El rostro prohibido

1406 Words
El castillo amaneció con olor a hierro pulido y pan recién horneado. Las mujeres estiraban telas en los patios, los muchachos corrían con jarras de cerveza y los ancianos repasaban nombres que ya no recordaban sin equivocarse. Dicen que cuando un clan se prepara para recibir a su futura señora, hasta las piedras quieren verse nuevas. A mí me tocó frotarlas desde antes del alba. Nadie me dio órdenes directas; nunca las necesito. Conozco cada vuelta de esta casa como si hubiera nacido entre sus muros —y, sin embargo, sigo siendo el hijo sin nombre. Paso junto a la mesa larga del salón y cuento los platos sin mirar: quince para los jefes de comitiva, cuatro para los músicos, dos para la druida si decide honrarnos con su presencia. No vendrá. Las viejas verdades prefieren el bosque a los banquetes. Desde el umbral de la cocina, veo el ir y venir de capas planchadas, botas bruñidas, cuchillos que relucen como promesas. El clan Beleño huele a fiesta y a nervios. Yo huelo a humo, a jabón áspero y a la misma sombra de siempre. —Bais —me llama mi madre de crianza, sin levantar la voz—. Deja esas jarras. Te quiero afuera, cerca de la puerta. Si falta agua, la traes tú. Si falta fuego, lo enciendes. Si falta palabra, te la tragas. Asiento. Ella no me mira con lástima; me mira con esa firmeza que sostiene. Es lo más parecido al orgullo que he conocido. Cruzo el patio. El cielo es gris, una manta de lana sin bordes. La bandera del clan flamea sobre la torre oriental y un murmullo resbala por los corredores: llegan. Acomodo mi capa gastada y me quedo a un lado del portón, donde la vista alcanza la curva del camino. No soy guardia ni anfitrión. Soy una sombra que sabe dónde pararse para no estorbar. Los muchachos de mi edad bromean entre sí, empujándose con codos nerviosos. Uno me mira, se calla y aparta la vista. Me acostumbré a ese gesto: un saludo que no se atreve a nacer. Los mayores, en cambio, me sostienen la mirada un segundo más de lo debido, como si midieran en silencio el peso de una verdad que nadie dice. La profecía existe aunque la escondan bajo manteles nuevos. Respiro hondo. Hoy no es mi día. Hoy el clan recibirá a su prometida, la joya de una alianza. Y yo, el bastardo señalado por dioses que no pedí, haré lo de siempre: estar y no estar. Guardar el fuego, traer el agua, tragar la palabra. El murmullo se alzó primero como un zumbido lejano, después como un rumor que atravesó los patios hasta la torre. Los caballos golpeaban el suelo húmedo, y las ruedas de los carros gemían bajo el peso de los baúles. La comitiva entraba por el arco principal. Me quedé inmóvil, oculto tras un poste de madera. Fingía vigilar el fuego de las antorchas, pero en realidad mis ojos buscaban aquello que aún no había visto: su rostro. Las primeras en cruzar fueron las doncellas, vestidas con capas verdes, bordadas en oro. Sostuvieron sus faldas para no mancharlas de barro y bajaron con gracia estudiada. Los hombres que las acompañaban alzaron estandartes con símbolos que no eran los nuestros: un halcón plateado sobre campo azul. El aire se impregnó de perfume, distinto al humo y al sudor de mi gente. Y entonces apareció ella. No bajó del carro como las demás. Se incorporó despacio, como si supiera que cada mirada la esperaba. La luz del día, tenue entre nubes, se coló en su velo claro y lo encendió como un hilo de fuego. La vi descender con pasos firmes, la espalda recta, el mentón apenas alzado. No era altanería, era seguridad. Un murmullo recorrió a la multitud. Los niños dejaron de jugar con piedras, los ancianos enderezaron la espalda y hasta los hombres que se decían curtidos en batallas no disimularon el asombro. Era como si la tierra misma reconociera su entrada. Y yo… yo la vi. Me golpeó el pecho como un martillo. No era solo su belleza —aunque era hermosa como las leyendas que susurran en los inviernos—, era la forma en que sus ojos barrieron