esa noche me llevó al bosque para dejarme morir. No tuvo valor. No sé si fue arrepentimiento… o miedo a los dioses. Tampoco importa ya. No me dejó en el bosque, aunque mil veces hubiera preferido que lo hiciera antes de condenarme a la vida que me dio. Al principio, mi madrastra se compadeció de mí. No sabía que yo era fruto de aquel amor prohibido, así que me trató como a uno más. Según mi criadora —la mujer a la que hasta hoy llamo madre—, me alzaba en sus brazos, pedía la mejor leche para mí y hasta me acurrucaba por las noches. Pero todo cambió. Quedó embarazada, y poco a poco se alejó de la cocina. Mis problemas empezaron cuando el parecido se hizo innegable: mis ojos eran los de mi madre, mis facciones las de mi padre, solo más joven. La verdad salió a la luz una tarde, cuando mi medio hermano tenía apenas cuatro años. Entró a la cocina y me vio. Jugamos, reímos como dos niños que no saben de maldiciones. Entonces ella llegó. Me miró, y en mis ojos reconoció los de aquella sirvienta muerta. En mis rasgos, el reflejo de su esposo. Y lo supo. Ese día, mi hermano quedó condenado a verme de lejos. Nunca más volvió a pisar la cocina. Desde entonces, las discusiones llenaron la casa. Mi supuesto padre —porque lo que él hizo conmigo nunca fue de un padre— regresó borracho. Y su manera de ahogar la vergüenza fue con mi cuerpo. Cuando vio los ojos de mi madre en mí, estalló. El dolor en mi espalda ardía, y sus golpes fueron tan crueles como sus silencios. Pero entonces ocurrió algo extraño. En medio de su ira, se quebró. Me curó las heridas con torpeza y, por primera vez delante de mí, pronunció el nombre de mi madre. Sus labios lo arrastraron en un susurro: “Lo siento.” Después salió tambaleando de la cocina, como un hombre roto. Sin quererlo, me dejaron como criado. Crecí entre fogones y ollas, pero también entre secretos. Los más viejos del servicio, que sabían más de lo que callaban, me trataban como si fuera de la realeza… siempre y cuando nadie más estuviera presente. Los jóvenes, en cambio, crecieron con miedo de mí. Para ellos yo era un maldito: el niño cuya madre había muerto en el parto. No sabían la verdad, pero esa sombra bastaba para mantener a cualquiera lejos de la cocina. Y a mí, eso me convenía. Con el tiempo, los ancianos del clan —los que aún eran fieles a las viejas costumbres— comenzaron a inquietarse. Había rumores, señales, y yo mismo era un recordatorio andante de algo que no debía olvidarse. Así fue como, en mi adolescencia, me llevaron de nuevo ante la druida. Ella estaba más envejecida, más arrugada… pero no menos poderosa. A su lado tenía a una aprendiz de mirada clara. Lo extraño ocurrió en cuanto me vio: sin saber nada de mí, se inclinó con una reverencia. Los dos ancianos que me acompañaban se miraron sorprendidos. Fue entonces cuando la druida habló, con la calma de quien nunca duda: —Lo que los dioses han hablado, los hombres no pueden borrarlo. Uno de los ancianos intentó desafiarla. —¿Y cómo sabes que es él, de todos los jóvenes que hemos traído? Ella se rio. Una risa seca, que sonó como un eco de ultratumba y me heló hasta a mí. —Qué iluso eres —respondió—. ¿De verdad crees que no reconozco a mi futuro rey? Podrás engañar a una vieja como yo… pero no a los dioses. Desde entonces, los ancianos me respetaron en silencio. Pero ese respeto se convirtió en condena dentro de mi propia casa. Fue el inicio del odio completo de la familia de mi padre. Y, por supuesto, de él mismo. Desde aquel día, mi vida cambió. Ya no era un sirviente cualquiera. Era el hijo sin nombre del jefe del clan. El hijo del que estaba prohibido hablar por orden de mi padre… pero a quien todos miraban con respeto, porque la druida había sellado mi destino. Me temían. Y en ese temor nació la semilla de algo aún más peligroso: la certeza de que yo era el futuro rey. Eso me dio un enemigo que nunca busqué: mi hermano. Él, el legítimo, el amado, el protegido, el que siempre tuvo lo que yo soñé. Sin desearlo, le arrebaté el trono que lo esperaba, el orgullo de su padre y hasta la mirada de su gente. Si hubiera estado en mis manos, se lo habría entregado todo. Su nombre, su lugar, su herencia… con tal de probar, aunque fuera una sola vez, lo que significa tener una madre que te arrulla, un padre que te protege y un destino limpio de sombras. Pero las Parcas fueron crueles conmigo. Lo que me negaron en cuna lo compensaron con un reto mayor: el de enfrentarme a un amor imposible. Y así comenzó mi verdadera condena. No fue la maldición de la druida, ni el odio de mi padre, ni la envidia de mi hermano. Fue ella. La prometida del legítimo. La única mujer a la que jamás debí mirar. Y, sin embargo, la única por la que estoy dispuesto a desafiar a los dioses. Dicen que los juramentos sostienen a los hombres. Yo descubrí demasiado pronto dónde mueren: en el corazón de quien ama lo prohibido.

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