La noche cayó sobre el castillo con el mismo murmullo con que había despertado: rumor de voces, risas, pasos que resonaban en los corredores. Todos celebraban la llegada de la prometida, menos yo. Yo celebraba mi condena.
En mi mente seguía repitiéndose la escena del patio, como una herida que no se cierra. La curva de su cuello al descender del carro, la firmeza en sus pasos, el instante en que sus ojos rozaron los míos. Un segundo bastó para torcer un destino. Un segundo que no logro borrar.
Apoyé la frente contra la piedra fría de la muralla, buscando que la dureza me arrancara de aquel recuerdo. Cerré los puños y me obligué a pronunciar en silencio el juramento que me impuse horas atrás: mantente lejos, no la mires, no pienses en ella.
Pero los pensamientos no se doblegan como soldados. Vienen cuando quieren, y ella ya los habita todos.
La risa de mi hermano llegó desde el gran salón, amplificada por el eco de los arcos. Hablaba alto, como quien presume del tesoro recién conquistado. La imaginé a su lado, vestida con sus colores, sonriendo para todos menos para mí. Esa idea me atravesó como flecha en carne viva.
Quise creer que la distancia sería mi refugio, que bastaba con girar la espalda y fingir que nada había pasado. Quise creer que aún tenía control sobre lo que sentía. Pero la verdad era otra: cada latido me traicionaba.
No debió mirarme. No debí mirarla.
Era simple. Era imposible.
La luna se asomó entre nubes, bañando el patio en un resplandor pálido. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro que me pesó como un crimen. Porque lo sabía ya: mi juramento estaba roto desde antes de pronunciarlo.
El bullicio del salón me arrancó de mis pensamientos. Las risas y los brindis se filtraban hasta el patio, arrastrándome hacia donde todos celebraban la llegada de la prometida. Caminé por los pasillos estrechos, esquivando a criados que cargaban bandejas, y me obligué a poner un pie tras otro. No podía quedarme escondido en la muralla. Esa noche me necesitaban entre las sombras del servicio, y yo sabía cumplir mi papel.
El gran salón del castillo estaba vestido de fiesta. Las antorchas ardían con más fuerza que de costumbre, las mesas se desbordaban de panes, quesos, carnes asadas y jarras rebosantes. El aire olía a especias y a humo, una mezcla tan densa que parecía incrustarse en la piel.
—Una alianza que asegura la paz de los clanes —decía uno.
—La muchacha es digna, trae la nobleza en la frente —respondía otro.
Yo me movía entre sombras, pasando jarras de vino, recogiendo platos, encendiendo antorchas que ya se apagaban. Nadie me miraba de frente; así era mejor. Un criado no tiene rostro, y a mí nunca me interesó que recordaran el mío.
Los ancianos del consejo ocupaban el centro de la mesa principal, hablando entre sí con voces graves. Los escuché al pasar:
—Será un buen matrimonio, fortalecerá la sangre de los Beleño.
Cada palabra me pesaba como hierro. Yo recogía una jarra vacía, asentía sin que me miraran y seguía mi camino.
En la cabecera estaba mi hermano. Reía, bebía y hablaba como si la sala entera respirara solo para él. A su lado, ella. La prometida. Su vestido claro resaltaba entre los tonos oscuros de los demás, como si el fuego la buscara a ella sola.
No escuchaba sus palabras, pero veía sus gestos: inclinaba la cabeza con gracia, sonreía con cortesía, movía las manos como quien sabe que cada detalle será observado. Había aprendido bien el papel de señora, aunque sus ojos… sus ojos aún vagaban como si buscaran algo que no podían nombrar.
Me obligué a mirar al suelo, a contar los pasos, a recordar mi juramento. Pero incluso desde la esquina más oscura del salón, sentía que su presencia me quemaba la piel.
Un anciano carraspeó fuerte y levantó la copa:
—Por el heredero, y por su prometida. Que su unión sea eterna.
Las jarras chocaron, las voces se alzaron en brindis. Yo serví vino en una copa olvidada, y mientras lo hacía, mi mirada se deslizó sin permiso hacia ella. Un instante. Nada más. Pero fue suficiente para recordar que los dioses tienen memoria más larga que los hombres.
El brindis aún resonaba cuando me incliné para recoger una jarra caída al suelo. El vino se había derramado, manchando las losas y el borde de un manto. Maldije en silencio y busqué un paño para limpiar antes de que alguien me viera agachado como un perro.
Al incorporarme, sentí un roce en la mano. Ligero, como la caricia de un ala. Levanté la vista y la vi a ella. Había extendido el suyo para ayudarme a sostener la jarra.
—Déjame —susurró, apenas audible entre el bullicio. Su voz era clara, como agua que corre entre piedras.
No debía mirarla. No debía detenerme. Pero sus dedos rozaron los míos, tibios, suaves, y el mundo se detuvo un instante.
Un criado no toca a la prometida del heredero. Un bastardo no sostiene la mirada de quien está destinada a otro. Pero yo lo hice.
Su gesto fue breve. Me entregó la jarra con una media sonrisa de cortesía, como quien no quiere dejar en evidencia a nadie. Se apartó enseguida, regresando a su sitio junto a mi hermano, como si nada hubiera ocurrido.
Como si no hubiera encendido una hoguera en mi pecho.
Me quedé inmóvil, con el paño húmedo en la mano, mientras el salón recuperaba su murmullo. Nadie pareció notar el roce, salvo yo… y quizá ella. Porque cuando volvió a sentarse, sus ojos se detuvieron un instante más de lo necesario en el borde de mi capa gastada.
Un detalle mínimo. Un gesto que no significaba nada.
Y que, para mí, lo significaba todo.
Me retiré del salón antes de que las luces se apagaran. No podía soportar la risa de mi hermano ni la visión de ella a su lado. Caminé por los pasillos fríos del castillo hasta llegar al patio vacío. La noche se había despejado y la luna colgaba alta, bañando las piedras en un resplandor pálido.
Apoyé la espalda contra el muro y dejé escapar un suspiro largo, cargado de rabia. Cerré los ojos, repitiendo una y otra vez las palabras que me había impuesto: mantente lejos, no la mires, no pienses en ella.
Pero era inútil. El roce de sus dedos seguía latiendo en mi mano, como si aún la sostuviera.
Me mordí el labio hasta probar la sangre. Necesitaba recordarme quién era: el hijo sin nombre, el bastardo que debía agachar la cabeza. Ella pertenecía al heredero, al legítimo, al preferido de los dioses y de los hombres. No a mí. Nunca a mí.
Y aun así… cada vez que cerraba los ojos, veía los suyos. Claros, firmes, imposibles de olvidar.
Me juré de nuevo que me alejaría, que no volvería a buscarla, que arrancaría de raíz lo que estaba naciendo en mi pecho. Era mi deber, mi única defensa contra un destino que ya pesaba demasiado.
Pero lo supe en el mismo instante en que pronuncié aquel juramento: estaba roto antes de nacer.
Los juramentos se pronuncian con la boca, sí.
Pero se rompen con el corazón.
Y lo peor era saber que, en lo más profundo, los dioses nunca habían elegido a mi hermano. Me eligieron a mí. Fui señalado desde la cuna, maldecido como heredero por una voz que no se equivoca. No era la voluntad divina la que me negaba el trono, era la vergüenza de mi padre. Él me condenaba a la sombra, mientras fingía que el destino estaba escrito para otro, ocultando la verdad bajo su orgullo y el miedo cobarde a reconocer mi sangre.