el patio buscando algo más allá de la bienvenida. Eran claros, como el agua que corre sin pedir permiso, y cuando por un instante se detuvieron en mí, sentí que se abría una g****a en el suelo. No debió mirarme. No debí sostenerle la mirada. Pero lo hizo. Y lo hice. Un segundo, nada más. Suficiente para saber que mi condena tenía nombre y rostro. Ella apartó la vista enseguida, siguiendo el protocolo, inclinándose hacia los ancianos que la esperaban en la escalinata. Yo me quedé con el aire atrapado en la garganta, como si los dioses hubieran decidido recordarme, con crueldad, que no basta con cargar una maldición: también hay que sentirla. El pueblo aplaudió, vitoreando al futuro del clan. Yo me quedé en silencio, escondido tras mi sombra. Nadie vio cómo mis manos temblaban bajo la capa. Porque ese día supe que el rostro de la prometida de mi hermano sería también mi perdición. El pueblo no tuvo tiempo de recobrar el aliento tras su llegada, porque entonces apareció él. Mi hermano. El legítimo. Avanzó por la escalinata con el porte de quien sabe que todo le pertenece: las tierras, el trono, los aplausos… y ahora, ella. Llevaba la capa del clan sobre los hombros, bordada en rojo y oro, y sonreía como si el mundo entero hubiera sido tallado para él. La multitud lo vitoreó con más fuerza que antes, como si la belleza de la prometida fuera solo un preludio de la verdadera celebración: su unión con el heredero. Yo lo miré, y él me miró. Solo un instante, pero suficiente para que la rivalidad callada ardiera como brasas bajo la ceniza. Él sabía que yo estaba allí, y yo sabía que, aunque nadie lo dijera en voz alta, la profecía seguía entre nosotros como un espectro. Se inclinó hacia ella y le ofreció la mano. Ella aceptó, pero sus ojos titubearon un segundo antes de posarse en él. Ese segundo bastó para recordarme que la había mirado. Que me había mirado. Mi hermano bajó los escalones con ella tomada del brazo, mostrándola como si fuera un trofeo recién conquistado. Yo aparté la vista, clavándola en las piedras del patio, porque sabía que si seguía observando, algo en mí se rompería. Las risas de la comitiva resonaban, los ancianos murmuraban bendiciones, los niños corrían detrás de la pareja como si siguieran a una estrella. Yo permanecí en la sombra, invisible y presente al mismo tiempo. Nadie notó la tensión que me quemaba por dentro. Nadie, salvo él. Porque al pasar junto a mí, con ella del brazo, mi hermano dejó escapar una media sonrisa cargada de veneno. No dijo palabra. No lo necesitaba. Su gesto lo decía todo: “Recuerda quién soy yo. Recuerda quién no eres tú.” Y yo lo recordé. Lo recordé demasiado bien. Su sonrisa me siguió incluso cuando ya había cruzado el patio con ella colgada de su brazo. Me quedé de pie, clavado en el suelo, con la respiración atrapada como un animal en una trampa. Quise convencerme de que no pasaba nada. De que no era más que otra mujer en medio de tantos rostros que nunca me pertenecerán. Quise jurarme que sus ojos no habían buscado los míos, que mi corazón no había latido más fuerte al verla. Lo intenté. Pero las mentiras duran poco cuando uno las lleva en la sangre. Sabía que mi hermano la tendría, como tiene todo lo que yo nunca tendré: el trono, la lealtad del clan, el nombre que yo cargo solo en mis rasgos. Pero aun así, dentro de mí se alzó algo imposible de callar. Una certeza cruel y clara como la voz de la druida en mis pesadillas: ella sería mi condena. Me prometí a mí mismo que me mantendría lejos de esa mujer, que no volvería a buscar su mirada, que me arrancaría cualquier pensamiento impuro antes de dejar que germinara. Fue mi juramento, hecho en silencio frente a las piedras del patio. Y supe, al mismo tiempo, que estaba roto antes de pronunciarlo. Porque una vez que el rostro prohibido se graba en la memoria, ningún dios, ningún padre, ningún hermano puede borrarlo.
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